Ellos estaban de luna de miel. Inesperada y mágica. Él recién se había recibido de politólogo y ya tenía un buen trabajo en el Estado, como asesor del Ministro estrella. Ella era maestra y había conseguido miles de horas de clase en un colegio cerca de la casa. La vida les sonreía como a nadie. Se iban a casar en marzo, pero cosas de la vida y de ciertos imprevistos, quedó embarazada unos meses antes y debieron acelerar el trámite.
Ella se encargó de la fiesta y la luna de miel quedó en manos de él. No se le ocurrió mejor idea que acudir a un viejo favorecido por sus dotes de influyente en el Ministerio – a la sazón agente de viajes – que le consiguió quince días de ensueño en La Florida.
Una semana en los parques de Disney y otra en Miami, todo pago, hoteles cinco estrellas, paseos hermosos. Luego de cansarse de las montañas rusas recalaron en el “Eden Rock”, viejo hotel art decó, de la década del ’50, justo al lado del Hotel Fontainebleau, donde alguna vez supo hospedarse Arturo Frondizi con su esposa cuando fueron a su luna de miel. Decorado enteramente con pana verde, playa privada y suite nupcial increíble, el “Eden Rock” era el hotel fastuoso, suntuoso y untuoso, ideal para los mieleros. Piano de cola negro en el lobby, servicio de habitación impecable, los jóvenes argentinos no tenían de qué preocuparse.
La primer noche él le pidió al pianista “algo para argentinos” de “Honneymoon” y al músico no le ocurrió mejor idea que la de despacharse con un “No llores por mí Argentina” que le sacó a ella lágrimas e hipos. Se despertaban temprano, hacían el amor, él iba a comprar en USA Today abajo y salían a la playa. El primer día la blonda sudamericana pensó que ese sol era tan inocuo como el de Mar del Plata y a la noche la pasó feo, blanca nórdica como era, él tuvo que salir de raje a comprarle crema para la espalda, que estuvo dos días roja cual Roma incendiada.
Una tarde fueron a la playa privada del hotel y atisbaron en el mar celeste a pareja sospechosamente abrazada, internada entre las olas. “Que están haciendo el amor, decía él, que no decía ella”. Argentinos metiches al fin y al cabo fueron adentrándose entre las aguas hasta que los gemidos de la chica dieron lugar a la corrida de los mieleros entre risas y vergüenzas.
Una noche dieron rienda suelta a la curiosidad, la que los despachó sin escalas en “Ocean Drive”, principal vía nocturna de Miami, donde te podías cruzar con Sylvester Stallone hablando amigablemente con el travesti más cubano de todo el hemisferio sur. Se quisieron aventurar a lo insospechado del bus americano. Dos billetes de 25 centavos pidió él en su precario inglés y depositaron sus cuerpos en asiento de a dos. Frente a ellos, un ser sajón los miraba con ojos sospechosamente ávidos. Tres paradas más adelante y el desconocido se llevó la mano a su bolsillo trasero. Él presintió lo peor y se puso delante de su chica como queriéndola cubrir del inminente balazo. El grandote de bigotes Asterix sacó en cambio un peine gigante, el cual se pasó por sus mostachos durante el resto del viaje mientras miraba con fruición a la rubia. Se bajaron espantados y entre carcajadas mientras el chicano seguía en su aventura de peinar y peinar sus bigotazos.
“Avalon” dijeron y tomaron margaritas hasta hastiarse en ese viejo reducto latino. Mozo argentino y con saudade se divirtieron mucho comiendo “ropa vieja” y escuchando como una guitarra puesta en la voz de un venezolano imitaba increíblemente a Sandro. “Argentinos” dijeron ellos y el cuate se despachó con todo el repertorio de Roberto Sánchez, tics incluidos. La vuelta la hicieron en taxi para no cruzarse con más especímenes extraños y la vida les dio otra sorpresa. Conductor jamaiquino que hablaba francés y estafaba en italiano, los paseo por todo Miami City, por oscuros andurriales, por inhóspitos arrabales, hasta que los depositó en la puerta del hotel, previo pago de una suma comparable con un billete aéreo en primera a cualquier destino del mundo.
Quedaban dos días de dulzor y esas últimas jornadas descubrió a los mieleros con todos los ardores acumulados. A toda hora y en cualquier lugar estaba bien para jugar al juego que más les gustaba y que mejor jugaban. Cerca de la mañana en el balcón que daba al mar. Al mediodía en el balcón que daba al río. Por la tarde en la gigante cama verde, cercada por verdes paredes, verdes muebles, verdes canillas. “Esta suite sería ideal para García Lorca” pensaba él. A eso de las cinco y descartada la playa, ellos no se cansaban y entre ayes y ayes descubrieron en el patio de debajo del hotel misteriosos preparativos, carpa de plástico y diversos enseres. “Fiesta en marcha” pensó él.
A las siete ella dio el quincuagésimo alarido de placer y escucharon gritos desde abajo. Decían algo así como “Silence, Kidushin”. Las ocho y los llantos de la rubia no arreciaban y nuevamente ya como apuntando al balcón de los enamorados de nuevo los gritos “Kidushin, kidushin”. Él la tomó entre sus brazos y la llevó hasta uno de los dos balcones y volvieron a hacer el amor, sin prisa pero con fruición. Y por tercera vez los gritos, la misma frase, la misma perentoriedad.
A las diez de la noche, ambos exhaustos se asomaron sobre la pirca del balcón y ante la furia de los que estaban abajo vieron lo que pasaba. Se estaba desarrollando un casamiento judío, él kipá, ella vestido blanco, copas rotas y las caras de todos los comensales mirando con desaprobación hacia arriba.
Cuando él volvió a Buenos Aires le contó al ruso Feldman la anécdota completa – argentino agrandado como todos – y le preguntó que quería decir “kidushin” en hebreo, a lo que el ruso le respondió:
- “Nene, “kidushin” en hebreo quiere decir casamiento. Te estaban gritando que se estaban casando, que se dejaran de aullar como lobos, salame”
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