Llovía y estábamos con la nariz pegada a los ventanales del Bar, además de llover el viento amenazaba con convertirse en un huracán.
Casi no se veía la plaza de enfrente y los vidrios temblaban como si quisieran estallar en nuestras caras asustadas, con un susto casi de regocijo.
Es que deseábamos quedarnos para siempre tomando café y escuchando tangos, presos en ese lugar centenario sin otra obligación que no fuera hacer lo que se nos daba la gana: escribir, dibujar, leer o mirar el mundo pasar en un ocio delicioso, perfecto.
Allí no había tertulias y las conversaciones eran en voz baja, casi un murmullo religioso: en nuestros oídos el sonido del tango en un volumen justo, íntimo. ¡Y Díos nos mandaba este cataclismo que además alejaría a los turistas!
Queríamos ese fin de semana para nosotros solos. Y si en un acto arrojado alguien decidía salir del Café sería para chapotear en el añejo empedrado, para sentirnos parte de nuestra historia ¡Hasta podríamos descubrir nuestras tan buscadas y nunca halladas raíces, nuestro Ser Nacional!
Pero a causa de esa tormenta inesperada, fue que sufrimos el horror.
Porque el árbol cayó delante de nuestros ojos. Pasarán los años y ni aún el desastre más mentado, más televisado, nos hará sentir el dolor de ese momento.
El inmenso árbol con sus gruesos y largos tentáculos siempre cubiertos de hojas verdes, el más pequeño de los dos testigos mudos y cómplices en la vida de ese rincón único de la ciudad estaba derrumbado en el suelo de la plaza ¡Que pena nos invadió!
Ni siquiera esperamos que cesara de llover. Nos fuimos en fúnebre procesión dejando en manos del Honorable Municipio la tarea de recoger los restos del árbol; no queríamos ver lo que sabíamos de antemano sería un acto frío y rutinario.
Pero mientras la lluvia nos empapaba y el viento amagaba con hacernos levantar vuelo, nosotros, los deudos del árbol, decidimos hacerle nuestro postrer homenaje.
Y lo llevamos a cabo días después, cuando no quedaba ni una hoja olvidada sobre los viejos adoquines. Nos citamos antes del amanecer y al lado del aljibe, que estuvo junto a él toda su vida.
Fue emocionante ver a Matute el cuidador de autos, junto a los orfebres catalanes secos de carácter y con fama de testarudos, la florista Margot y la señora de las pulseras, con las barritas bravas de San Telmo y Avellaneda, tan enemigas y ahora hermanadas en el último homenaje, los galleguísimos dueños del Bar Británico al lado de Pico de Oro, el peluquero cuya fama trascendió el barrio.
Y rodeándonos, los perros de la plaza, tan amigos ellos del difunto. Llevamos guitarras y se entonaron tristes vidalas para rememorar su infancia, una canción de los Beatles recordando la fuga de los invasores ingleses, que pasaron a los piques por esa calle corridos por el pueblo en pañales, y tangos, muchos tangos que lo acunaron en su adultez y en su ancianidad. Los presentes derramamos abundantes lágrimas, ya no sería lo mismo la plaza sin el árbol.
Días después cuando inevitablemente surgieron los comentarios sobre la ceremonia nos sorprendió un hecho misterioso. No pretendo que nadie lo crea, pero cada uno de nosotros tuvo la experiencia más extraña de su vida: yo vi a mi tío que vivió en la calle Independencia angosta y murió trágicamente, entre el gentío de esa madrugada. Mi vecino el almacenero casi se infarta ante la visión de Remeditos de Escalada, corriendo desnuda con sus esclavas negras a bañarse en el río, la señora de Las Pulseras de Popea se quedó de una pieza al darse cuenta que a su lado estaba la hija del Almirante Brown chorreando agua con cara de ahogada. Y la linda Margot se desmayó cuando ante sus ojos pasó raudamente en su moto Francois, que hace años la dejó anclada en Buenos Aires.
Algo mágico nos rodeó y nos rodea en el barrio, por eso, cuando camino sus callecitas trato de pisar con delicadeza; no quiero molestar a nadie.
Qué lindo relato, Irene. Me encanta la emotividad con que ustedes pintan a sus barrios, pintados de tango y perfumados de malvón.
ResponderEliminarUn abrazo desde "la vereda de enfrente".
Eliza - eliza@montevideo.com.uy