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viernes, 21 de agosto de 2015

LLORANDO SIN ALEGRIA, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España.


Decir a estas alturas que, en un artículo, incluso en un libro o en varios, se puede alcanzar a decir todo sobre cualquier tema, es, cuanto menos, una simpleza. Es imposible en una película, por ejemplo, que dura un par de horas, más duración no la soporta el espectador, contar toda la vida de un personaje: siempre habrá algo que se quedará en el tintero o en la cámara. Ahora bien, el artista tiene que dar la sensación de plenitud, de obra acabada, de que allí no hace falta añadir nada más. ¿Cabe más ternura, acaso, en cualquier cuadro de Velázquez dedicado a los bufones? ¿O en el de su mujer Juana Pacheco como la Sibila de Cumas? Y, sin embargo, cuelgan de una pared; se abarcan de un vistazo. Cosa distinta es cuánto tiempo somos capaces de estar delante de ellos con los ojos bien abiertos.

Estas reflexiones vienen a cuento de algunos comentarios, nada maliciosos, hechos por una feliz amiga a raíz de las limitaciones de los artículos, las novelas y de todo en general. Es algo con lo que se cuenta, y que tampoco debe preocuparnos mucho. Ninguna obra humana es perfecta y acabada, aunque muchas lo parezcan, pues como críticos estamos, tal vez, mucho más limitados que el artista que creó su obra. Es él, el artista, quien por regla general nunca queda plenamente satisfecho con el resultado.
“Intuyo -me escribía esta amiga- que no has pretendido ser exhaustivo en tu último artículo; y quizás la brevedad sea una virtud. Pero no deja de sorprenderme que hablando de la guerra y del hambre, en el citado artículo tuyo, ni siquiera nombres al mejor texto que se ha escrito nunca sobre el hambre.”
Tal vez sea yo un poco temeroso, o una persona un tanto insegura; pero siempre he creído que hay que ser moderadamente prudente a la hora de utilizar los adjetivos. Ignoro, desde luego, cuál es el mejor texto que habla sobre este o aquel tema. Hay textos muy buenos, y que han hecho fortuna; otros malos, exaltados por diversos intereses; y muchos, seguramente, desconocidos y dignos de elogio.
“No me atrevería a decirte -le repliqué a mi crítica amiga- si el mejor fragmento sobre el hambre lo escribió Pérez Galdós, o Manuel Chaves, o cualquier otro que he olvidado o desconozco. Sí que te digo, sin ningún temor a equivocarme, que Galdós es un excelente novelista, el mejor después de Cervantes, -y soy muy injusto con Leopoldo Alas-, y que los libros de Manuel Chaves no tienen desperdicio. Como comprenderás, por otra parte, ni me lo he leído todo, ni podría hacerlo; sobra decir que es imposible.”
Quizás también esté de más decir que me quedé con ganas de conocer el texto, sobre el hambre, que según mi amiga era lo mejor que se había escrito nunca. Le pedí, pues, la información a través de otra carta, breve. Y a los pocos días, cosa que me encanta, recibí un paquete: era un regalo, el libro que tanto adoraba mi amiga.
No conocía ni al autor ni a su obra. El libro se lee fácilmente. Lo terminé en un par de tardes. Está muy bien escrito. Es un clásico. Y se entiende, perfectamente, dado el tema que trata, que se haya hecho lo posible y lo imposible porque pasara desapercibido, sin pena ni gloria, o que fuera alimento solo de tres o cuatro conocidos y amigos. Uno de los tantos autores “olvidados”. Se trata de Manuel de la Escalera, y de su obra, Muerte después de Reyes. Es el diario escrito en la cárcel, nada escabroso, de un condenado a muerte tras la guerra civil española. Es un testimonio impresionante. Y sí, efectivamente, las páginas que tiene sobre el hambre son magníficas, escritas con una prosa que ya quisieran para sí muchos de los premiados y galardonados en este país. Baste con citar unas líneas. Habla del hambre:
“La conocí en París, en los años de bohemia. Tenía el aspecto de una adolescente demacrada, el semblante pálido comido por unos grandes ojos negros donde luchaban, como en todas las muchachas de su edad, la sensualidad con la inocencia. Vivimos nuestro idilio, primero en un hotel de la Rue Saint Sulpice, luego en una calleja tras la Sorbona.”[1]
Pasea con ella por París, y en un rasgo de humor, se encaminan al mercado de Les Halles, el vientre de la gran ciudad, el recuerdo de Zola, y todos aquellas montañas de alimentos a los que jamás tendrán acceso. Pero el hambre es algo más, mucho más:
“La clarividencia de aquella mujer acabó asustándome. Comprendí que no debía dejar mi juventud en sus brazos y decidí abandonarla, huir de ella. No fue fácil. Para lograrlo tuve que dejar París, renunciar a lo que más quería.”[2] Creo que no hace falta añadir nada más. O hambre o realidades más o menos llevaderas. Y la caridad, después, a los que halla en similar situación. Unas breves reflexiones del autor sobre esta le hacen comprender lo absurdo de la misma, pues no soluciona nada: “Entonces comprendí que, sólo poniéndose en pie, podría aquella legión famélica salvarse. Y que la salvación tenía que ser obra de ellos mismos.
Perdido el resplandor que mi ilusión juvenil le había otorgado, la vi fea, horrenda, como era: una Gorgona que asolaba el mundo, y aprendí que era imposible huir de ella, porque estaba en todas partes.”[3]
Y vuelve a estar en muchos lugares, podríamos añadir, de los que ya la creíamos erradicada. Y muchos se siguen jugando la vida por huir de ella. El Mediterráneo, mar de culturas.
Le volví a escribir a mi amiga dándole las gracias por el libro, y diciéndole cuánto me había gustado el mismo. Y efectivamente, son bellísimas las páginas dedicadas al hambre. Aunque lo mismo, pese al tema, se puede decir de todo el libro. Y a partir de ese momento, la reflexión que hicimos ya no tuvo nada que ver con el hambre, sino con la cultura y su difusión, las censuras y los encumbramientos. ¿Cómo un libro de estas características, tan magnífico, ha podido estar oculto durante tantos años? La respuesta es muy sencilla: por ser el autor quien era, un combatiente de la guerra civil, del bando perdedor, por contar lo que cuenta en el libro, y por estar en el poder el bando ganador o sus representantes. La historia, sabido es, la escribieron los vaqueros.
Es posible que, en algún momento determinado, hace siglos, un premio literario, o artístico, o cinematográfico, se otorgara a la obra que se merecía el premio y el galardón; pero demasiado a menudo, y últimamente siempre, se ha visto lo contrario: predominar el sentido crematístico, o el amiguismo, o la politiquería, sobre la calidad de la obra en sí. Creo recordar, le escribí a mi amiga, que cuando a García Márquez, premio Nobel de literatura del año 1982, le mostraron la galería donde están los cuadros de aquellos que ganaron el mismo premio que él, el hombre confesó que apenas si conocía a unos cuantos. ¿Se otorga el premio Nobel por calidad literaria o por otras causas que nada, es un decir, tienen que ver con la literatura? Si tenemos en cuenta que se lo negaron a Pérez Galdós para dárselo a Echegaray, está todo dicho. Y sabido es lo que sucede con los premios literarios en este corralón lleno de sol.
Un cierto amigo, librero él, me decía hace años que el rugby es un deporte de bestias practicado por caballeros, y que la industria del libro es una industria de caballeros llevada por bestias. Seguramente será así, y mi amigo tendrá razón. Una editorial, al fin y al cabo, es un negocio; y no se abre un negocio para perder dinero. No obstante, siempre me ha extrañado, cada vez que entro en una librería, ver tales montones de novedades, de libros acabados de publicar, cada vez más gruesos, y con más páginas, más desustanciados y deslavazados. Montañas y montañas de novedades que se renuevan con una facilidad sorprendente. Y siempre me pregunto lo mismo: ¿Alguien compra esos mamotretos? ¿Los lee alguien? Tampoco deja de asombrarme que todos los inicios de curso, todos los estantes y expositores de las librerías se llenen, hasta rebosar, de las mismas obras: hay cien mil ediciones del Lazarillo, doscientas mil de selecciones de rimas y leyendas de Bécquer, varios cientos de Celestinas, innumerables Quijotes, hasta traducidos al español actual que, por lo visto, no era el de Cervantes, y así hasta agotar la paciencia del transeúnte de librerías. Estas se parecen a las grandes ciudades: las calles llamadas turísticas están abarrotadas de personas, cámara y botella de agua en ristre; la calle vecina, que sólo tiene el encanto de un rincón, de su soledad, de una silenciosa estatua de un personaje no muy conocido, está horra de personal. Los libros de poesía, en cualquier librería, no ocupan ni dos palmos de una mesa camilla.
¿Quién decide los libros que se han de publicar y quién no? ¿Se ha de basar siempre todo en la cuestión crematística? ¿Y si se crea una editora nacional ha de estar siempre al servicio de la voz de su amo? Recuerdo una vez que en cierta clase de lengua, cuando yo era joven, un alumno, en la universidad, harto de estas cosas, dijo, a voz en grito que “¡la literatura española es una mierda ya que no es otra cosa que alabanza del poder o cobarde y cómplice silencio!” Ni qué decir tiene que nos escandalizó a los bien pensantes, que al pobre profesor le dio un sofoco, y que algo de razón no le faltaba al enfadado compañero.
Pero ya hace años se dijo aquí que escribir es llorar. Y, una de dos, o los poderes, o el poder, no se han leído, y es lo más posible, a Mariano José de Larra, o los editores, ¿dónde están aquellos que editaban, por ejemplo la Guía espiritual, de Miguel de Molinos? ¡Qué prosa, Dios, qué prosa!, los editores, repito, saben de qué campos no van a ganar ni para cubrir gastos: “El genio ha menester del eco, y no se produce eco entre las tumbas”[4], máxime si los editores, los jugadores de rugby con balón de papel, trabajan para las tumbas, estas dirigen el cotarro, y los muertos, que son muy vivos, eliminan a todo aquel que les puede hacer sombra. Dios sabe la cantidad de obras que habrá por ahí pendientes de una mano de nieve. Manuel de la Escalera nombra a uno, Francisco Burgos Lecea sobre el que ya anda mi amiga buscando obras. Hay más, unos cuantos más. No le faltaba razón a Azorín cuando decía lo que decía, aunque él lo hacía por otros motivos, que, tal vez, vienen a ser los mismos: la pereza y la inercia de críticos y profesionales de las letras. La pereza, la inercia unido al miedo a atreverse a publicar aquello que no es camino conocido y transitado. Por no hablar de los diversos tipos de censura. Y de intereses nada confesables.




[1]     Manuel de la Escalera, Muerte después de Reyes, Akal, Madrid, 2015, p. 61
[2]     Ibídem, p. 62
[3]     Ibídem, p.62
[4]     Marino José de Larra, Horas de invierno, en obras completas, Cátedra, Madrid, 2009, I, p. 1006

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