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viernes, 7 de febrero de 2014

LOS TRAJERON LOS BARCOS, por Irene Avilés, de Buenos Aires, Argentina


Odio los velorios, los cementerios, los funerales y todo lo que rodea a ese hecho tan natural  e inevitable como es la muerte.
Será por la parte andaluza de mi sangre que tomo a la susodicha con respeto, sí, pero estoy  acostumbrado a nombrarla casi sin temor.
Y digo casi, porqué después de todo soy humano y cuánto más lejos mejor, pero si viene la tengo que aceptar: nacer y morir es el ciclo del hombre y, no hace falta tanto escándalo porque total ya está, no hay vuelta.
Comprendo el dolor, porque lo he sentido, comprendo el derramar lágrimas de pena ya que, nunca veremos más a ese ser que nos abandonó, y a veces nos deja con remordimientos por mil cosas que nos asaltan pensando en el muerto que no veremos más, para remediar los errores cometidos y los hechos no cometidos, pero éste velorio, ¡Fue de terror!

Murió el padre de un amigo de la infancia, Pochito, muy amigo, de esos que duran toda la vida, amigo que es como un hermano pero no impuesto, sino elegido.
¡Si conoceré a la familia! El mismo barrio, los mismos conocidos, gustos afines y años de vernos y no vernos, pero siempre presentes para lo que fuera.
El padre era tano y para colmo calabrés. Con mi amigo no se hablaban desde que él repitió tercer año de la secundaria, comían en la misma mesa, dormían bajo el mismo techo, festejaban cumpleaños, navidades, casamientos: años enteros sin dirigirse la palabra, todo por haber repetido tercer año del secundario, a pesar que luego Pocho se recibió en Letras, Profesorado de Historia, Latín, Griego, Licenciado en la Universidad del Tango, becado por la Dante Alighieri en Italia para perfeccionar el idioma en la Universidad  de Reggio Calabria y todavía sigue estudiando lo que venga y le guste.
El tano tenía corralón de materiales y había hecho mucha plata, capo mafioso entre los suyos siempre andaba con revolver en el cinto y un cuchillo que parecía el sable de San Martín: todo esto me lo confesó mi amigo a través del tiempo, el hombre no titubeaba para vengar ofensas y era temido como a la peste.
La madre de Pocho odiaba profundamente a los calabreses, siendo también italiana y le contó que el bisabuelo del padre, un tal “Maluninu” que decían allí en el pueblo de Calabria cuna de la familia, era “Figlio dei Averno”, había arrastrado de los pelos a una monja montaña abajo porqué, según él, lo miró mal.
Con semejante prosapia las cosas acá en la Argentina no iban a cambiar: Pocho fue testigo siendo niño, de la guerra que se desató a la muerte de su abuela paterna, ya que llegado el momento de repartir la herencia y los bienes entre el padre de mi amigo, sus hermanos, hermanas y respectivos conyuges, no encontraron por ningún lado una joya muy valiosa y según como me la describió Pocho era más que valiosa, valiosísima: un pequeño huevito Fabergué de tres centímetros con dibujos que el no recuerda que representaban, totalmente hecho en diamantes, rubíes, esmeraldas y oro sobre su característico esmalte.
Los indignados parientes le juraron venganza; D´Adráguetta calabresa, y se despellejaron los nudillos del índice a mordiscones
Lo acusaban a él y por algo sería, el tano Pecoraro consideraba que tenía derecho a hacer su voluntad cayera quién cayera y haciéndoles frente les dijo que si encontraba el huevo se lo tragaría, con tal de no verlo en manos de ellos.
Y se murió, y llegó el velorio. De entrada me encontré con las mujeres rodeando el ataúd y a los gritos, tirándose de los pelos como si lo que más desearan fuera quedar calvas de dolor y una vieja, que después supe era prima lejana, golpeando la cabeza rítmicamente contra la pared: ¡Pum!, ¡Pum!, ¡Pum! ¡Con alma y vida la bruta! 
Si lo hubieran querido, vaya y pase, pero todos sabíamos que era odiado hasta por los mosquitos.
Yo estaba estático ante el espectáculo cuándo vi a Pochito a mi lado: -No tuve tiempo de avisarte de éste rito costumbrista, pero es mejor así, después no me digas que no te doy temas para una obra de teatro, un grotesco estaría bien, me dijo irónicamente.
Para huir del quilombo me lo llevé a tomar un café con “Mezza parla”, un vecino al cuál adorábamos, verdadero erudito en música clásica, jazz, tango, cine, ópera, coleccionista de mil cosas, pero con un problema para hablar: su mente era más rápida que la lengua y a veces costaba trabajo entender lo que decía, por eso le habíamos puesto el mote; debíamos adivinar la mitad de las palabras.
Ese día estaba tan serio a causa del, para su entender, dolor de mi amigo, que milagrosamente su charla era pausada y clarísima, lo que con mirarnos nada más, nos hizo tentar por lo absurdo de la situación.
Después de una buena horita de descanso del sainete neorrealista, no tuvimos más remedio que volver.
Todavía no sé como hicimos para calmar a esos desorbitados: habían echado a las mujeres al patio con la orden, que ellas ni soñaban desobedecer, de no entrar hasta que ellos lo dispusieran, y estaban esperando a Pocho para exigirle una autopsia del cadáver con el objeto de rescatar el huevo, que estaban seguros yacía en el estómago del muerto.
Querían su venganza y no se moverían de allí hasta verla cumplida.
-       ¡Si no llamás a un forense, que le dicen, lo rajo con mi cuchillo pero el huevo se lo sacamos!. dijo a los gritos un tío político de mi amigo y los demás con cara de juramentados avalaban sus palabras.
A todo esto, la madre de Pocho, mucho más inteligente que el resto de los  familiares que habían convertido su vida en un infierno (Pocho no la perdonaba, porque la quería muchísimo, el haber aguantado al padre tantos años, no lo entendía) Digo, la madre llamó a la policía y llegaron justo cuándo ya estaban los adoradores de la venganza lanzándose sobre el cajón.
Al entrar los de uniforme, el griterío mujeril en el patio se volvió intolerable, yo pienso que ancestralmente gozaban el sufrimiento ritual y callarlas hubiera sido un pecado.
La policía del barrio nos conocía a todos y todos los conocíamos a ellos, no era la primera vez que habían puesto orden en la casa de velatorios obligada para nosotros, es decir para nuestros difuntos.
A regañadientes los parientes varones permitieron que se cerrara el cajón, mientras las mujeres repetían los llantos escandalosos y la prima lejana volvió a dar cabezazos retumbantes contra la pared.
La casa mortuoria puso a nuestra disposición varios coches y combis comodísimas para llegar al cementerio privado donde llevarían al muerto, y yo elegí ir con “Mezza parla” para relajar mis nervios.
El viaje fue largo, camino a La Plata; un lugar precioso si no fuera destinado “al descanso eterno” como anunciaba el cartel de la entrada.
Se rezó un responso con todo el mundo aparentemente calmado, nos ofrecieron café, té, torta, gaseosas, todo de primera.
Pero se hacía largo el asunto, hasta que pasadas hora y media o más, apareció un señor con una urna muy paqueta que depositó en manos de la madre de Pocho.
El silencio fue estridente en los desorbitados ojos de los parientes, no se lo esperaban.
Lo único que se podía quemar y desaparecer del huevo era el esmalte.
La madre de mi amigo miró a todos desafiante con el marido en las manos y me vino a la mente la figura de Antígona; Pocho me susurró al oído – Yo siempre te dije que los calabreses éramos descendientes de los Dioses del Olimpo.
Y le creí, pero nunca más iría a un velorio tano y mucho menos calabrés.
Los otros días fui a la casa de mi amigo y mientras conversaba con la madre no pude menos que advertir el suntuoso anillo con esmeraldas y diamantes que lucía en lugar de la alianza, que ya no llevaba. Ella también era de la familia. 

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