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martes, 1 de marzo de 2011

TALLER DE NARRATIVA ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina


Alberto era un buen periodista. Y poco a poco se iba convirtiendo también en un buen escritor. Egresado de Letras y redactor de una revista pretenciosa de la zona norte, sus jóvenes treinta años tenían un enorme futuro. Sin embargo la muerte de su padre en enero de ese año y de su madre, seis meses después lo asaltó con la guardia baja. El trabajo lo seguía haciendo impecablemente, pero la ausencia de sus papás en un lapso tan breve hizo que su inspiración literaria se fuera al garete.
            Meses y meses sin escribir y sin tener a las musas de su parte, hicieron que hasta se replanteara su verdadera vocación.
            Alto, rubio y bien parecido, las aventuras amorosas no le brindaron el hálito mágico a la prolongada sequía, sino todo lo contrario. Lo resecaron aún más. Hasta que un día en la cafetería de la revista comentó este infortunio con un colega más experimentado que él y con dos libros escritos en su haber.
-          “Tenés que ir a un taller de narrativa” le escupió el Tano Calandri. “Si vos querés yo te puedo dar la dirección de uno que me recomendaron. Parece que es muy bueno. Yo no pude ir por falta de tiempo. ¿Querés el fono?”
Alberto le agradeció y le dijo que se tomaría unos días para pensarlo. Cuando meditó acabadamente el tema se le vino a la cabeza algo que había dicho Mauricio Carrera – el célebre escritor mexicano – a cuento de los talleres literarios. Pero no recordaba si era a favor o en contra. Le daba vueltas pero no se acordaba.
Un par de días después y luego de dos madrugadas en vela en las que espero infructuosamente que los hados de la inspiración acudieran en su ayuda, decidió que no era tan mala la idea de Calandri. Le pidió el teléfono y llamó. Se juntaban todos los jueves en San Isidro. Preferentemente venga bien vestido, le dijeron. Se puso lo primero que encontró – si vamos a escribir, pensó – y cuando llegó a la dirección que le había dado al remise, era una casona impresionante. Lo recibió un mozo con frac. Adentro habría unas treinta personas, todas vestidas con una elegancia que asombraba. Alberto se sintió muy mal y se prometió a sí mismo ir el próximo jueves al menos con su único traje.
El taller estaba realmente bueno, todos leían lo que habían producido y el coordinador – o algo así – al final de la charla les tiraba temas a modo de disparadores para que escribiesen los que estaban en la rueda. Todos lo recibieron con muy buena educación y alegría, pero la sorpresa vino cuando terminó la reunión. Eran cerca de las diez cuando se levantaron y en vez de despedirse pasaron al salón comedor. Para su agrado el taller incluía la cena. Estupendamente servida había manjares que él no supo reconocer, pese a sus considerables viajes. Se despidieron todos a eso de la medianoche, ahítos de comida y en un clima de fraternidad muy ameno.
A partir de entonces Alberto recuperó - para su felicidad – la inspiración que lo había abandonado meses antes. Comenzó a asistir con entusiasmo y casi fervor a los talleres que concluían inevitablemente con la pantagruélica cena. Luego de un par de meses el redactor se percató de un hecho que no era ajeno a ese nuevo universo. Cada semana desertaba un concurrente. Pero es bien sabido que hay que tener tesón y constancia en esas lides, y que en todos los talleres siempre alguien defeccionaba.
Sin embargo, a los seis meses de concurrir, el tema se volvió algo preocupante. Se habían incorporado tan sólo dos personas y habían dejado de asistir al menos diez, con lo cual los veinte que quedaban contaban cada vez con menos material para intercambiar.
Por otro lado, cada semana el coordinador del taller – Francisco, un prestigioso escritor caído en desgracia por razones que él no recordaba – al terminar la cena llevaba aparte a un integrante distinto del grupo, que casualidad del destino o qué, a la semana siguiente no aparecía. Era realmente llamativo, pero estaba tan entusiasmado que - ya sea por inocencia o por tonta hidalguía – era un fenómeno que el novel escritor se negaba a ver.
Todo ocurrió de repente un jueves de primavera. Los vapores del alcohol mezclados con un manjar exquisito hicieron que sus sentidos se embotaran. No sabe bien que ocurrió, pero cuando se quiso dar cuenta Francisco lo estaba llamando a la cocina. Todo nublado y turbio, Alberto alcanzó a ver cuando lo ataban en una larga mesada y dos o tres personas hablaban algo de la siguiente cena. Cuando el cuchillo bajó sobre su pecho se acordó de la frase de Mauricio Carrera. Era francamente contraria a los talleres de narrativa y decía algo así como “desconfía de las escuelas de escritores. La verdadera escuela de escritores eres tu mismo”. Lamentablemente era demasiado tarde, pensó Alberto mientras se preparaba para ser el plato del próximo jueves.

1 comentario:

  1. Gracias Alejandro. Me ha gustado mucho tu manera de contar. Me enganchaste con el comienzo, luego me interesó la idea y no pude evitar seguir leyendo su desarrollo. Te has comprometido al concluir y eso siempre es de agradecer. Muchos dicen que no hay mejor escuela que leer, escribir, compartirlo y escuchar las experiencias de los profesionales. Imagino que de los talleres de escritura salen tantos buenos escritores como entraron. Un saludo.

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