Todos los santos o endemoniados días, lo mismo, lo mismo. Si existe un infierno en el más allá, aparte del que nos toca padecer en el más acá, sus tormentos deben estar cimentados en la repetición.
La repetición incesante de las mismas órdenes, los mismos recuerdos, consejos, prevenciones, las mismas barajas perdedoras, las mismas piedras para el mismo pie, las mismas esperas, preguntas, respuestas.
¿A qué viene todo esto? ¿Tiene relación con lo que sucedió? Claro que la tiene. Yo no soy un infradotado, un imbécil. Las circunstancias adversas del destino me habían empujado a aceptar el trabajo en esa pizzería de mala muerte. Algo tenía que hacer para ganarme unos pesos.
Pero, a qué precio.
Los dueños eran dos tipos ya mayores y estaban emparentados. Por lo que pude saber llenos de plata, pero que no invertían casi nada en el negocio; total, igual vendían bien.
Mejor promedio general en el secundario y alguna incursión frustrada en la universidad por falta de medios para seguir los estudios. El viejo asunto de los pobres, sus ilusiones y los trabajos. Las viejas tiranías.
Pero esto no era lo que me preguntaba.
El asunto es que eran siempre las mismas pizzas, las mismas gaseosas, los mismos vinos baratos, las mismas empanadas grasientas, los mismos partidos de fútbol por televisión o los mismos terroristas de la música por la radio o los discos.
Pero lo que consumaba este panorama ominoso era que todos los días al comenzar mis tareas, recibía las mismas indicaciones: como tenía que disponer las mesas de afuera, las de adentro, los cubiertos, los platos, los vasos, los servilleteros, los saleros, como había que cortar las porciones de pizza, como se servían los pocillos con café, los pedidos, los sobrecitos con azúcar o edulcorante y seguían las indicaciones. Todos los días.
Y lo más infernal era que estas advertencias no se reservaban sólo para el inicio de las actividades, sino que eran repetidas hasta lo intolerable durante toda la jornada y siempre rematadas de tal manera como si estuviesen dirigiéndose a un tonto de nacimiento.
La maldita repetición de estos tipos no tenía fin.
Una noche no recuerdo en qué me equivoqué y me dijeron lanzando esta demanda: -¿Oye eres estúpido o qué?-
Pues, o qué, o sea tan harto que resolví darle un corte a esta situación de tortura, mejor dicho, dos cortes Su Señoría, para que estos dos agentes del infierno cesaran definitivamente de ejercer tamaños tormentos.
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