Para Carlos D.
Adolfo era primo de mamá, vivía en Córdoba y cada vez que bajaba a Buenos Aires me volvía loco para que lo llevara a la cancha de Boca a ver un partido.
El, fanático, quería ir pero no a otra cancha, Boca tenía que jugar en la suya sino no quedaba satisfecho. Ya de por sí era un tipo pesado, bastante mayor que yo y siempre aburriendo con chistes boludos; no parecía cordobés. Además y como si fuera poco teníamos que ir con toda la barra de mis amigos: Fito, el Negro López, Aníbal, José María, el Turco Tumane, Nené Scarcella y no podía faltar Agopi que lo divertía transmitiéndole el partido a Adolfo al mismo tiempo que lo veíamos, imitando a la perfección a Lalo Pelliciari, relator famoso de aquella época.
Y para que negarlo, escuchar la forma en que lo hacía era desopilante pero nosotros ya estábamos un poco saturados del asunto, suerte que el pariente caía a Buenos Aires una vez cada tanto.
Ese día decidimos ir a último momento y yo les avisé a todos, pero Agopi me dijo que fuéramos sin esperarlo el llegaría un poco más tarde, algunos domingos los dedicaba a acomodar el negocio -una mercería- que era su responsabilidad y con la cual mantenía a la familia: madre y hermanos. En esa época un comercio de barrio bien llevado no lo hacía a uno rico pero lo acercaba bastante a ser clase media, además Agopi era bueno como el pan y lo queríamos mucho.
Quedamos en encontrarnos donde siempre, la tribuna local en el primer piso del lado de los palcos, pero todo salió para el carajo.
Llegamos sobre la hora y no tuvimos más remedio que ubicarnos casi en lo más alto de la tribuna y en el medio, una cagada pero no quedaba otra.
Comenzó el partido y a la media hora Agopi no había llegado y Adolfo no hacía más que clamar por su relator, si parecía un bebé llorando por la teta materna ¿Dónde está Agopi? ¿Y si no nos ve? Nos tenía podridos no nos dejaba disfrutar el partido, me olvidé de decir que jugaban Boca y Racing, bravo el asunto.
Hasta que empezamos a preocuparnos, estaba por terminar el primer tiempo y nuestro amigo no aparecía, pero de tanto buscar lo vimos debajo, apoyado contra el alambrado.
Agopi era inconfundible: alto, cabezón y con una melena negra ruluda, una denuncia Armenia. Entonces y a los alaridos empezamos a llamarlo ¡Agooopi! ¡Agoooopi! Y dale que dale, al reverendo pedo porque no nos escuchaba a pesar de estar frente a nosotros, buscándonos también.
Entonces lenta, pero creciendo como una ola los que nos rodeaban iniciaron el coro que poco a poco invadiría todas las tribunas ¡Agooopi!, ¡Agooopi!, era la cancha entera gritando en un tono profundo, estremecedor.
Yo había sentido, otras veces, temblar la bombonera pero esa vez fue impresionante. Los hinchas estaban abriendo paso para darle camino a Agopi que ahora sí, nos vio allí en lo alto y poco a poco como un robot asustado arrancó la subida.
A todo esto al partido no le dábamos bola pero en un rapto de lucidez miré el reloj y me dí cuenta que faltaban dos o tres minutos para terminar el primer tiempo, entonces dejé de mirar a Agopi para ver que pasaba en el pasto; estaba Racing atacando en nuestra área del otro lado de la cancha, nosotros teníamos el arco de ellos debajo nuestro. Con resignación volví a mirar al responsable del quilombo; seguía subiendo, ya estaba por llegar a nosotros perseguido por el mismo coro espeluznante.
Creo que de toda la barra solo yo vi la jugada, alcé la vista cuándo Rojitas pisó la pelota dejando despatarrados a dos de Racing y se la tocó al Pocho Pianetti que con un taponazo impresionante la metió en el arco, bien abajo y en el ángulo, justo cuándo el arquero rival se daba vuelta distraído ya que la pelota la creía en nuestra área, para ver que pasaba ante griterío tan insólito.
El tiro fue tan feroz que así como entró, volvió a salir; para el guardavalla el gol no existió, no lo vió ¡Que boludo!
La hinchada de boca no tuvo mejor ocurrencia que gritar el gol al son de ¡Goool de Agooopi! ¡Gooool de Agoooopi!
Agopi estaba blanco como la harina, él que de blanco no tenía nada. Mientras tanto en el campo de juego se había armado el gran despelote entre los jugadores, el referí y el pobre arquero que se daba la cabeza contra un poste.
Decidimos irnos pasando lo más desapercibidos posible, pero el ¡Goool de Agooopi! nos siguó hasta la calle.
Adolfo no dijo nada, aceptó la huída porque creo que estaba cagado en las patas. Terminamos en mi casa donde una vez encendida la radio nos enteramos que el partido siguó y Boca ganó dos a cero.
Al otro día como Agopi era socio de Boca recibió un llamado telefónico personal de Alberto J. Armando; lo hacían Socio Vitalicio con derecho a utilizar un palco y sin pagar nada, además le regalaba una parva de Bonos de la Ciudad Deportiva que hoy tiene enmarcados en las paredes de la mercería.
El arquero de Racing no jugó nunca más y eso, desgraciadamente le provocó a Agopi tal remordimiento, porque ya lo dije era bueno como el pan, que después de tantos años, lo sigue lamentando y culpándose de la desgracia ajena.
Nosotros, los que aún sobrevivimos todavía nos meamos de risa al recordar esa tarde memorable y como premio Adolfo nunca más quiso ir a la cancha de Boca, es que la Bombonera no es para cualquier chabón.
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