“Entended, señores, que ninguno topa la perla en
la superficie del mar”
Francisco Manuel de Melo, Historia de los
movimientos, separación y guerra de Cataluña.
La ventana de mi habitación da a un cruce de
calles. Un poco más hacia la izquierda, fuera de mi campo de visión, hay una
gran rotonda. El cruce que hay bajo mi ventana tiene dos sentidos, ambos con
tres carriles cada uno. Están regulados por sendos semáforos, que se coordinan
con unos segundos de retraso. El paso cebra, que enlaza con la calle que
procede de una amplia avenida con un largo parque, está situado al bies. Hace
mucho tiempo que las rayas del mismo están medio borradas. El sol lo castiga
con toda justicia. No hay ni un centímetro de sombra. El único árbol que había,
junto a uno de los semáforos, se lo llevó por delante un coche cuyo conductor
tenía mucha prisa por llegar a casa de su novia.
Hace ya un tiempo, a media mañana, un malabarista
ocupa, con sus juegos, uno de los pasos cebras, el más alejado de mi ventana,
cosa que me permite observarlo mucho mejor. La primera vez que lo vi,
enfrascado yo en la lectura de un libro, fue al levantar la vista del mismo. Mi
primera reacción fue la sonrisa. Observé, luego, que el chico, sombrero de
bombín, nariz redonda y roja, y pantalones ajustados, esperaba en el semáforo a
que se pusiera verde para los peatones. Entonces, en dos saltos, se plantaba en
medio del paso cebra, hacía una reverencia llevándose la mano derecha al
estómago, se colocaba una maza en la punta de la nariz, se quitaba el sombrero,
se lo ponía de nuevo, y comenzaba a tirar y recoger las mazas. Nunca parecía
tener prisa por terminar su ejercicio. A veces le venía justo apartarse y dejar
pasar a los coches. Me daba la impresión de que no tenía mucho interés en pasar
el sombrero, o en recoger los posibles donativos. No obstante, de vez en
cuando, terminaba antes, y entonces sí, entonces, con el sombrero en la mano,
iba caminando por entre los coches. No sé el dinero que recogería; no creo que
fuera mucho. El hombre, sin embargo, no perdía el sentido del humor, al menos
aparentemente. Saludaba a los niños que cruzaban el paso cebra, hablaba con los
ciclistas durante el breve descanso, semáforo en rojo, y algunas personas le
recogían las monedas que le lanzaban algunos conductores.
Me quedé sorprendido la primera vez que vi que se
quitaba el sombrero, a veces va tocado con una gorra de visera: está calvo; no
completamente calvo, pues tiene pelo por las sienes y por detrás de la cabeza.
Eso me hizo sospechar que era mayor. Y creo que le gusta lo que hace, o tiene
mucha necesidad: lo he visto hacer juegos malabares, siempre con las mazas,
incluso bajo la lluvia. El día que llovió, sin embargo, vino a buscarlo una
chica. Habló brevemente con él, y se fue tras ella no sin antes dedicar una
profunda reverencia, mano derecha en el estómago y sujetando el sombrero, y la
izquierda con las mazas, a sus últimos espectadores a los que no les pidió
nada.
Sentí cierta curiosidad por este hombre. Bajé a
la calle, y crucé por el paso cebra donde actúa él, como si tuviera que
dirigirme a algún sitio. Lo vi de cerca. Lleva los brazos tatuados. Y
pendientes y anillos en orejas y nariz. No es nada joven. Nunca me han gustado
ni los tatuajes, me resultan repulsivos, ni esas anillas que se ponen en
narices y cejas. Me imagino que debe de ser un incordio cuando uno tiene que
sonarse o está constipado. Pese a todo esto, que me hizo sentir un principio de
antipatía hacia él, había algo, por encima de anillos y tatuajes, que me atraía
de este hombre. Y que me sigue atrayendo.
Vuelto a mi habitación, a mi ventana, lo he
vuelto a ver día tras día. Y creo que sigue sin ganar en habilidad. Pese a su
bombín, pese a lanzar las mazas sin descanso, aun cuando tenga el semáforo en rojo
para él, rara vez consigue terminar una, digamos, actuación sin que una de las
mazas ruede por el suelo. Cuando sucede esto más de una vez, recoge la maza, o
las mazas, con un cierto enfado, saluda y se va a la acera sin haber pasado la
gorra. A veces, cuando todo le sale bien, es tan feliz que se le pasa el tiempo
y no se acuerda de pedir dinero. En más de una ocasión me he preguntado si vive
de estas breves actuaciones, no creo que tenga trabajo dado a las horas que
ocupa el paso cebra. ¿Y está su honestidad por encima de su posible necesidad?
En estos tiempos que corren semejante actitud resulta incomprensible. Días ha
habido que, al salirle mal dos o tres ejercicios seguidos, ha cogido las mazas,
un tanto enfadado, y se ha ido, supongo que a su casa, con su paso flexible y
ligero. ¿Está allí la mujer que lo rescató de la lluvia? No hace falta que diga
que está tan delgado como el negro tubo del semáforo que marca sus
intervenciones.
Pese a todo últimamente he dejado de prestarle
atención. Me hace daño: ni gana en habilidad ni pierde en honestidad. Un
ejemplo a seguir.
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