No vine por mis pies a tantos daños:
fuerzas de mi destino me trujeron.
Garcilaso de la Vega, Canción V
Aquella mañana, todavía de noche,
a horas intempestivas, habíamos quedado para salir a caminar por la
orilla del río. Una inoportuna, aunque bien recibida lluvia, nos lo
impidió. No teníamos nada importante que hacer a lo largo del día,
ni siquiera de la semana. Recuperé una querencia de juventud, y le
propuse a mi amigo salir con el coche, meternos en la autovía e
irnos a Cuenca o a Teruel. Podíamos comer allí, y regresar por la
tarde. Mi amigo, recientemente operado de cataratas, se mostró un
tanto reticente. No obstante, al final aceptó la propuesta siempre y
cuando no tuviera que conducir él.
-No hay problema -le repuse en tanto
descendíamos con el ascensor hacia el garaje de la finca. Todavía
era de noche. Y nada más salir del garaje, el coche se quedó tan
limpio y brillante como una patena. La lluvia se mantuvo a lo largo
de kilómetros y kilómetros.
-Estaba pensando -comenzó a decir
Luis, mi amigo, en funciones de copiloto- lo afortunados que somos al
poder viajar por placer. Sí -añadió como si estuviera pensando en
voz alta- no es lo mismo hacer esto porque no tenemos nada mejor que
hacer, con una carretera vacía, y sin nadie que nos moleste, que
hacerlo porque nos persiguen y no tenemos más remedio que
marcharnos.
-Estás pensando -le dije un tanto
inútilmente- en toda la crisis migratoria que está sacudiendo a
Europa. Guerras, matanzas, hambruna... siempre la misma historia.
-Sí, pero ¿sabes lo que me ha
llamado la atención últimamente de toda esta crisis o avalancha
humana? Dejemos de lado la foto del niño de tres años ahogado en la
playa, dejémoslo. Aparte de eso me ha llamado la atención una
afirmación que leí en un periódico. Era la nota al pie de otra
foto. Se veía en ella el rostro asustado de un pobre emigrante,
medio desnudo, mirando a un policía armado hasta los dientes. Este
le ordenaba: “¡Siéntate, esta es mi tierra!”
-Y tenía sobre ella el derecho de
pernada -apunté sin apartar la vista de la carretera, vacía. No
cesaba de llover.
-No lo sé -me contestó un tanto
tontamente-. Pero me vino a las mientes una pequeña reflexión sobre
eso que algunos llaman “su tierra” o “nuestra tierra”. ¿Tú
has notado o sentido alguna vez que esta tierra es tuya?
-No te puedo servir de referente.
Yo, como sabes, soy un emigrado. Mis padres me sacaron, de pequeño,
del pueblo. Ni quería irme de allí, ni quería vivir donde me
llevaron. Total, un desastre.
-Y te convertiste en un
desarraigado. Ese es uno de los grandes problemas de las
emigraciones: no basta con acoger a quien llega. Se le acoge y se le
integra, o este puede terminar siendo algo peligroso.
-Yo no lo he sido. Pero no a todas
las personas les tiene que suceder lo mismo que a mí. Hay buenas
personas, agradecidas; y lo estarán siempre por el hecho de haber
escapado, no ellos, sino sus hijos, de la guerra, del hambre, de las
persecuciones, de las torturas y de las matanzas... No recuerdo dónde
leí que uno es de donde estudia el bachillerato.
-¿Podríamos extender esa
apreciación hasta la carrera?
-No tengo ningún problema en que
así sea. Yo hice el bachillerato y la carrera aquí; pero no dejo de
pensar que eso es una casualidad que no tiene más importancia que la
que yo le quiera dar. En una palabra: no me siento muy patriota.
-Todo es relativo en esta vida, ¿no?
La frase -añadió ensoñador- que repetíamos en nuestra juventud
hasta la saciedad: todo es relativo en esta vida, hasta lo que acabo
de decir. No sé. Tal vez no fuera una broma. Al fin y al cabo
necesitamos algo a lo que aferrarnos.
-Creo que en eso tienes razón. Pero
en algo que sea consistente. Y quizás el concepto de patria lo sea
muy poco, o no sea más que un escudo para protegernos de temores e
inseguridades, para sentirnos seguros y no tener que enfrentarnos al
otro, al extraño.
-Viendo la fotografía del policía,
recubierto con casco y corazas, como un guerrero medieval, frente a
un semidesnudo y vencido emigrante, pensé en el fracaso de la
civilización.
-¿Qué quieres decir? -pregunté
conduciendo cada vez con más precaución por la lluvia. En la
civilización siempre triunfa el rifle de repetición contra el arco
y las flechas.
-Cosas de viejos -me contestó sin
prestar atención a mi película de vaqueros-. De adolescente -rió
con un toque de pena- más de una vez soñé que era invisible, y que
podía acceder a todos los círculos del poder. Pensaba que matando a
este, asesinando a aquel, y eliminando al de más allá, la
civilización hubiera sido más feliz; no hubiera sufrido tantas
guerras ni muertes. Yo me veía con un rifle en la mano y matando a
Hitler, entre otros.
-¡Vaya por Dios! -exclamé- no
sabía de esas querencias tuyas.
-Pues viendo la foto el otro día
-siguió mi copiloto- se me ocurrió que se podía haber inventado
una máquina mediante la cual, con un rayo, el policía se
convirtiera en el emigrante, y viceversa. ¿Dónde hubiera quedado
entonces el concepto de “mi tierra”?
-En boca del emigrante -respondí
raudo-
-Exacto -me aprobó- en boca del
emigrante. Que no hizo el bachiller en la tierra del policía.
-A lo mejor el policía tampoco ha
hecho el bachillerato.
-No seas malo.
-No lo soy. ¿Sabes? -reí-. Con
estas reflexiones estamos echando por tierra unos cuantos mitos. Me
he acordado, mientras hablabas de la tierra, de la lucha de Herakles
contra Atlante. Ninguno de los dos era bachiller. Cada vez que
Herakles tumba en la tierra a Atlante, este recupera las fuerzas y
vuelve al combate. Atlante es hijo de Gea, la tierra. Herakles lo
tiene que asfixiar teniéndolo sujeto en el aire, sin contacto con la
tierra. Y algo similar -añadí rápidamente para que no me
interrumpiera- sucede con Drácula. Si recuerdas, este sale de
Transilvania con varias ataúdes donde lleva tierra de su país.
Tiene que dormir sobre ella, así que sus enemigos se dedican a
destruir esos ataúdes para acabar con él.
-No me acordaba de esos mitos -dijo
Luis-. Pero ¿tú crees que semejantes historias son susceptibles de
encerrar un mensaje sobre lo que es la patria? -me preguntó entre
divertido y escéptico-. Al fin y al cabo ahí no se dice nada ni del
bachillerato ni de la carrera -afirmó también sonriendo.
-Pues no sabría que decirte, pero
creo que algo de real tienen. Además, no todos los tiempos son uno.
-No sé. A nuestra edad todo son
dudas. Pero tal vez tengas parte de razón. Me has hecho recordar un
artículo que leí hace muchos años. En él venía a contarse, más
o menos, las tribulaciones de un viajero occidental que va
recorriendo el mundo. Este viajero lanza un suspiro de descanso,
alivio y satisfacción cuando, en una estación europea, ve letras
que ya reconoce: la a, le eme...
-Mayor suspiro lanzaría -añadí-
al llegar a un lugar donde lo entendieran sin esfuerzo. Al hablar, me
refiero.
-Ahora, ahora, me lo has puesto en
bandeja: estás proclamando la importancia del latín.
-¡Hombre! -exclamé un tanto
sorprendido- Me parece -reflexioné- que nos estamos desviando un
poco del tema. O quizás no, no lo sé. ¿Es la patria, tu tierra, el
idioma? -pregunté-. Y quizás por eso algunos lo defienden, dicen,
que a muerte o hasta la muerte.
-Es posible. Y sin embargo, no deja
de ser otra enorme tontería. Nómbrame una civilización, una
cultura, que no tenga grandes obras, equiparables a las más grandes
de las nuestras...
-No soy tan letrado como para hacer
eso. Pero creo que tienes razón.
-¿Cómo era aquello de que el
nacionalismo se cura viajando?
-No lo recuerdo. Pero esa máquina
con la que tú soñabas, esa que invertía el orden de los
personajes, hace años que está inventada: se llama el estudio y la
reflexión, la capacidad de ponerse en el lugar del otro. El sentido
crítico. La cultura.
-Sí, la vieja pintura donde un
atlético joven, en la plenitud de su vida, lee las letras esculpidas
en el mármol de una tumba: Et in Arcadia ego. Yo también fui joven
y estuve allí; lo que me sucede a mí hoy, mañana te va a suceder a
ti. Pero comprender eso requiere esfuerzo, estudio. Imaginación. Es
más cómodo embotar este y recurrir al consabido “esta es mi
tierra” o “para largo me lo fiáis”.
-Tampoco hay ningún problema en que
esa tierra sea de ellos. Hace años vengo leyendo en los periódicos
la cantidad de pueblos que han quedado deshabitados en España. Al
parecer ni los pretendidos dueños los quieren. ¿Qué problema hay
en que vivan allí estas personas que huyen de la barbarie, cultiven
las tierras y lleven a sus hijos a las universidades?
-El problema está en que más de un
zopenco autóctono tendría que espabilarse en las aulas. Eso sin
contar que aparecería enseguida la Unión Europea con sus cuotas
lácteas y de producción.
-Bueno, pues que las modifiquen: si
somos más, habrá que trabajar más tierras, y criar más vacas.
¿Qué problema hay? ¿No tenemos tanto pueblo abandonado?
-Me estoy acordando -dijo mi amigo
riéndose- de la solemne tontería que soltó el ministro hace unos
meses, cuando protestó la gente por lo que estaba sucediendo en las
vallas, en la frontera... El que no esté de acuerdo con las
devoluciones en caliente -vino a decir en tono amenazante- que me lo
diga y le mando a casa todos los emigrantes que quiera. Y ahora
resulta que la gente se solidariza con estas personas que arriesgan
sus vidas para huir de las guerras y de las matanzas, y los gobiernos
ponen cortapisas para aceptarlos.
-No me extraña que lo hagan. Creo
que en fondo siempre se trata de lo mismo: de la defensa de unos
mezquinos privilegios de unos en contra de la pobreza de otros. Y los
políticos que tenemos no brillan por su intelecto, por desgracia.
-Tal vez la solución a todo esto
esté en la vuelta a un cierto humanismo.
-Es posible. Pero sin dioses ni
religiones -me apresuré a puntualizar.
-Difícil me lo pones. Puede haber
religiones si hay tolerancia. La tolerancia es un arte complicado de
aprender y de practicar. Ahora bien, o esta o la muerte. O más
guerras.
-Sí, porque cerrar fronteras no es
la solución. Ni tampoco eso de “esta tierra es mía”. Estamos
aquí por azar, por pura casualidad. Igual podíamos haber nacido
unos kilómetros más allá; y entonces nuestra visión, seguro,
sería distinta de la que tenemos ahora.
-Hay que enseñar tolerancia. La
tolerancia también se aprende. ¿Sabes? Cuando comencé a estudiar
latín hubo una frase que, no sé porqué, quizás porque me hizo
gracia, se me quedó grabada a fuego: lingua latina difficilis non
est; sed Roma non uno die aedificata est.
-Ahí está la madre del cordero: en
trabajar para prepararse y aceptar lo que viniere.
-Y hacerlo, además, de forma
positiva. Oye, por cierto ¿dónde estamos?
-Me lo has quitado de la boca, lo de
la forma positiva. Por lo demás, tranquilo, no nos hemos perdido: te
voy a llevar al pueblo donde nací. Dicen los sabios que por allí
pasó Anibal camino de Italia. Anibal, como sabes, fue el dueño de
esta tierra que ahora es tuya, y mía.
-Y se conservan las huellas de
algunos elefantes, seguro -dijo irónico.
-Bueno, de algo tienen que vivir
bares y restaurantes
-El agua las habrá borrado. No cesa
de llover -dijo mirando atentamente por la ventanilla.
-No te preocupes: las tenemos
grabadas sobre piedra berroqueña, como algunas otras cosas.
-Pues vamos allá.
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