No recuerda Juan el momento en que se quedó dormido. Fue una siesta prolongada, como de cuatro horas. Pero se despertó tiritando, congelado. Él sabía que esa época del año no era muy propicia, pero cuando abrió los ojos una leve escarcha teñía sus párpados. Los nudillos morados, las coyunturas del cuerpo le latían. Se sentía completa e irremisiblemente helado.
Estaba sentado en el living de su departamento, que daba sobre la avenida Santa Fe. María Luisa había salido con la madre, sus dos hijos mayores estaban bien casados, María de las Mercedes, de vacaciones con sus amigas y él sólo, en un inhóspito domingo con el fiel Tony, un ovejero alemán que se calentaba él o que trataba de calentarle los pies. En el momento no vio la diferencia ni le importó.
Lo cierto es que le costaba moverse de tan aterido que se encontraba. Frío. Frío en los huesos, frío en la piel, frío en el pelo. Lo único que tenía Juan a esa hora inclemente de la tarde era frío. Se le habían comenzado a formar sobre los nudillos de las manos algo parecido a los viejos sabañones, y los dos pullóveres que llevaba puestos no paliaban la inclemencia. “¿Cómo puede ser?” pensó, en el medio de esta Buenos Aires del siglo XXI y yo así, aterido.
Es verdad que el tiempo no acompañaba, pero también era real que algo debía hacer. Sin embargo no se podía mover siquiera, tal era el estado de gelidez en que se encontraba. Las piernas eran dos masas inertes que se negaban a recibir sus órdenes, y los pies eran un par de estalactitas dignas de las estepas del Ártico. El ovejero alemán no se movía de su sitio, pero a la vez no colaboraba en lo más mínimo para que él recuperase los sentidos. Juan y Tony estaban en un estado cercano a la muerte por enfriamiento.
Algo debo hacer, pensaba Juan minuto tras minuto, mientras su organismo entero se rebelaba contra los mandatos que impartía el cerebro. Primero fue tratar de incorporarse en el mullido pero frígido sillón, escaparse de sus heladas garras. Tuvo suerte y los pies comenzaron a obedecerle y pudo ponerse de pie.
Se asomó a la ventana, para ver el latido de la calle, para adivinar cómo estarían los otros como él. Sus piernas de 60 años le dijeron que el frío era mucho y se cayó de palmo sobre la alfombra, tan larga ella, tan largo él. “Helado y ahora encima magullado”, se pensó a sí mismo Juan.
Con esfuerzo se paró nuevamente. Sólo tres pasos era la imperceptible línea entre la vida y la más espantosa muerte por congelamiento. Con un esfuerzo titánico los dio. Uno, dos, tres. Allí, sobre la mesa de vidrio estaba el artefacto que lo salvaría.
Tomó el control remoto y apagó el aire acondicionado.
Ahora sí. Ya se está mejor.
Bien turco. Sos un maestro.
ResponderEliminarMuy bueno. Qué exagerados somos con estos aparatos! Yo muchas veces me he sentido en la oficina como el protagonista; y que conste que vivo en Inglaterra, en una ciudad en la que sale una semana el sol y con una máxima en verano de 25 grados centígrados. Aquí tan pronto como para de nevar y sale un rayito dorado, atacan con el viento ártico.
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