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viernes, 3 de julio de 2015

DE INSULTOS Y OTRAS MENUDENCIAS, de Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España



 “La mejor manera de defenderte es mantener las distancias con ellos”
Marco Aurelio, Meditaciones.


Decía Azorín, no recuerdo dónde, y más o menos, pues cito de memoria, que se puede criticar todo y a todos sin ofender a nadie. Escribir como escribía Azorín, y hacer críticas imitándolo, es tarea harto difícil y complicada: requiere de una excelente preparación literaria, de buen gusto, y de simpatía: pensar que quien sufre la crítica es una persona con sus ansias y sus sentimientos, sus esperanzas y sus fracasos. Quizás sean estos demasiados requisitos para una buena parte de la sociedad que prefiere dejarse de sutilezas y llamar a las cosas por su nombre: al pan, pan, y al vino, vino. La famosa llaneza castellana, y de aledaños, que tanto le gustaba a don Mariano José de Larra. Y que, sabido es, esconde una total falta de educación y de respeto, suponiendo que ambas cosas no sean lo mismo.



Sea porque la gente no sabía leer ni escribir, o porque, más hacia delante, no había medios donde hacerlo, eran pocos quienes escribían y leían. Ahora con todos esos artilugios llamados las redes sociales, Internet, poder comentar las noticias de los periódicos, etc, etc, al parecer todo el mundo escribe y casi nadie lee: no hay más que fijarse en la enorme cantidad de faltas de ortografía y en la pobreza de vocabulario en comentarios y opiniones vertidos por aquí y por allá. Y lo más gracioso de todo: los lectores que comentan cualquier noticia o evento gozan acusándose unos a otros de analfabetos, término que confunden con el de disidente. Pero ya lo decía Baltasar Gracián: quien se burla tal vez se confiesa. Insultos y descalificaciones no faltan, desde luego.
Las críticas, y las ofensas, como no podía dejar de suceder, se acrecientan en épocas de elecciones. Y continúan en los días siguientes si el resultado no ha sido satisfactorio para quien o quienes controlan el poder y los medios de comunicación. A nadie se le esconde, a estas alturas, que el país, o si se quiere, los políticos, muchos, y las instituciones, muchas, están suficientemente corrompidas como para exigir una regeneración de todo o de casi todo. El sistema se ha pervertido hasta límites insufribles: el poder, como la ambición, no conoce límites; extiende sus brazos para abarcarlo todo, no respetando ni siquiera la ley. Sucede algo similar a lo que podría ser la situación ideal, para un señor feudal, en la Edad Media: el primogénito se hace cargo del castillo, las villas y la tierra; y el segundón es ordenado sacerdote, se le compra el obispado de la ciudad, y entre los dos hermanos, o la familia, lo controlan absolutamente todo. Es lo que han venido haciendo los partidos políticos desde que han llegado al poder.
Una de las cosas que más desazón me causó, de joven, fue la lectura de algunos diálogos de Platón. Lo hice llevando en la mente la idealizada figura de un Sócrates virtuoso y valiente hasta más allá de lo imaginable, la muerte en aquel momento de mi vida. Fue por eso por lo que no entendía que Sócrates juzgara que la democracia es una tiranía a la que anteponía el férreo sistema político de Esparta. Cuando leí dichos diálogos estaba vigente en España la dictadura de Franco. Me había impresionado mucho la figura del filósofo griego, y no podía, así de la noche a la mañana, desterrarla de mi mente, aunque a mí no me gustaba Esparta ni el sistema bajo el que vivía. Tardaría unos años en percatarme de lo que había querido decir Sócrates. De alguna forma estaría de acuerdo con él, añadiendo que, al menos, en su época no había ni televisiones ni periódicos. Pues, efectivamente, la democracia, y habría que analizar, en profundidad, qué significa esta palabra, se puede convertir, se convierte, en una tiranía: son muchos los partidos políticos que concurren a unas elecciones. Los partidos políticos no tienen más razón de ser que alcanzar el poder. Y para hacerlo utilizarán todos los medios a su alcance, algunos de ellos hasta ilícitos o fuera de la ley. Por eso es importante, para cuando haya algún problema, tener unos largos tentáculos: con conmilitones colocados en los puestos claves se pueden ir tapando tantos agujeros como se vayan abriendo; situación conocida con la expresión latina do ut des. O, en una inmejorable traducción castiza: do vayas de los tuyos hayas. Así se pervierte todo un sistema. Y así se ha pervertido el nuestro. Aunque siempre, por supuesto, y en todos los órdenes de la vida, hay gente honesta, virtuosa en el sentido etimológico de la palabra. Pero ¡ay de estos como les toque juzgar a uno de los otros!
Triste y patético resulta que un partido político, con tal de llegar al poder, o de mantenerse en él, mienta, tome al personal por estúpido, y trate de hacerle creer al común de los mortales que en sus filas, por ejemplo, no hay corruptos ni intereses espurios. Es un bulo, dicen, utilizado por el partido en la oposición para obtener en los juzgados lo perdido en las urnas. La cantinela la han repetido una y otra vez, hasta la saciedad. Tal vez por aquello de que una cosa dicha a toda hora, sin tregua ni descanso, llega a convertirse en verdadera. Es posible. Pero eso es analizar dicha cosa desde un punto de vista nada más: también se puede convertir, se convierte, en una muletilla que le resta todo valor y credibilidad a la comparecencia del político, pues es sabido lo que va a decir: cualquier cosa menor reconocer que se ha equivocado. Cáscaras vacías de frutos secos. Entonces se cierra el periódico o se le quita la voz a la televisión.
Las palabras se desgastan y dejan de ser efectivas. Cada época, a veces incluso cada generación, tiene sus vocablos específicos, su forma de expresarse que, por supuesto, tiene conexiones con la anterior, pero también marca distancias con ella. No por nada sino por la propia evolución de la vida. Algunas personas, sin embargo, siguen aferradas a ese pasado al que defienden con uñas y dientes. Todavía hay profesores de latín que se empeñan en la traducción literal del ablativo absoluto: habiendo cruzado el puente. Como si las personas de hoy en día dijéramos, habiendo salido del metro, vi a tu hermano. Toda traducción tiene su fecha de caducidad, así como todo insulto o improperio.
Decía Pasolini, y nunca me canso de citarlo, que con los medios de comunicación en sus manos, con las televisiones públicas y privadas, no le hacía falta ningún ejército para dominar a un país. Es posible que fuera así. Es posible que Pasolini fuese un hombre de una imaginación ilimitada, y no tuviera que recurrir a los tópicos y frases hechas; es posible que, en sus manos, las palabras no se gastaran como las buenas monedas; pero también hay que pensar en el oyente o espectador. ¿Qué entiende este de lo que se le está diciendo? ¿Hasta qué punto es efectivo el mensaje?
Cuando la gente comenzó a estar harta de la corrupción, de la impunidad de los políticos, de sus gastos y suntuosidades cuando estaban predicando todo lo contrario, y estaban acabando con eso llamado el estado del bienestar, comenzó a organizarse y a lanzar consignas y soflamas. Al principio esto se tomó por una rabieta juvenil a la que no se le hizo mucho caso. Luego los políticos de toda la vida, los que viven de la política, ¡lo que hay que hacer para evitar ciertas palabras!, comenzaron a asustarse. Y con ellos algunos de sus, digamos, compañeros de viaje. Que estaban caducos unos y otros se vio enseguida por los calificativos escogidos: trataron de culparlos de lo que sólo ellos eran culpables, y así una beca universitaria es comparada a unas tarjetas negras con las que se saqueó a toda una institución, una caja de ahorros, con fines sociales. Lo mismo es, he aquí la perversión, gastarse miles de euros en cacerías y con chicas de la casa llana que participando en mítines. Máxime cuando, al parecer, todo fue un error administrativo, y por una cantidad ridícula. Y sí, de acuerdo, por poco se empieza. Pero no seamos tan exigentes con los demás y tan complacientes con nosotros mismos. Ya lo dijo Esopo: Zeus nos puso dos alforjas llenas de defectos: los propios los llevamos en las espaldas, y los ajenos delante. La honestidad y la ética se le olvidó al barbudo dios. ¿Qué culpa tenemos los humanos de semejante olvido?
Cuando el hartazgo de la gente, joven sobre todo, comenzó a tomar forma, empezaron los ataques y las descalificaciones. Quizás el más utilizado ha sido el de “izquierda radical”, término que, francamente, visto lo visto, no sé muy bien qué es lo que quiere decir. ¿Es algo equivalente a la extrema derecha? Al calificativo de “izquierda radical” cuando estos jóvenes se unieron con otros para concurrir a las elecciones, se le añadió el de “frente popular”. Creo que fueron expresiones totalmente desafortunadas, pues ambas estaban gastadas y enterradas. Muchos jóvenes, merced a ese sistema educativo tan majo que tenemos, ignoran quién fue Franco, qué fue la República, y qué pasó con el Frente Popular. Creo que ni el periodista que utilizó dicha expresión lo sabe. Quizás estas personas, estos jóvenes, han triunfado, y han llegado a alcanzar muchas alcaldías tanto porque la gente ha visto cosas nuevas, y honestas, en ellos, como porque los ataques contra ellos estaban tan desfasados como los propios periodistas que los lanzaban. Las palabras se corrompen y desgastan[1]. Tempus fugit; y la guerra civil, gracias a los dioses, parece que cayó en el olvido pese al empeño de algunos en recordarla una y otra vez, y no para evitar posibles nuevas confrontaciones, sino para que no cambie nada, para asustar al personal. O para que cambie sólo aquello que no supone un menoscabo en sus intereses y en sus vidas.
Los insultos se van afinando. El insultador, aunque sea por instinto, sabe que sus exabruptos han sido ineficaces, y recurre a otros nuevos. No son risibles, y no lo son porque muestran la ruindad de ciertas personas: como no se pueden atacar los programas políticos, se desentierran vidas pasadas, necedades que se hicieron cuando se era joven, y se magnifica hasta convertir un chiste en algo monstruoso, digno de la silla eléctrica o poco menos. Y así es perversión entrar en una capilla universitaria gritando y enseñando ciertas partes del cuerpo, pero no robar millones y millones cuando la gente lo está pasando mal, algunos no tienen ni para comer, o financiarse de forma ilegal, o impedir que la justicia funcione con normalidad e independencia. Eso está asumido, la corrupción, dicen los inmovilistas, es inherente al ser humano; pero quitarse una camiseta y dejar ciertas cosas al aire, por Dios... ¿A quién en su sano juicio se le ocurre?
No me parecen correctos los chistes sobre Mahoma; pero menos correcto me parece que eso sea motivo de atentados y matanzas. Lo que está haciendo el Estado islámico hace siglos lo hizo otra religión. Y ahora nos sale un obispo, cristiano, lamentándose porque los nuevos alcaldes se olviden de Dios y no asisten a una procesión. Ya lo dijo aquel: se empieza matando a la propia madre y se termina por no ir a misa. No se preocupe, monseñor: no todos nos olvidamos, aunque no seamos ni alcaldes ni alcadables. Díganos, por cierto, qué hacen esas dos monjas, como diría Lazarillo, gastando más zapatos por calles y televisiones que todo el convento junto. ¿No decía Dios que su reino no es de este mundo? ¿Y que lo que hace la mano derecha no lo debe saber la izquierda? ¿Por qué no denunciaron la corrupción radical a la que nos han abocado muchos de esos que van a misa y asisten a procesiones? ¿Quién se ha olvidado de Dios? ¿Y qué importancia tiene en ir detrás de usted y de una cruz si uno se esfuerza por luchar por los desfavorecidos y quitar privilegios a quienes nunca los debieron tener? ¿Tenemos que ser todos creyentes?
Aunque es un error de traducción, y de transmisión, creo que fue el jefe quien dijo aquello de Es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos que un camello pase por el ojo de una aguja.¿Ha levantado la iglesia la voz contra los que tienen camellos en Suiza? Por cierto la bandera de este país es el viejo pendón de los templarios. Una inocente curiosidad.
Hoy en día, además, es muy peligroso hacer un chiste: siempre alguien se sentirá ofendido y menoscabado. Y siempre se utilizará para lograr lo que interesa. Por supuesto que hay chistes con muy mala pata y carentes de gracia. Pero no es menos verdad que también hay gente que se ha sentido ofendida por un libro como El muchacho del pijama a rayas. Es raro que los prisioneros, judíos por cierto, no se escaparan del campo de concentración cuando tan fácil le resultaba a un niño burlar la vigilancia de los nazis. ¿Eran zafios todos los prisioneros? Sí, hoy en día es muy peligroso hacer chistes. Somos incapaces ya de reírnos de nosotros mismos. Y todos tenemos derechos a juzgar a todos, menos a nosotros mismos. Y, repito, cualquier desliz se magnifica si se le puede sacar cualquier tipo de rédito político o del que sea. Por una tontería se puede acabar hoy en día en la guillotina.
Nada va a cambiar. Seguirán los insultos y las descalificaciones. Y no cejarán hasta que, quienes los utilizan, se hagan con el poder, y no para imitar a los gobernantes de la república de Platón sino para gobernar a sus anchas y a las de sus amigos. Sólo así se tranquilizarán y dejarán de mirar con lupa al contrario, aunque volveremos al principio. Terminemos por hoy, no obstante, con una nota optimista, una cita del bueno de Cicerón a la que nadie hará caso. Dice este en su libro Los oficios: “Los que gobiernan un estado no tienen medio mejor para ganarse el consenso de la gente que la moderación y el desinterés.” Pero, ojo, el consenso sólo lo quieren para que se les siga votando. Y la moderación es para los otros. Mantengamos las distancias.



[1]La corrupción del lenguaje público, del discurso institucional, falsifica todo el lenguaje. Sólo la palabra poética, que por el hecho de ser creadora lleva en su raíz la denuncia, restituye al lenguaje su verdad. He aquí uno de los ejes centrales de la función social (tan debatida y tan poco entendida entre nosotros) del arte: la restauración del lenguaje comunitario deteriorado o corrupto, es decir, la posibilidad histórica de “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. José Ángel Valente, Las palabras de la tribu. Tusquets editores, Barcelona, 1994, p.57

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