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jueves, 10 de marzo de 2011

LA AVENTURA, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


En el pueblo no había mucho para hacer. De eso estaban convencidos. Apenas unas vueltas en bicicleta a la plaza, unos baldazos en Carnaval y los partidos de fútbol con una pelota hecha con medias. Una vez por semana, la matiné de cine y ahí se acababa la diversión..
De sí que estaban los inventos del Negro! Esos mantenían al dúo de  hermanos bien entretenido!! Un día eran extrañas conservas en alcohol. Otro, un  preparado que, aseguraba el hermano mayor, tenía las mismas propiedades que la pólvora y, a la hora de la prueba final, terminaba incrustando una lata en el cielorraso de la cocina. Chichicito, el menor, no tenía grandes ideas, pero secundaba a su hermano mayor con fidelidad y admiración.
Un día las vueltas en bicicleta les parecieron cortas. ¡Había mucho mundo por descubrir, más allá del pueblo!. El Negro había estado leyendo las aventuras de Tom Sawyer con su amigo Huckleberry Fynn y soñaba con navegar las aguas del Mississippi  y hasta vivir un tiempo en una isla desconocida e inhóspita.
Pero Pellegrini quedaba a más de 500 kilómetros de la costa, en medio de un camino verde y plano de la llanura pampeana. Por allí cerca hubo indios y tolderías, y soldados, e incluso un fuerte, pero cien años atrás, cuando la zanja de Alsina.
A mediados de la década del ´40 el pueblo transcurría placidamente y lo único que rompía la monotonía era la llegada del tren. Sucedía los domingos. Al mediodía cargaba pasajeros y seguía hasta la capital más cercana, Santa Rosa; y por la noche pasaba en dirección contraria, rumbo a la maravillosa Buenos Aires.
Según decía el Negro, aquella era una ciudad increíble. Mucho mejor que las que salían en los libros. Estaban los grandes estudios de radio. Teatros inmensos donde tocaban las orquestas de tango, peor también las de jazz y estudios de cine donde hacían las películas que ellos veían en la matiné. Había librerías que estaban abiertas toda la noche y pizzerías que servían generosas porciones de muzzarella a toda hora. Razones había muchas y todas pesaban. Por eso en alguna siesta surgió la idea de escaparse a Buenos Aires. Quizás podían dejar una nota y llamar cuando llegasen para contar que estaban bien. Seguro que sus padres se iban a enojar, pero para ese entonces, ellos lo habrían visto todo.
Pero el tren para la Capital pasaba el domingo a la noche, y en el pueblo iba  a llamar la atención  ver a dos hermanitos de diez y siete años solos en el andén. Así que tenía que ser el que iba a Santa Rosa. El Negro lo tenía todo planeado. El jefe de estación le había contado que el tren apenas paraba a dejar pasajeros y cargar otros que querían legar a Santa Rosa. Pero que en aquella capital tampoco se demoraba más de par de horas para el recambio, y a la tardecita del domingo emprendía el viaje a Buenos Aires. De acuerdo con el plan del hermano mayor sólo hacía falta “colarse” en el tren cuando pasaba por el pueblo y lograr que no los viesen hasta que llegase a  Buenos Aires. Una vez allá comenzaría la aventura de sus vidas y, quien sabe, sino se quedaban definitivamente porque iban a buscar a la abuela que vivía en las afueras de la Capital.
Durante varias semanas los chicos abandonaron el juego con los amigos. Ya no se entusiasmaban por ir al monte a juntar fruta o experimentar con los más explosivos. Se pasaban la tarde en la estación conversando con el jefe. A veces, también recorrían con el dedo el trazado de un inmenso mapa de ferrocarriles, colgado en el andén.
El viernes a la noche, el Negro preparó un bolso con ropa para los dos. Eligió uno de cuero que acostumbraba llevar cuando salía a cabalgar con Turbio, el caballo que le habían regalado. A la mañana siguiente los hermanos no quisieron desayunar y fueron los primeros en acercarse al andén. Simulando que esperaban algún pariente que llegaba desde la Capital. Cuando el tren se detuvo se mezclaron con la gente que iba y venía y en cuestión de segundos ya estaban acomodados en el furgón.
Allí dentro del coche para paquetes y bultos, Chichicito y el Negro estaban solos. Entrecerraron la puerta y dejaron apenas un espacio mínimo, para ver el exterior. Por un momento, el tiempo pareció detenerse hasta que se oyó el silbato y las voces del guarda anunciando la partida, y el tren comenzó  a rodar.
Desde una rendija en el furgón que marchaba al final de la formación, vieron alejarse el andén, el bar donde los vecinos compartían el aperitivo, la plaza y el almacén de ramos generales. Vieron empequeñecerse la torre de la iglesia y el suelo del terraplén  comenzó a pasar vertiginosamente. Pasaron apenas unos cuantos minutos, pero la escapada de pronto no les pareció tan fantástica. Chichicito empezó a extrañar su bicicleta y un libro de cuentos que le leía su hermana mayor. El Negro pensaba en la comida que mamá Blanca estaría preparando para el almuerzo y en las matinés de los sábados que la familia pasaba en el cine. Los dos apretaron los puños y se esmeraron en que las lágrimas no se escapasen, mejillas abajo.
El más grande sintió que le correspondía tomar la determinación. Tenían que volver. Tomó a su hermano de la mano y recorrió los vagones en busca del guarda. Lo encontró en el coche comedor y le pidió que los llevase de vuelta al pueblo. “Imposible- aseguró el hombre- En unas horas tenemos que estar en Santa Rosa”.  Después quiso saber con quién viajaban y porqué querían volver. Se río a carcajadas con el relato del plan de fuga, pero les explicó que por cuestiones técnicas el tren no podía siquiera detenerse hasta llegar a Santa Rosa. Sugirió que fuesen pensando en comprar un pasaje de vuelta o quizás regresasen caminando.
Para ese entonces Chichicito sólo quería ver a sus papás y sus hermanos. El Negro no lo confesaba, pero tenía el mismo anhelo. Los dos le suplicaron al guarda que los ayudase. Inventaron la historia de una madre enferma que no podía resistir la noticia de la escapada de sus hijos..
El tren ya atravesaba el campo y el pueblo era apenas un punto gris en el horizonte. El guarda los miró con ceño  adusto y levantó el dedo en un gesto admonitorio: “Se van directo para casa y se sacan de la cabeza esas ideas de huidas fantásticas. Y, ojo que cada vez que pase le voy a preguntar al jefe de estación cómo se portan”.
Enseguida le gritó algo al maquinista y éste detuvo el tren en medio de la pampa. Los hermanos se tomaron de la mano, dieron un enorme salto y aterrizaron de rodillas sobre el suelo pedregoso. Ni siquiera se molestaron en limpiarse la ropa, y emprendieron una desenfrenada carrera a casa. “Esos dos sí que no se escapan más”, le comentó el guarda al maquinista cuando el tren entraba en Santa Rosa.

3 comentarios:

  1. ¡Hermoso! Esta narración nos transporta a una época tan querida y tan añorada, donde las travesuras infantiles no corrían otro riesgo que el de un buen susto. Podía pasar en Argentina o aquí, en Uruguay... nuestra historia es casi idéntica.
    Me gustó muchísimo el blog. Un abrazo,
    Eliza

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  2. Hola,me gusta mucho esta pagina.
    Hacia mucho tiempo que no encontraba una pagina que me entretuviera tanto como
    esta.
    Enhorabuena por vuestro trabajo.
    My webpage: vuelos a bangkok

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  3. ¡¡Muchas gracias por los elogios!! Un abrazo
    Eva y Carlos

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