¿Quién habló, quién dijo que solo en la primavera, porque las flores estallan en múltiples suspensos, y el pavo real muestra su poderío a la hembra, abriendo el adornado abanico policromado de su cola, y los árboles se pueblan de laboriosas hormigas rojas que trajinan por sus hojas verdes, muy verdes, quién dijo, repito, que solamente en la primavera, Eros arrastra la sangre hasta llevarla al vértice, a la humedad de la boca anhelante y abierta?
Ah…, yo brindo por el otoño, y el sueño en que nos hunde cuando el viento arrecia, y las aves guardan silencio sobre las ramas desnudas de los árboles.
El otoño, como un viejo enfermo, catarroso, vuelto todo joroba, golpea insistentemente con su viento la puerta, y el frío entra por ella, y pone un paño gélido sobre las sábanas. Hielo sobre hielo. Solo los cuerpos amantes se defienden, calentándose los pies.
Pero los amantes, también se cubren con sus cuerpos, y no se demoran, pues los leños del brasero ya dejaron su antigua condición y ahora son brasas que incitan al agua a entrar en estado de ebullición.
Siempre se ha celebrado la primavera como la estación del amor. Que Marlbrough se fue a la guerra, que no sé cuándo vendrá, que en la primavera las flores visten sus mejores galas, que el colibrí persigue una ilusión, y el ciervo busca a la cierva a través del bosque, y el moscardón vuela tras la mosca, y patatín, patatán… Historias viejas que cuentan las abuelas y algunas tías con poca imaginación.
La mejor estación para amar, para ponerse a escribir el nombre de la persona amada en el vidrio humedecido de la ventana que da a la calle, es la del otoño.
Yo veo a los amantes cruzar abrazados las calles bajo el alumbrado público, y perderse tras el remolino de las hojas que el viento, loco viento, levanta, y sé de sus planes, y me quedo mirando la Luna, que se abandona, que se repite en las aguas, en el antiguo espejo del aljibe.
Vas al cine y te encuentras al salir de la función, con chicos que se besan mientras dudan entre ir a tomar un café bien caliente en el bar de la esquina o ir a encontrar la realidad de sus cuerpos bajo unas sábanas tibias, o un edredón.
Muchas mujeres son forasteras en la primavera. Solo nacieron para ser abrigadas con los brazos del hombre.
En el otoño, los árboles empiezan a perder sus hojas, y las cosas se visten de tristes, de personas cabizbajas, pero es el frío, el deseo imperioso de juntar el pecho con el pecho amado, lo que tira por los aires la fábula aquella que cuenta que la primavera es la madrina de los enamorados.
Te recuerdo como eras en el último otoño. / Eras la boina gris y el corazón en calma./ En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo. / Y las hojas caían en el agua de tu alma.
Así escribía Pablo Neruda a una mujercita de la que estaba enamorado.
Cuánta alegría tomar un café juntos, y oír cómo el viento, todo soplido, dice extrañas cosas, que el corazón enamorado no alcanza a entender, oh, misterio, pero que siente que trae un rugido, un mensaje de las ocultas y misteriosas zonas de la noche.
Saldría yo a la calle, con una caperuza, espantaría a los murciélagos, y me pondría una canción de loba triste en la boca esperando “todavía” que la Luna me diga que no todo está muerto, que la sangre busca por donde fluir, presurosa, para llegar a su destino, tan incierto como anhelado.
Ya no me hablen de la primavera, y de las rosas en flor, porque me río.
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