Estamos de nuevo en campaña electoral. Es como
decir que nos hallamos, una vez más, en una especie de olimpiada de la
estupidez, donde todo vale porque nada de cuanto se dice se piensa o medita.
Los políticos, durante estos días, vienen a darle la razón a aquel viejo refrán
que critica a quienes hablan y denigran sin pensar en lo que dicen: boca y
culo todo es uno. El sentido común, como siempre, brilla por su ausencia,
así como los programas o planes para el futuro.
Resulta imposible librarse de los políticos, de
sus rostros, algunos de cemento y muchos de papel, y de su presencia en todos
los ámbitos de la vida: carteles por las calles, fotos en los periódicos,
entrevistas en la radio; y noticia, hasta la saciedad, en todos los telediarios
de todas las cadenas. El político es aquel señor, o señora, que se pasa el día
en la calle hablando con unos y con otros y no haciendo nada. Muy a menudo me
he preguntado cuántos libros tendrán estas personas en sus casas, cuántos
habrán leído y cuántos les habrán traspasado más allá de su dura epidermis. A
algunas de estas personas es suficiente con oírlas hablar para saberlo.
Es imposible no decir sandeces cuando se está
todo el santo día en la calle y hablando. Y siempre sucede lo mismo: a los
pocos minutos de reunirse dos personas ya están murmurando de una tercera. A
los políticos, que no tienen ideas, y ya sabemos todos que hoy, según algunos,
no hay ideologías, no les queda más tema de conversación que denigrar al
contrario. Se tapan, así, las vergüenzas propias y se intenta democratizar la
corrupción, la vaciedad y la ineptitud. Creo que harían bien en dejarse de
campañas y en dedicarse a leer y a estudiar un poquito más.
No sé si me lo dijo un amigo, hablaré luego de él
o leí que, en la antigua Roma, los candidatos, que no tenían programa
electoral, pues no había partidos políticos, simplemente se dedicaban a
denigrarse los unos a los otros. Las Filípicas, de Cicerón, es un buen
ejemplo, aunque tal vez extremo, de esto. Por supuesto no todos los tiempos son
unos: aquellos eran estómagos fuertes de gente aguerrida; y los de los
políticos de ahora, que ni se juegan la vida ni nada importante, un par de
prebendas, no son capaces ni de soportar un biberón bien cargado.
A veces se me ha ocurrido pensar que estaría muy
bien que para ser presidente de un país, el candidato se tuviera que someter a
un duro examen, a algo así como unas oposiciones a notario. Pero alguien
tendría que corregir los exámenes. Y dado que en este país hay políticos que
han conseguido tener un cum laude en su tesis doctoral, y lograr que,
excepción mundial, esa tesis no se pueda ni consultar, mejor es dejarlo estar.
Otros, directamente, la han plagiado. E igualmente han obtenido la máxima nota.
Dejémonos estar de exámenes, que peor es meneallo. Fue una ocurrencia de
juventud. Una tontería sin sentido.
Dice un proverbio budista que quien sabe vivir,
hasta en el infierno será feliz, o algo similar. Muchas veces se trata de
desearlo y de luchar por ello. Y de alejarse de las miasmas todo cuanto se
pueda. Intentémoslo.
El otro día, hablando de teatro con el
dependiente de una librería, persona interesante donde las haya, le comenté que
la primera vez que oí hablar de la arqueología de un personaje, fue en
una entrevista a un director teatral. Estaba disertando este sobre Antígona, sobre
la multitud de veces que esta mujer ha aparecido en escena, y de la infinidad
de interpretaciones que hay y ha habido sobre ella. El director en cuestión se
proponía, no lo logró, despojar al personaje de todas sus capas de
interpretaciones y visiones más o menos interesadas. No lo consiguió porque la
obra que él utilizó era una traducción. Pero es que aunque hubiera sido el
original, no tienen el mismo sentido las palabras de cualquiera de los
personajes para un griego del siglo V a.c., que para nosotros. Y, seguramente,
cada espectador tendría una visión distinta de Antígona en el mismo momento de
su nacimiento. Además, el tal director no tenía ni idea de lo que era el teatro
griego. Quizás tampoco le hiciera falta: la obra fue muy aplaudida. La
arqueología quedó, pues, reducida a echar una paletada más de tierra donde ya
había montañas de escombros.
Esto es lo que más o menos le vine a decir al
librero. Él, ni corto ni perezoso, cumpliendo con su trabajo, al que ama, cosa
difícil de decir hoy en día, me señaló un libro que venía a corroborar lo que
yo acababa de decir. O cuanto menos, especificó, lo dicho por mí le había
evocado la lectura de ese libro. Ni corto ni perezoso, me lo trajo de una
cercana estantería. No hace falta decir que salí con él, metido en su
correspondiente bolsita de plástico.
El libro, La herencia viva de los clásicos, de
Mary Beard, es enormemente sugerente. Y si no me equivoco, en algunos de sus
artículos, son reseñas de libros o de autores, viene a decir que gran parte de
la historia, por no decir toda, no es sino una larga interpretación de los
historiadores cuando no de los arqueólogos. Al respecto no hay más que pensar
en el famoso palacio de Cnsos, que no es sino una invención de Evans. Tampoco
es muy conveniente dejarse llevar por las fuentes escritas, pues estas son
interesadas en la gran mayoría de las ocasiones. Y así se viene a decir que ni
Nerón fue tan malo como lo pintan, ni Calígula, cosa que ya sospechaba yo
gracias a la obra de teatro de Camus, tan loco como nos han querido hacer ver.
¿Entonces? Nos queda el sentido crítico y la honestidad. Pero eso no quiere
decir que no nos podamos equivocar.
Rápidamente le llevé el libro a un amigo que
tengo, profesor de latín. Hay un artículo en el libro que habla de la
importancia de estudiar latín. Y viene a decir que el latín sirve para leer, en
el original, las obras que se escribieron en latín, y para nada más. Mi amigo
se vio obligado, durante una larga época de su vida, a impartir clases de la
lengua autóctona del país, que también él había tenido que aprender. Como
quiera que en este país todo el mundo sabe de lingüística y de literatura
comparada, mi amigo tuvo muchos problemas: la lengua autóctona, por razones
políticas, la dividieron entre los que la escribían como la hablaban, y la
hablaban peor que mal; y los que trataban, a través de los clásicos, de
recuperar su esencia, por decirlo de alguna manera. Sea como fuere, a los
alumnos les pusieron en bandeja lo que iban buscando: no estudiar. En cuanto
suspendían, se podían acoger a que ellos escribían como hablaban, etc, etc. Mi
amigo terminó harto de discusiones sin sentido con alumnos y con padres que ni
sabían, ni saben, lo que es un libro. Pero un día, por un infausto infarto,
murió la profesora de latín. Y, gracias a la crisis, el colegio no quiso
contratar a nadie más: mi amigo se ofreció a dar las clases de latín, y fue
feliz: son pocos los alumnos que escogen esta asignatura. Y con ellos ya no ha
lugar a si el latín es del norte o del sur, si se escribe así o de la otra
forma. Y nunca más tuvo que soportar la insufrible pregunta de para qué sirve
estudiar esto o aquello. Tiene claro que el latín no sirve para nada, o para
mucho. Hoy en día, me ha dicho mi amigo en infinidad de ocasiones, las lenguas
se utilizan como herramienta política, no como llave para llegar al
conocimiento. Y una lengua, Juan Luis Vives dixit, tiene importancia por
la literatura que tiene detrás. “¿Sabes lo que hay detrás del latín?” -me ha
preguntando en más de una ocasión. Sí, tengo una ligera idea. Y también me
parece sumamente curioso que en un mundo cada vez más globalizado, se pegue la
gente por un vocablo dicho así o de otra forma. Que en un país tengas que
conocer tres lenguas para poder vivir en cualquier parte de él, y que una
receta médica sirva en Cuenca pero no en Aragón. ¿No será por esto por lo que
el latín ya no tiene ningún interés? Claro, también está la dejadez de nuestros
queridos políticos, el desprecio de los periodistas por su lengua, y un sinfín
de razones. Analizarlas sería echar agua en el mar, o, como dice mi amigo in
silvam ligna ferre. Y mientras, estamos en campaña, y nadie habla del
sistema educativo. Y digan lo que digan, da lo mismo. Echando mano del viejo
refranero: prometer hasta el meter, y una vez metido, no hay nada de lo
prometido. Que el Señor nos coja confesados.
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