Este terrible mes de julio, ya periclitado, se ha
caracterizado por un fiero calor, para todos, y por la lectura dolorosa, de
quien esto suscribe, de algunos libros, que me han rememorado otros, leídos
hace tiempo. No voy a hablar de todos y cada uno de ellos al completo, pues no
es mi intención hacer una crítica literaria de dichos libros, sino dar una
opinión, totalmente subjetiva, de algunos aspectos de los mismos.
Comenzando por el más antiguo, Ab urbe
condita, LXI Periochas, de Tito Livio, me ha llamado especialmente la
atención el momento en que Escipión el Africano llega a Numancia, se hace cargo
del ejército romano, y comienza el terrible asedio de la ciudad ibera.
Patéticas las palabras de Escipión, en traducción libre, de prohibir a sus
soldados matar a los enemigos cuando estos salieran a forrajear, a proveerse de
alimentos, pues cuanto más sean, dice, menos les durará el trigo y el agua. Los
iba a rendir por hambre, ya que no podía hacerlo por las armas. Algunos
numantinos, pese a todo, murieron luchando contra el enemigo, imagino que ni
podrían sostener las espadas entre las manos; otros se lanzaron los unos contra
los otros dándose muerte mutuamente, y los demás, al parecer, junto con mujeres
y niños, se suicidaron. No hay ninguna descripción, tal vez a Livio no le
interesara, de las consecuencias de la hambruna y de lo terrible de la
situación, cercados y sin comida. No se dice nada sobre mujeres, niños y
ancianos. No se oye el llanto de ningún niño pidiendo algo de comer. En el
libro de Livio, historiador nacionalista donde los haya, no interesa sino
destacar la inteligencia de Escipión, la vuelta a la férrea disciplina del
ejército romano, y su espectacular triunfo. Las personas no cuentan. Y menos si
son bárbaros.
No hace mucho estuve de nuevo en Numancia. Allí,
y antes de que entraran varios grupos de turistas, conducidos por un guía
disfrazado de legionario romano, solo, me pregunté, una vez más, para qué tanta
muerte y tanto dolor. ¿Qué sentido había tenido todo aquello? No encontraba
respuesta que me satisfaciera... Mal que bien me contestaba a mi pregunta a
través de la ambición de unos personajes, y la falta de visión de otros.
Significativa, en estos tiempos que corren, la muerte de Viriato, traicionado
por los suyos por unas monedas. Al parecer trató de unificar a todas las
tribus, sin conseguirlo, para hacer frente a Roma. Y esta necesitaba tierras,
que nunca repartía. Por eso los senadores podían disfrutar de tantas casas y
villas en Roma, Pompeya o donde fuera. Y por eso los legionarios viajaban
tanto.
El comportamiento de los romanos en Hispania tuvo
muy poco de ejemplar, si es que lo tuvo en algún lugar[1]. Pero la
guerra, claro está, tiene su lógica. Y todo vale con tal de ganar una batalla,
o unas kilómetros cuadrados de tierra de labranza, acompañada de sus
correspondientes esclavos.
No es nada dada la épica a fijarse en el
sufrimiento humano. No es esa su misión, sino cantar la fuerza del héroe, su
irresistible empuje en el campo de batalla, su valor y su esfuerzo. Comenzando
por la primera obra épica, que olvida el sufrimiento de los sitiados, habrá que
esperar a una obra tan terrible como Las troyanas, para imaginar,
levemente, lo que supone, sobre todo para mujeres y niños, perder una guerra,
la de Troya en este caso. Muerte, humillación, concubinatos con los asesinos de
los maridos y los hijos y hasta de los nietos. Pasar a ser esclavos, nada.
Antes de la invención de la pólvora, de la
artillería, las ciudades, castillos o fortalezas, se rendían o por traición o
por hambre. En ninguna obra se describe esta terrible situación con la fuerza
que consigue hacerlo don Benito Pérez Galdós en Gerona, uno de los
tantos episodios nacionales. Patética resulta la descripción que hace
del hambre que pasan los niños, del desaliento, de la desmoralización, y de la
salida a la superficie del más tiránico de los egoísmos: “En la batalla, la
vista del compañero anima; en el hambre, el semejante estorba”[2]. No se
puede decir con mas sencillez.
Paseando por entre las ruinas de Numancia, antes
de que el legionario, seguido por una tropa irregular comenzara su recorrido,
me pregunté si no me estaba planteando una pregunta equivocada: ¿Y tanta muerte
y destrucción, para qué, qué sentido tenía? No encontraba ninguna respuesta
satisfactoria como no fuera la ambición desmesurada, o la cosificación del
hombre, mucho mejor explicada por don Benito: “Don Mariano Álvarez no ve en el
cuerpo humano sino una cosa con que rellenar los cementerios, y que, si no puede
servir para batirse, no sirve para nada.”[3]
La artillería del siglo XIX no era tan potente
como para que una ciudad, bien amurallada, no pudiera hacerle frente. Y en ese
caso, se recurría a la vieja arma utilizada en Numancia, al hambre. La cosa
llega a tal extremo en Gerona que no por una rata, sino por una figurita
de alfeñique dos personas llegan a las manos y casi a la propia destrucción,
tras una enconada pelea sin más armas que las propias. En el último momento,
sin embargo, uno recupera el sentido común: “Quedéme paralizado, dudaba si era
hombre, reflexioné rápidamente sobre el sentimiento que me llevara a tan
horrible extremo, y al fin, atemorizado por mi asombro, huí despavorido de
aquel sitio”.[4]
Desde que leí los Episodios nacionales, de
don Benito, nunca lo he podido evitar: Numancia, lo que queda de ella, siempre
me ha recordado a Gerona. Y las tropas de Napoleón, aquel que quería llevar la
revolución francesa a todo el mundo, a las legiones romanas, que impusieron el
latín, clásico o vulgar, con unos métodos muy poco ortodoxos pero muy eficaces.
Siempre, no obstante, me he quedado con las ganas de saber, y parece que esto
es imposible, qué pensaba un legionario romano de todas aquellas guerras y
hambrunas en las que estaba participando. ¿Se puede aproximar a la mentalidad
de un legionario el pensamiento de un personaje del siglo XIX? “La mejor
batalla del mundo, hija mía, será aquella en que perezcan todos los soldados de
los dos ejércitos contendientes”.[5] Creo que
no. Seguramente Escipión pensaría que tenía razones de peso y de sobras para
cercar por hambre a Numancia hasta rendirla; y los numantinos y Viriato para
luchar por sus tierras.
Con la mentalidad de hoy, consideramos que la
llegada de los romanos a la península, así como la de los cartagineses, fue una
invasión. Ahora bien, ¿existía el concepto de tierra, patria o algo similar en
aquellos momentos? Si observamos el celo con el que los romanos defendían sus
lares, no queda la menor duda que existía el concepto. ¿Y por qué no podía tenerlo
un lusitano o un numantino? Lo tuvieran o no, se vieron sometidos a unas
guerras y a unas situaciones verdaderamente bestiales. Y la diferencia que
media entre Numancia y Gerona, ambas sufriendo unas terribles hambrunas, pone
bien a las claras lo poco que avanza la humanidad. Eso por no hablar de guerras
más recientes, la guerra civil española, o la revolución rusa, perfectamente
retratada, desde este punto de vista del hambre y de la necesidad, en el libro
de Manuel Chaves Nogales, El maestro Juan Martínez que estaba allí. El
maestro Juan Martínez sí que le da la razón al personaje galdosiano: “Llegué a
la conclusión de que, aproximadamente, había tantas víctimas de los rojos como
de los blancos. Era un balance desolador, porque no podía uno inclinarse a ningún
lado con la esperanza de hallar un poco menos de ferocidad en algún platillo de
la balanza. Asesinos rojos o asesinos blancos, ¿qué más daba? Todos asesinos.”[6]
Algo
similar iba a suceder en la Guerra de la Independencia española. “La guerra de
la Independencia fué la gran academia del desorden”[7].
El ejército casi estaba desaparecido, así que los guerrilleros se hicieron
cargo de la guerra. Y ya se puede imaginar uno, desmitificando la situación, lo
que sucedió: “No me hable usted de los guerrilleros, que si hay en la tierra
plebe inmunda digna del presidio, ellos lo son. Compónense las partidas de los
asesinos, ladrones y contrabandistas de cada lugar, con los más holgazanes, que
son casi todos. Hacen la guerra por robar, no por echar de aquí a los franceses;
y si algún día se acabaran estas misas, el rey Fernando tendría que colgarlos a
todos para poder reinar en paz.”[8]
Sabido es que los guerrilleros saqueaban los pueblos que antes habían saqueado
los franceses dejando a la población sin nada que llevarse a la boca. Más
hambre y desolación.
Todos
ladrones y asesinos, pero no todos pasaban hambre. Habla tanto de ella el
maestro Juan Martínez, durante la revolución rusa, que sólo por ello ya merece
la pena leer el libro. Y le da tanta importancia que fue ella, el hambre, quien
determinó la victoria: “Pero los rojos eran unos asesinos que pasaban hambre y
los blancos eran unos asesinos ahítos. Se estableció, pues, una solidaridad de
hambrientos entre la población civil y los guardias rojos. Unidos por el hambre,
arremetieron bolcheviques y no bolcheviques contra el ejército blanco, que
tenía pan. Y así triunfó el bolchevismo. El que diga otra cosa miente; o no
estuvo allí, o no se enteró de cómo iba la vida.”[9]
Los numantinos, por el contrario, fueron derrotados. Y muchas personas, en
Gerona, murieron de hambre.
Por desgracia ni todos los días, ni todos los
cursos, es posible llevar a los alumnos a ver Las troyanas para hacerlos
reflexionar sobre la guerra y sus consecuencias. Ahora bien, gracias a las
pizarras digitales, a los discos, y a las nuevas tecnologías, les hice ver una
película que no les gustó mucho por lo que de revulsivo tenía y por no ser de
aventuras. Hablo de la película china Ciudad de vida y muerte, de Lu
Chuan, director que, según parece, tuvo algún problema en su país porque en la
película hacer aparecer un japonés que es bueno, o, al menos, no tan malvado
como el resto de sus conciudadanos. Es una película dura, muy dura. Rodada en
blanco y negro, como toca.
Terribles las escenas en las que las mujeres
chinas, reunidas como un ganado en una iglesia de la derrotada ciudad, se
tienen que ofrecer voluntarias al ejército japonés a cambio de alimentos y leña
para sus padres e hijos. Prostituirse, y en qué condiciones, para que coman sus
hijos. Terribles las escenas en que las sacan reventadas, muertas, desnudas, a
carretadas, ante la indiferencia de la soldadesca, que canta alrededor de un
piano. Creo que sobran los comentarios. Tal vez al gobierno chino le interese
mantener un recuerdo maniqueo de aquella guerra para justificar el odio actual
a su vecino.
Aquí, en Hispania, y cito un último libro[10], se
mantuvo el recuerdo de otra guerra ganada, con su correspondiente dosis de
hambruna, con la que se justificó una larguísima posguerra llena de odios y
rencores, represión y muerte. Tratarían de borrarla, parcialmente, y pasados
muchos años, con aquella gran mentira llamada la Transición. Esta la hicieron
quienes ganaron la guerra, o sus hijos. Y tal vez eso explique la miseria de
aquellos años y la hediondez de los actuales. En realidad en la historia no
existen los cortes radicales: unas cosas llevan a otras, y apenas si varían
estas de aquellas.
Este muy bien documentado libro, apasionante,
reconstruye los años que van de 1962 a 1996. Aquí estaríamos hablando de otro
tipo de hambruna no menos seria que la anteriores. Y de los tejemanejes de unos
y otros por mantenerse en el poder, usurpado y mantenido tras una guerra civil
y una posguerra llena de sangre, plomo y tristeza. Es un libro luminoso, con una
ingente cantidad de información, y nada complaciente con nadie. Si la gran
cantidad de guerrilleros y frailes en el siglo XIX, sirve, tal vez, para
explicar aquello de “¡Vivan las cadenas!”, quizás el mandarinato y la cacareada
transición, ni tan feliz ni tan gloriosa como nos la han querido vender, sirva
para explicar la miseria y la podredumbre de muchos de los políticos y de las
políticas de hoy en día, herederos de los modos y maneras de los de ayer.
Parece como, una vez más, si nos estuvieran empujando a otra nueva hambruna. No
es de extrañar, al fin y al cabo, Vulpes pilum mutat sed non mores. ¿Por
qué la política aquí siempre está alejada del más mínimo sentido de la ética?
[1] Se puede leer un resumen muy
completo de dicho comportamiento en Historia de Roma, Theodor Mommsen,
Libro IV. La revolución. Editorial Turner, Madrid, 1983, ps. 11 y ss.
[2] Benito Pérez Galdós, Gerona,
XI
[3] Ibídem XIV
[4] Ibídem XIX
[5] B.Pérez Galdós, La batalla
de los Arapiles, XXX
[6] Manuel Chaves Nogales, El
maestro Juan Martínez que estaba allí, Barcelona, 2010, p.216
[7] Benito Pérez Galdós, Juan
Martín el Empecinado, V
[8] Benito Pérez Galdós, El
equipaje del rey José, XVIII
[9] Manuel Chaves Nogales, El
maestro Juan Martínez que estaba allí, p. 221
[10] Gregorio Morán, El cura y los
mandarines, historia no oficial del Bosque de los Letrados. Madrid, 2014
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