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viernes, 28 de agosto de 2015

IGNORANCIA SUPINA, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España.



No, hoy tampoco he conectado la televisión; y apenas si les he echado un vistazo a las primeras páginas de los periódicos. Aburren una y otros por tanta vulgaridad, por tan chabacanos análisis de la realidad, y por la repetición, una y otra vez, de las mismas noticias. Aunque de esto último poca culpa tengan ellos. No obstante, de vez en cuando podrían ir a pescar en otros caladeros más interesantes que los que ellos frecuentan.



Creo que fue Nietzsche quien dijo que le daba gracias a los dioses por no tener que ocuparse todos los días del imperio romano. Sí, esa despreocupación tiene que ser una bendición de los dioses. Tal vez los dioses quieran más a unos países que a otros; y les permitan, a los bien amados, tales actitudes. Los otros, los olvidados, tenemos que estar, siempre, ojo avizor sobre el imperio, o, mejor dicho, sobre sus apestosas cañerías. Raro es el día que no nos sorprende la noticia de que otro ayuntamiento, diputación o sede, y por ende, más políticos, está involucrado en una de las tres o cuatro tramas de corrupción que hay, y que, al final, siempre es una y la misma: vivir, y de la mejor forma posible, a costa de los demás.
Y siempre, ante la vieja noticia repetida un día y otro día, sale el bufón de turno, o los bufones, a veces en tromba, alguno hasta con máscara de drama satírico, para negar lo innegable, o decir que les da asco cuanto está sucediendo con los políticos de su partido y con la corrupción. Es posible que les produzcan vascas y cámaras tanto robo, vulgaridad y compadreo; pero nadie se va, nadie renuncia, nadie dimite. El olor de la corrupción y de la podredumbre, por lo visto, es muy agradable. Aquello de non olet pasó a la historia. También puede suceder que algunos, muchos, se hayan metido en política porque ni sirven para eso ni, seguramente, para nada más. Más cornadas da el hambre, dicen. Y así aguantamos el asco y la corrupción como las moscas el estiércol.
No recuerdo si fue la madre de Dashiell Hammett, o la de Raymond Chandler, quien le dijo a su hijo que una mujer que no sabe comportarse en la cocina de su casa, con toda probabilidad tampoco sepa hacerlo en el resto de las habitaciones. La anécdota tiene su miga. Y cada cual, por supuesto, la puede interpretar como quiera; pero es aplicable, con su implacable lógica, a estos llamados partidos políticos de mangas anchas para sí mismos y miras estrechas para los demás. Si los jefes de los mismos, o las jefas, no se enteran de lo que se cocina en sus casas, no sé cómo pueden pretender gobernar un país con tantos platos típicos, arroces y guisos distintos. Si no se enteran de los montones de cucarachas que pululan por su cocina, a saber lo que habrá debajo de las camas. Oírlos callar, o hablar, cuando ruge la marabunta, para no decir nada, es patético, verdaderamente patético. Y se repiten una y otra vez. Hasta la saciedad. Y unos y otros dicen lo mismo, que es nada. Palabrería.
En la televisión, al menos hasta cuando yo la veía, salían más los políticos que los cómicos. Y sí, hay que ocuparse del imperio romano un día y otro día, y otro día, pues nadie representa a nadie, y menos a quien no votó. Estos pretendidos políticos cada vez se parecen más a los pastores que denunció el bueno de Cipión, ¿o fue Berganza?, cuando una noche, harto de salir corriendo tras el lobo, azuzado por los rabadanes, se quedó cabe la majada; y descubrió que no había tal lobo, que eran los mismos pastores quienes mataban a los cabritos, azotaban a los perros delante del amo para mostrar su diligencia y cuidado, y se aprovechaban de aquellas carnes que ellos mismos habían horadado como si fueran lobos quienes las hubieran desgarrado. El bueno de Cipión, o de Berganza, abandona a los pastores con las orejas gachas, como Tomás Rodaja, alías el licenciado vidriera, agachó las suyas para ir a morir en Flandes ya que no podía malvivir en su patria. Y ahora, para más burla y escarnio, se gastan un dineral en buscar los huesos de Cervantes. ¿No sería mejor buscar su esencia, su sangre, su humor, su literatura? Tal vez eso suponga un ímprobo esfuerzo.
Ya de bien joven oí a una joven profesora, llenándome de admiración, explicando en una clase que la lengua trabaja con el mínimo esfuerzo posible, “como casi todos”- añadió. Y para demostrarlo nos puso el ejemplo que luego se convertiría en clásico: con una tilde se cambia el sentido de una palabra: fábrica, fabrica; o con una simple consonante sonora o sorda: boda, poda. Fue una revelación. Y no cabe duda de que aquella joven y agradable profesora tenía toda la razón del mundo, no sólo en lo que a la lengua se refiere, sino al mínimo esfuerzo que hacemos las personas en cuanto podemos, que es casi siempre. Y claro está, es mucho más fácil mandar a unos señores a picar paredes, y a otros a examinar unos huesos que maldita la utilidad que tienen, que preparar a buenos profesores, en buenas universidades, a fin de conocer la obras de Cervantes que es, al fin y al cabo, donde está él, el inmortal Cervantes, para que luego transmitan ese saber por colegios e institutos. Pero, por supuesto, cuatro picos y cuatro palas salen más baratas que una buena universidad y un conjunto de buenos y preparados maestros. Eso sí, siempre saldrán tenderos alegando que quieren que esté allí la tumba de Cervantes porque así hay más turismo y más consumo de limonada, que es de lo que se trata.
Por otra parte, y en consonancia con esto, cada vez, si es que todavía la hay, tenemos una literatura, unos libros, más desustanciados y carentes de interés. Algunos de esos libros, por muy pomposo nombre que le pongan, literatura de usar y tirar, sólo sirven para hacer lo último. Son novelas y ensayos para estómagos vegetarianos, o estómagos que no han ido más allá de los biberones y los potitos. Una de nuestras mejores novelas del siglo pasado, la mejor sin duda, creo que hoy ni se lee ni se recuerda. Cierto es que no tuvo continuación, tal vez por la temprana muerte de su autor, o tal vez porque novelas así surgen una vez cada cien años, siglo arriba, siglo abajo. En esta novela hay uno de los homenajes más bellos, y posiblemente certeros, que se han escrito nunca sobre don Miguel de Cervantes:
“La historia del loco y todas las otras historias admirables no fueron nada esencial para él sino fatiga divertida, muñequitos pintarrajeados, hijos espurios que tuvo que ir echando al mundo para precisamente (y ésta es la última verdad) al no ganar dinero, al no cobrar sus débitos, al malcasar la hija, al no lograr mercedes, al ser despreciado y olvidado hasta en las ansias de la muerte poder no enloquecer.”1
Ahí está don Miguel para quien quiera encontrarlo. Tarea harto difícil, pues a falta de buenos profesores que lo hagan próximo en las aulas, tiramos mano de una absurda “traducción”, del pico y de la pala. La guinda que colma el pastel de las humanidades que, sabido es, llevan años pasando por una de sus peores épocas2. Y no solamente por el olvido, absurdo, del griego y del latín sino hasta de la propia lengua y de la propia literatura, que se ha transformado en soporíferos cuentos de viejas cuando no en literatura de usar y tirar. Como el papel higiénico.
Pocos años después de que aquella joven profesora me descubriera que la lengua trabaja con el mínimo esfuerzo, también oí otra frase que me dejó paralizado durante unos breves segundos: “el pueblo que ignora su historia, está obligado a repetirla”. Se dijo a grito pelado en una asamblea universitaria. Y sí, creo que el voceras tenía razón. Así que di en estudiar historia. Pero lo historia no sólo son los hechos o gestas de los grandes hombres, o de los pequeños. Hay más, mucho más.
Estos días, sin la televisión ni los periódicos, he vuelto a disfrutar de la relectura de algunos viejos libros. Con todo el tiempo libre del mundo, gozando de él, me planteé porqué no leer las obras en su lengua original. No tenía, ni tengo, ninguna prisa. Y creo recordar que también fue Nietzsche quien dijo, más o menos, que leer a los clásicos, griegos y latinos, es el arte de aprender a leer despacio. El gusto de paladear las palabras.
Y quizás por casualidad, como suele suceder en estos casos, cayó en mis manos la obra de Salustio, Bellum Iugurthinum. En mi época de estudiante comenzó ya la decadencia de los estudios de griego y latín. Aún así, y, sobre todo, a cursillos, cursos muy actuales, comienzo a defenderme en esta lengua. Leyendo a Salustio, con calma y tranquilidad, no he podido por menos de acordarme de muchas cosas. Y de lamentar la inopia cuando no la ceguera de los ministros de cultura y de quienes los amparan. Pero, claro, quizás a ellos tampoco les interese aprovecharse de las enseñanzas de los viejos maestros. No les iría nada mal leerlos y paladearlos.
Cuenta Salustio que deseando Micipsa deshacerse de su peligroso sobrino, Yugurta, lo envió a la guerra de Numancia. Yugurta no era tonto: en Numancia actuó mucho y habló poco; hizo regalos, se atrajo la simpatía de muchos, entre ellos la de Escipión el Africano. Pero este no se dejó embaucar. Y terminada la guerra se llevó a Yugurta a su tienda para regalarle unos cuantos consejos. No tiene desperdicio el más importante de ellos: “neu quibus largari insuesceret: periculose a paucis emi quod multorum esset”. Y que no se acostumbrase a ganárselos, a los romanos, con regalos, pues es muy peligroso comprar a unos pocos lo que es de todos.
Como no podía dejar de suceder, Yugurta, muerto Micipsa, se deshace de sus primos, y se apodera del trono. Reparte montañas de oro entre los senadores romanos, en Roma todo está en venta, y consigue frenar el ataque romano. Pero no tenía suficiente oro para tanto hambriento, pues la ambición no tiene fondo. Nunca. Y él mismo, defraudado, tiene que abandonar Roma no sin lamentos: “Urbem venalem et mature perituram si emptorem invenerit!” Ciudad venal que perecería rápidamente si apareciera un comprador.
Pero ¿quién puede comprar a toda una ciudad? Y además, en esta, siempre queda algún rescoldo, a veces llamas, de la vieja honradez. Y al final, Yugurta, olvidado aquel consejo de no intentes comprar a unos pocos lo que es de todos, perece.
Nunca me ha parecido Yugurta un personaje especialmente inteligente. Se puede mover, y hacer lo que hace, matar a sus primos, apoderarse del trono, declarar la guerra, como muchos políticos de hoy en día, porque cuenta con el beneplácito de un senado corrompido y ansioso de su oro. Por supuesto que la inmensa mayoría de los senadores también ignoraba que tenía la cocina llena de cucarachas. No tenía mucha importancia. A los senadores sólo les preocupaba la aparición de los Gracos, de aquellos que, rompiendo el orden establecido por los mayores, querían repartir las sagradas tierras que eran de ellos, de los senadores entre el pueblo, el famoso populus. Una infamia.
A veces me da la impresión de que todo se repite, aunque con unos métodos más o menos civilizados, por llamarlo de alguna forma. Y llegados a este punto, alucinando como don Quijote, he llegado a pensar que estudiar hoy en día latín y griego tiene un cierto sabor a rebeldía, a entrar en una tierra de promisión desde la que se contempla todo con una claridad meridiana. Tal vez me equivoque, pero es una extraña sensación que tengo. Por cierto, espero que nadie vaya a buscar los huesos de Salustio o de Yugurta. Y que cada vez hagan falta menos traducciones para entenderlo. O muchísimas más, depende de como se mire. Vale.

1Luis Martín-Santos, Tiempo de silencio. Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 1985, p. 77

2Es muy recomendable, al respecto, la lectura del libro del profesor Rodríguez Adrados, Humanidades y enseñanza, una larga lucha. Taurus-Alfaguara, Madrid, 2002

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