Hay que vivir con la gente más apacible y
complaciente y la menos angustiosa y puntillosa; las costumbres las tomamos de
los que conviven con nosotros, y lo mismo que ciertas taras se transmiten por
el contacto físico, así el espíritu contagia sus males a sus vecinos.
Séneca, Sobre la ira
Nunca tuve una relación especial con aquel
profesor. Me gustaban mucho sus clases, desde luego. Y nuestras relaciones en
el aula fueron tan cordiales como fructíferas. Pero no fui de aquellos que iban
a visitarlo a su casa, o se reunían con él cada cierto tiempo. No lo hice por
una mezcla de timidez, y de no ir a donde no se me había invitado
explícitamente. Quizás por no molestarme, en aquella época era ya un tanto
arisco y solitario, tampoco hubo ninguna invitación directa por parte suya. Por
todo eso me llamó mucho la atención que, en los días finales de su vida, cuando
hacía años que no nos veíamos, preguntara por mí, y le rogara a quienes todavía
lo frecuentaban que no dejara de visitarlo yo.
Por primera vez en mi vida fui a su casa. Me
acompañó un viejo condiscípulo, pues su malhumorada hija no le abría la puerta
más que a los médicos o a aquellos, muy íntimos, que todavía reclamaba su
padre. A mí la hija no me conocía de nada; pero al verme acompañado por una
cara amiga me dejó entrar. Hecho esto mi compañero se despidió.
Siempre me llamó por mi segundo apellido. Se
acordaba del mismo. Me tendió una mano, suave y fláccida, y me dijo que me
sentara frente a él. Lo hice. Estábamos a finales de mayo. Ya comenzaba a hacer
calor; pero aun así el viejo profesor cubría sus piernas con una manta. Llevaba
una chaqueta de pana, y una bufanda alrededor del cuello. La hija del profesor,
como si fuéramos a dar una larga charla, dejó en el centro de la mesa una
bandeja con una jarra de agua, dos vasos y un cubitera. Me llené el vaso de
cubitos.
-Llevo varios días -me dijo el profesor-
recordando aquella vieja cena que hicimos unos compañeros en un bar. ¿Le gusta
a usted cenar en bares y restaurantes?
-De vez en cuando; pero no mucho.
-Siempre lo he sospechado. Es usted, o al menos
lo era, excesivamente callado. Habla muy poco. Y para cenar en esos sitios hay
que tener una voz mucho más potente que la suya; hay que saber interrumpir a
quien habla, y saber dirigir los oídos a donde interesa. Y por supuesto ser un
tanto alegre y dicharachero. Caso contrario, nadie le hará caso. Y se aburrirá.
-No son esas mis virtudes.
-Ya lo sé. Ni tampoco las mías. Me he visto obligado
muchas veces -me contó- a cenar y a comer fuera de casa. Y rara vez he
aguantado en cualquier restaurante hasta los postres. ¿Se acuerda usted del
latín? ¿Recuerda aquello de ab ovo usque ad mala? Pues por mí las
manzanas siempre estaban de más -me dijo soltando una leve risita-. Y a veces
-me confesó con un leve brillo en sus ojillos- hasta el segundo plato. Me solía
marchar en cuanto podía -susurró como si me confesara alguna picardía.
Estaba un tanto perplejo. No sabía a dónde quería
ir a parar mi anciano profesor con aquella historia. No tenía mucho sentido
para mí que me contara aquello después de tantos años sin vernos.
-¿Sabe? Cuando yo era joven y pobre, la mejor
época de mi vida, a veces no tenía dinero ni para libros. En mi pueblo no había
ninguna biblioteca pública. Terminar un libro me producía verdadero dolor, pues
me quedaba sin nada. No puedo vivir sin leer... Muy a menudo me entretenía
leyendo los catálogos de los libros publicados que aparecían al final de cada
uno de ellos. Con algunos títulos se me disparaba la imaginación. Otros me los
apuntaba para comprarlos en cuanto pudiera, pues me gustaban o resultaban
atractivos. Un título que se me quedó grabado fue Noches áticas, de Aulo
Gelio.
-No lo conozco -dije por decir algo.
-Pues debe leerlo, debe leerlo -dijo descargando
un débil puñetazo sobre la mesa. El agua de la jarra apenas si se inmutó.
-Por esas vueltas que da la vida -continuó el
profesor- no leí aquel libro, aun cuando ya tenía dinero suficiente como para
comprarlo, hasta muchísimos años después. Imagino que me dedicaría a otros
libros mucho más relacionados con mis estudios, y mis más inmediatos intereses.
Me pidió que le sirviera un vaso de agua. Lo
hice. Bebió con mano temblorosa y continuó enseguida.
-¿Usted cree en las casualidades? -me preguntó
mirándome fijamente.
-No sabría qué decirle, no lo sé -dije
sintiéndome un poco estúpido-. No todo en la vida tiene porqué ser racional.
-Tal vez. Quizás el problema es que yo soy ya
excesivamente mayor; y en mis horas de ocio, todas, tejo y destejo mi vida como
una tela de Penélope: al final de un día parece un tapiz entero y coherente;
pero a altas horas de la noche, desasosegado, me percato de que algunos hilos
han quedado colgando, fuera de la obra, y que hay que encajarlos en aquellas
figuras, que, entonces, se transforman y convierten en otra cosa totalmente
distinta. Es una locura.
No supe qué responderle. Sí, a veces parece que
toda nuestra vida es una pura fantasía.
-Unas navidades un grupo de profesores se empeñó
en que fuéramos a cenar a un bar. Yo era un recién llegado, y me supo mal no
aceptar la invitación. No se puede imaginar lo mal que lo pasé. Cenamos en un
restaurante abarrotado de gente. Y ya sabe lo que eso supone: gritos, risas
para demostrar que uno se está divirtiendo mucho, un calor sofocante, pese a
las fechas, humazo de cigarrillos y puros, en aquella época se podía fumar en
los espacios públicos, una televisión conectada, y el incesante ir y venir de
camareros, pidiendo a voz en grito los diversos platos. Y por si esto fuera
poco, me tocó de vecino a un profesor que quería triunfar en en el mundo de la
música: se pasó la noche, tras la cena, a mi lado, rasgando la guitarra y
lanzando gritos en algo parecido al inglés. Mi vecino de la izquierda, además,
estaba empeñado en una conversación de altos vuelos que, allí y a aquellas
horas, estaba fuera de lugar. Tenía que hacer tantos esfuerzos para entender lo
que decía, que decidí desistir. Me levanté varias veces fingiendo ir a un lugar
que no necesitaba; pero en el que, cerrando la puerta, y no siendo muy
escrupuloso, se podía estar con relativa tranquilidad. Allí me tomé la tensión,
es un decir, y me percaté de que estaba muy alterado. Cuando salí, a la tercera
fue la vencida, dejé sobre la mesa varios billetes, y me despedí inventándome
la historia de que tenía que coger no sé qué tren o autobús. En la calle, donde
hacía frío, fui el hombre más feliz del mundo: no había ni un alma, ni un
coche. Lloviznaba. Un maravilloso silencio se había adueñado de aquellas calles,
o, al menos, así me lo parecía a mí. ¿Qué le parece?
-No sé. ¿Qué quiere que le diga? Si no le
apetecía estar con sus compañeros -dije en tanto tontamente- hizo bien en
marcharse. La vida es demasiado corta como para andarse con tanto
convencionalismo...
-Sí, tiene razón. Una cosa es la educación y otra
bien distinta estas zapatetas del demonio. Si se puede evitar el dolor,
aguantarlo no es estoicismo sino masoquismo... Pues bien, poco después, digamos
que por casualidad, cayó en mis manos cierto libro, una antología de textos
latinos. Y allí me tropecé con un capítulo de aquel libro del que me había
enamorado por su título, Noches áticas, ahora en latín, Noctes
atticae. Para mi sorpresa lo entendí bastante bien. En ese capítulo seleccionado,
Gelio habla de cómo debe ser el banquete, convivium, ideal: del número
de invitados, de la disposición de los mismos, de las conversaciones que deben
mantener, de las bebidas, etc, etc. Es decir leí todo lo contrario a lo vivido
aquella noche de navidades, y otras muchas
que le siguieron.
Se me iluminó entonces la mente. Y recordé una
vieja clase con el profesor.
-Sí, recuerdo -le dije- que en una clase nos leyó
ese capítulo. Pero lo leyó en latín, y yo no lo acabé de entender.
-Me percaté cuando usted me preguntó si el
artículo de Larra, “Un castellano antiguo” tenía algo que ver con el texto de
Gelio. No, Gelio no habla, creo, de los malos modales en la mesa, de la mal
llamada campechanía. Habla del ambiente, de cómo pasar una noche agradable con
personas educadas. Si quiere tenerlo más claro, vaya usted a cualquier bar o
restaurante durante una comida o cena: la televisión conectada, la gente
hablando a gritos, aquel soltando enormes carcajadas, el otro arrastrando la
silla al levantarse...
Hizo una pausa. Todo aquello parecía producirle
un excesivo horror. Volvió a beber agua, se reclinó en su butaca, y prosiguió:
-Me hubiera gustado mucho que hubiese venido
usted a nuestras reuniones. No por los temas que tratábamos, que era lo de
menos, sino por cómo lo hacíamos. Yo me empeñé, hasta donde me fue posible,
hacer de ustedes personas educadas. ¿Sabe? Me imagino que se lo habrán dicho
sus compañeros, pero antes de comenzar cualquier reunión aquí en mi casa
leíamos el capítulo de Gelio; y unas leyes o mandamientos que teníamos que
cumplir a rajatabla. Los más importantes eran tres: no se permiten las
carcajadas, levantar la voz, ni, lo más importante, interrumpir a quien está
hablando. Y mucho menos, añadí yo poco después, el que el de la esquina norte
de la mesa hable con el de la esquina
sur, cruzando palabras como si fueran sables. Y por encima de las de quienes están en el centro que hablan con
quien les peta, y perdón por la expresión.
-¿Y consiguieron -le pregunté un tanto asombrado-
cumplir con esas reglas a rajatabla?
Se repantigó en su butaca. Una enorme sonrisa de
satisfacción iluminó su rostro.
-No veo nunca la televisión -me confesó- pero un
día vino un compañero suyo con un lápiz electrónico y un ordenador. Me puso un
programa en el que había participado uno de sus compañeros. Era un programa en
el que un periodista preguntaba a varias personas... A mi querido alumno lo
interrumpieron dos veces. A la tercera, se ve en la grabación, se quitó el
micrófono y se fue. Dijo que no estaba acostumbrado a los gritos y a las faltas
de respeto.
-Supongo que no ganaría las elecciones.
-No se presentaba a ninguna.
-Entonces hizo bien. En este país la virtud y la
política son dos cosas totalmente distintas.
-Sí, pero eso nos está alejando de nuestro tema. Maiora
canamus. Siento que no participara en aquellas reuniones. Lo siento de
verdad. Y por eso mismo he querido regalarle a usted el libro de Gelio. Pero no
quiero que me malinterprete. Recuerde lo que siempre decía en clase, quod
natura non dat, Salamantica non praestat. Desde ese punto de vista a usted
no le hace falta. Pero se lo quiero regalar.
Tenía el libro sobre la mesa, envuelto en un fino
papel de regalo.
-El que no viniera a las reuniones no quiere
decir que no sepa mantener un diálogo sin interrumpir a nadie.
-Me lo acaba de demostrar; pero lea el libro. Me
lo alargó y lo cogí.
-Le recuerdo que no sé latín.
-Pero todavía es joven, y puede aprenderlo. Vale
la pena para acceder a las palabras de las Noches áticas. Qué nombre más
precioso. Qué bello.
Y diciendo esto me tendió la mano. Intuí que
estaba pensando que nunca más nos volveríamos a ver. Aquel era su legado. Y era
el mejor legado que podía dejar un verdadero maestro. Sit tibi terra levis.
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