Tengo que
reconocer que el edificio me gustó de entrada. Convengamos en que por entonces
yo era un recién llegado de Arrecifes y era mi primera experiencia en un
departamento. En el campo tenemos casas con “patio”, jardín y quincho y nadie
concibe vivir apiñado con el vecino. Pero me había propuesto ser escritor y el
sueño me había traído a Buenos Aires donde me anoté en la Facultad de Filosofía
y Letras y me empleé como administrativo en la empresa de un amigo de mis viejos.
Así
había llegado al edificio de San Juan y 24 de Noviembre en busca de una
vivienda económica. Una parienta lejana me dio el dato de una amiga que en él
se alquilaba un dos ambientes y me pareció justo para mí. Quedaba en el quinto
piso y tenía un balcón a la calle que daba
a la avenida San Juan.
Lo
primero que me llamó la atención fue la edad de mis vecinos. La mayoría eran
parejas mayores o jubilados solos que recibían bien de vez en cuando la visita
de sus hijos. En la primera semana de convivencia descubrí que eran gente de
hábitos muy arraigados: almuerzo antes de las 12, cenas tempranas, rigurosa
siesta y un cese total de actividades pasadas las 10 de la noche. Ninguna de
esas cosas me molestaba así que una vez que decidí que jamás podría invitar a
mis compañeros a estudiar en mi casa, decidí dedicar las noches de absoluto
silencio para leer todos los textos que me demandaba la cursada.
Hasta
aquella madrugada de verano en la que estaba enfrascado en las cartas de
Flaubert mientras escribía Madame Bovary. Había elegido leer en el dormitorio
para evitar el sonido del tránsito sobre San Juan. Entonces a través de la
ventana que daba al pozo de aire y luz escuché algo parecido a un gemido. Lo
atribuí a un murciélago o alguna otra alimaña nocturna pero comenzó a repetirse
con mayor intensidad al punto que me obligó a interrumpir la lectura.
Así
que me acerqué a la ventana que estaba
abierta para atrapar alguna brisa inexistente en una noche bochornosa y me
asomé para ver si identificaba el origen de aquellos ruidos. No lo conseguí ya
que todo era silencio y oscuridad en las ventanas vecinas. Pero el gemido, que
para entonces era un jadeo persistía.
Aunque
no había palabras era claro que aquel sonido provenía de la garganta de una
mujer. También que acompañaba un acto sexual y que aquella chica, que se me
antojaba joven, la estaba pasando de maravillas. Lo confirmé cuando el jadeo se
convirtió en un aullido que rasgó la noche.
Fue
entonces cuando algunos de mis vecinos de hábitos diurnos manifestaron su
disconformidad. Primero tímidamente y luego con mayor convicción empezaron a
surgir chistidos y expresiones de censura de variado tenor: “¡Degenerada!”,
“Impúdica”, “Este es un edificio para familias y no para prostitutas” y otras
por el estilo que denotaban reproche, enojo y quizás un dejo de envidia.
Pero
ella no se dejó influenciar por la condena generalizada que surgía del pozo de
aire y luz. Sus gritos fueron creciendo en intensidad y pasaron del ronroneo de
una gata en celo al alarido de una diosa que reclamaba algo que era muy suyo,
una ofrenda votiva que su compañero había ido a depositar en su altar.
Para
ese entonces ya había renunciado a los sufrimientos de Flaubert y su ama de
casa soñadora y estaba en cuclillas junto a la ventana para captar cada uno de
los sonidos que salían de la garganta de aquella mujer desconocida. Siguieron
los bramidos durante un rato y alguno que otro quejido y casi pude imaginarme
su boca cuando aquellos ruidos salían de ella. Pude ver su cuerpo desnudo,
imponente y cuasi animal y aquella cama en la que gozaba, pegada a la ventana
del patio interno del edificio.
No
quise ni pude construir ninguna hipótesis sobre su compañero. Los rugidos de la
diosa tapaban cualquier sonido que él pudiese emitir. Uno podía haber pensando
que ella era una bestia en celo enfrascada en un culto solitario de no haber
sido por los gritos mediante los cuales le exigía a su pareja que no se
detuviese, lo alentaba a seguir o lo premiaba con epítetos cariñosos.
Mientras
los gritos iban in crescendo me sentí bañado en transpiración. Cada aullido de
aquella mujer despertaba en mi cuerpo sensaciones inesperadas. La presentía tan
cerca que quizás, hubiese podido tocarla con sólo extender la mano. Cada
milímetro de mi piel estaba alerta y respondía a los sonidos que salían de esa
garganta.
Hasta
que llegó el estallido final que fue un clamor grave y profundo y terminó de
pronto en una exhalación. Yo me fui con ella, donde quiera que estuviese y no
tuve fuerzas para retomar Flaubert. Me dormí mirando el trozo de cielo oscuro
que se veía a través de la ventana abierta soñando con la diosa en celo con la
que había gozado esa noche.
(*) Seudónimo
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