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jueves, 26 de enero de 2012

INÁCIO EN LAS ALTURAS, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina

“Meu marido is grande y fornido”, solía contar Mara a quien quisiera escucharla. Y ahí estaba él para confirmar sus palabras. Enorme y eternamente ataviado con la camiseta roja del Inter de Porto Alegre. Llevaba el casco bajo el brazo aún cuando andaba a máxima velocidad en su moto, a los saltos, por las callejas empedradas de Torres, la bonita playa brasileña que lo vio nacer, donde trabajaba en la delegación policial.
Los que lo conocían entusiasmaban a los turistas contando sus hazañas. Narraban una persecución a piratas del asfalto en la que volaron tiros a diestra y siniestra, el rescate de la hija de un acaudalado empresario de Porto Alegre. Pero Mara, su mujer, conocía el mayor de sus secretos: Inácio tenía pánico de volar.
Probablemente ese temor no hubiese significado un gran problema para un europeo o un estadounidense que nacieron ubicados en el centro de la civilización y munidos del poder suficiente como para atraer hasta ellos todo lo que se les antojara. Pero Inacio había llegado al mundo como cuarto hijo de una familia de militares del Sur de Brasil.
Su infancia y su adolescencia fueron un ir y venir entre los estados del Norte y el Sur del gigantesco territorio de su país, siguiendo los destinos de la carrera de su padre. En pocos años conoció el sertón y la Amazonia, las sierras de Gramado y las playas de Río de Janeiro. Pero su familia jamás logró subirlo a un avión. Primero eran berrinches; luego, llanto descontrolado y finalmente vómitos y temblores violentos. Sus padres terminaron por aceptar su pánico y planificaban largas mudanzas en tren o micro.
“Tengo miedo de volar”, le confesó a Mara. Casi como una carta de presentación, el día en que la conoció. Ella, una bonita rubia gaucha prefirió tomárselo a broma. “Conmigo vas a sacar alas”, lo desafió.
Se amaron durante 40 años en los que recorrieron Brasil en un Fiat Siena. Mara no intentó cambiarlo y aceptó los temores de su hombre. Aprendió a disfrutar de vacaciones que eran una road movie y viajes de aniversario inconmensurables. Mientras tanto escondió en el baúl de los recuerdos sus sueños de conocer Europa o ver la ruptura del Glaciar Perito Moreno.
Para preservar la imagen de su hombre, valiente y fornido, ella siempre tenía una excusa a flor de labios. Se atribuía el pánico que Inacio se negaba a confesar, argumentaba claustrofobia a los lugares cerrados y antojo de disfrutar de la belleza de las rutas de su país.
El se apagó en sus brazos una mañana de octubre. Entre sus papeles, ella encontró una carta que le estaba destinada. Inacio pedía que lo cremasen y esparciesen sus cenizas desde lo alto. Daba lo mismo una avioneta o un parapente. Tenía la certeza de que así iba  a disfrutar del lugar al que nunca se había atrevido a llegar.

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