No, hoy tampoco he conectado la
televisión; y apenas si les he echado un vistazo a las primeras
páginas de los periódicos. Aburren una y otros por tanta
vulgaridad, por tan chabacanos análisis de la realidad, y por la
repetición, una y otra vez, de las mismas noticias. Aunque de esto
último poca culpa tengan ellos. No obstante, de vez en cuando
podrían ir a pescar en otros caladeros más interesantes que los que
ellos frecuentan.
Creo que fue Nietzsche quien dijo
que le daba gracias a los dioses por no tener que ocuparse todos los
días del imperio romano. Sí, esa despreocupación tiene que ser una
bendición de los dioses. Tal vez los dioses quieran más a unos
países que a otros; y les permitan, a los bien amados, tales
actitudes. Los otros, los olvidados, tenemos que estar, siempre, ojo
avizor sobre el imperio, o, mejor dicho, sobre sus apestosas
cañerías. Raro es el día que no nos sorprende la noticia de que
otro ayuntamiento, diputación o sede, y por ende, más políticos,
está involucrado en una de las tres o cuatro tramas de corrupción
que hay, y que, al final, siempre es una y la misma: vivir, y de la
mejor forma posible, a costa de los demás.
Y
siempre, ante la vieja noticia repetida un día y otro día, sale el
bufón de turno, o los bufones, a veces en tromba, alguno hasta con
máscara de drama satírico, para negar lo innegable, o decir que les
da asco cuanto está sucediendo con los políticos de su partido y
con la corrupción. Es posible que les produzcan vascas y cámaras
tanto robo, vulgaridad y compadreo; pero nadie se va, nadie renuncia,
nadie dimite. El olor de la corrupción y de la podredumbre, por lo
visto, es muy agradable. Aquello de non
olet pasó
a la historia. También puede suceder que algunos, muchos, se hayan
metido en política porque ni sirven para eso ni, seguramente, para
nada más. Más cornadas da el hambre, dicen. Y así aguantamos el
asco y la corrupción como las moscas el estiércol.
No recuerdo si fue la madre de
Dashiell Hammett, o la de Raymond Chandler, quien le dijo a su hijo
que una mujer que no sabe comportarse en la cocina de su casa, con
toda probabilidad tampoco sepa hacerlo en el resto de las
habitaciones. La anécdota tiene su miga. Y cada cual, por supuesto,
la puede interpretar como quiera; pero es aplicable, con su
implacable lógica, a estos llamados partidos políticos de mangas
anchas para sí mismos y miras estrechas para los demás. Si los
jefes de los mismos, o las jefas, no se enteran de lo que se cocina
en sus casas, no sé cómo pueden pretender gobernar un país con
tantos platos típicos, arroces y guisos distintos. Si no se enteran
de los montones de cucarachas que pululan por su cocina, a saber lo
que habrá debajo de las camas. Oírlos callar, o hablar, cuando ruge
la marabunta, para no decir nada, es patético, verdaderamente
patético. Y se repiten una y otra vez. Hasta la saciedad. Y unos y
otros dicen lo mismo, que es nada. Palabrería.
En la televisión, al menos hasta
cuando yo la veía, salían más los políticos que los cómicos. Y
sí, hay que ocuparse del imperio romano un día y otro día, y otro
día, pues nadie representa a nadie, y menos a quien no votó. Estos
pretendidos políticos cada vez se parecen más a los pastores que
denunció el bueno de Cipión, ¿o fue Berganza?, cuando una noche,
harto de salir corriendo tras el lobo, azuzado por los rabadanes, se
quedó cabe la majada; y descubrió que no había tal lobo, que eran
los mismos pastores quienes mataban a los cabritos, azotaban a los
perros delante del amo para mostrar su diligencia y cuidado, y se
aprovechaban de aquellas carnes que ellos mismos habían horadado
como si fueran lobos quienes las hubieran desgarrado. El bueno de
Cipión, o de Berganza, abandona a los pastores con las orejas
gachas, como Tomás Rodaja, alías el licenciado vidriera, agachó
las suyas para ir a morir en Flandes ya que no podía malvivir en su
patria. Y ahora, para más burla y escarnio, se gastan un dineral en
buscar los huesos de Cervantes. ¿No sería mejor buscar su esencia,
su sangre, su humor, su literatura? Tal vez eso suponga un ímprobo
esfuerzo.
Ya de bien joven oí a una joven
profesora, llenándome de admiración, explicando en una clase que la
lengua trabaja con el mínimo esfuerzo posible, “como casi todos”-
añadió. Y para demostrarlo nos puso el ejemplo que luego se
convertiría en clásico: con una tilde se cambia el sentido de una
palabra: fábrica, fabrica; o con una simple consonante sonora o
sorda: boda, poda. Fue una revelación. Y no cabe duda de que aquella
joven y agradable profesora tenía toda la razón del mundo, no sólo
en lo que a la lengua se refiere, sino al mínimo esfuerzo que
hacemos las personas en cuanto podemos, que es casi siempre. Y claro
está, es mucho más fácil mandar a unos señores a picar paredes, y
a otros a examinar unos huesos que maldita la utilidad que tienen,
que preparar a buenos profesores, en buenas universidades, a fin de
conocer la obras de Cervantes que es, al fin y al cabo, donde está
él, el inmortal Cervantes, para que luego transmitan ese saber por
colegios e institutos. Pero, por supuesto, cuatro picos y cuatro
palas salen más baratas que una buena universidad y un conjunto de
buenos y preparados maestros. Eso sí, siempre saldrán tenderos
alegando que quieren que esté allí la tumba de Cervantes porque así
hay más turismo y más consumo de limonada, que es de lo que se
trata.
Por otra parte, y en consonancia con
esto, cada vez, si es que todavía la hay, tenemos una literatura,
unos libros, más desustanciados y carentes de interés. Algunos de
esos libros, por muy pomposo nombre que le pongan, literatura de usar
y tirar, sólo sirven para hacer lo último. Son novelas y ensayos
para estómagos vegetarianos, o estómagos que no han ido más allá
de los biberones y los potitos. Una de nuestras mejores novelas del
siglo pasado, la mejor sin duda, creo que hoy ni se lee ni se
recuerda. Cierto es que no tuvo continuación, tal vez por la
temprana muerte de su autor, o tal vez porque novelas así surgen una
vez cada cien años, siglo arriba, siglo abajo. En esta novela hay
uno de los homenajes más bellos, y posiblemente certeros, que se han
escrito nunca sobre don Miguel de Cervantes:
“La
historia del loco y todas las otras historias admirables no fueron
nada esencial para él sino fatiga divertida, muñequitos
pintarrajeados, hijos espurios que tuvo que ir echando al mundo para
precisamente (y ésta es la última verdad) al no ganar dinero, al no
cobrar sus débitos, al malcasar la hija, al no lograr mercedes, al
ser despreciado y olvidado hasta en las ansias de la muerte poder no
enloquecer.”1
Ahí
está don Miguel para quien quiera encontrarlo. Tarea harto difícil,
pues a falta de buenos profesores que lo hagan próximo en las aulas,
tiramos mano de una absurda “traducción”, del pico y de la pala.
La guinda que colma el pastel de las humanidades que, sabido es,
llevan años pasando por una de sus peores épocas2.
Y no solamente por el olvido, absurdo, del griego y del latín sino
hasta de la propia lengua y de la propia literatura, que se ha
transformado en soporíferos cuentos de viejas cuando no en
literatura de usar y tirar. Como el papel higiénico.
Pocos años después de que aquella
joven profesora me descubriera que la lengua trabaja con el mínimo
esfuerzo, también oí otra frase que me dejó paralizado durante
unos breves segundos: “el pueblo que ignora su historia, está
obligado a repetirla”. Se dijo a grito pelado en una asamblea
universitaria. Y sí, creo que el voceras tenía razón. Así que di
en estudiar historia. Pero lo historia no sólo son los hechos o
gestas de los grandes hombres, o de los pequeños. Hay más, mucho
más.
Estos días, sin la televisión ni
los periódicos, he vuelto a disfrutar de la relectura de algunos
viejos libros. Con todo el tiempo libre del mundo, gozando de él, me
planteé porqué no leer las obras en su lengua original. No tenía,
ni tengo, ninguna prisa. Y creo recordar que también fue Nietzsche
quien dijo, más o menos, que leer a los clásicos, griegos y
latinos, es el arte de aprender a leer despacio. El gusto de paladear
las palabras.
Y
quizás por casualidad, como suele suceder en estos casos, cayó en
mis manos la obra de Salustio, Bellum
Iugurthinum. En
mi época de estudiante comenzó ya la decadencia de los estudios de
griego y latín. Aún así, y, sobre todo, a cursillos, cursos muy
actuales, comienzo a defenderme en esta lengua. Leyendo a Salustio,
con calma y tranquilidad, no he podido por menos de acordarme de
muchas cosas. Y de lamentar la inopia cuando no la ceguera de los
ministros de cultura y de quienes los amparan. Pero, claro, quizás a
ellos tampoco les interese aprovecharse de las enseñanzas de los
viejos maestros. No les iría nada mal leerlos y paladearlos.
Cuenta Salustio que deseando Micipsa
deshacerse de su peligroso sobrino, Yugurta, lo envió a la guerra de
Numancia. Yugurta no era tonto: en Numancia actuó mucho y habló
poco; hizo regalos, se atrajo la simpatía de muchos, entre ellos la
de Escipión el Africano. Pero este no se dejó embaucar. Y terminada
la guerra se llevó a Yugurta a su tienda para regalarle unos cuantos
consejos. No tiene desperdicio el más importante de ellos: “neu
quibus largari insuesceret: periculose a paucis emi quod multorum
esset”. Y que no se acostumbrase a ganárselos, a los romanos, con
regalos, pues es muy peligroso comprar a unos pocos lo que es de
todos.
Como no podía dejar de suceder,
Yugurta, muerto Micipsa, se deshace de sus primos, y se apodera del
trono. Reparte montañas de oro entre los senadores romanos, en Roma
todo está en venta, y consigue frenar el ataque romano. Pero no
tenía suficiente oro para tanto hambriento, pues la ambición no
tiene fondo. Nunca. Y él mismo, defraudado, tiene que abandonar Roma
no sin lamentos: “Urbem venalem et mature perituram si emptorem
invenerit!” Ciudad venal que perecería rápidamente si apareciera
un comprador.
Pero ¿quién puede comprar a toda
una ciudad? Y además, en esta, siempre queda algún rescoldo, a
veces llamas, de la vieja honradez. Y al final, Yugurta, olvidado
aquel consejo de no intentes comprar a unos pocos lo que es de todos,
perece.
Nunca me ha parecido Yugurta un
personaje especialmente inteligente. Se puede mover, y hacer lo que
hace, matar a sus primos, apoderarse del trono, declarar la guerra,
como muchos políticos de hoy en día, porque cuenta con el
beneplácito de un senado corrompido y ansioso de su oro. Por
supuesto que la inmensa mayoría de los senadores también ignoraba
que tenía la cocina llena de cucarachas. No tenía mucha
importancia. A los senadores sólo les preocupaba la aparición de
los Gracos, de aquellos que, rompiendo el orden establecido por los
mayores, querían repartir las sagradas tierras que eran de ellos, de
los senadores entre el pueblo, el famoso populus. Una infamia.
A
veces me da la impresión de que todo se repite, aunque con unos
métodos más o menos civilizados, por llamarlo de alguna forma. Y
llegados a este punto, alucinando como don Quijote, he llegado a
pensar que estudiar hoy en día latín y griego tiene un cierto sabor
a rebeldía, a entrar en una tierra de promisión desde la que se
contempla todo con una claridad meridiana. Tal vez me equivoque, pero
es una extraña sensación que tengo. Por cierto, espero que nadie
vaya a buscar los huesos de Salustio o de Yugurta. Y que cada vez
hagan falta menos traducciones para entenderlo. O muchísimas más,
depende de como se mire. Vale.
1Luis
Martín-Santos, Tiempo de silencio. Seix
Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 1985, p. 77
2Es
muy recomendable, al respecto, la lectura del libro del profesor
Rodríguez Adrados, Humanidades y enseñanza, una larga lucha.
Taurus-Alfaguara, Madrid,
2002
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