Tito era obeso desde que tenía memoria. Los años de la escuela fueron un padecimiento eterno para él. Doce años de burlas y sinsabores permanentes. Luego la vida. Un pasar decoroso, aunque ninguna mujer quiso nunca acercársele a menos de dos metros.
Los viajes, en cualquier terreno que fuera, eran un suplicio. Siempre dos asientos, desde que tenía uso de razón. Y no es que Tito no hubiera apelado a todas las formas conocidas y por conocer para bajar de peso. No. Balón gástrico, la dieta de la luna, la dieta del sol, encierro de una semana en El Diquecito. No había caso, Tito comía y comía. Su vida era la comida y no había nada que lo saciase.
La única habilidad conocida que tenía, era la peculiaridad de simplemente flotar sobre el agua. Sabe Dios los misterios de la física, Tito se acostaba sobre cualquier superficie acuosa y simplemente ¡flotaba! Jamás se hundía. Era como si el mar le devolviese en un instante mágico todos los sinsabores que había padecido en su larga y tediosa vida.
Fue así que tomó la decisión. Y una madrugada destemplada de abril fue a la Bristol, en Mar del Plata, y cual una Alfonsina con forma de cachalote se dejó llevar. Y a medida que las olas lo iban alejando de la costa Tito se fue sintiendo más y más feliz. Nunca más se supo de él.
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