“Artista”, respondía José cada vez que alguna maestra le preguntaba qué iba a ser cuando fuera grande. Y no sabía muy bien a qué disciplina dedicaría. Pero de algo estaba seguro: jamás iba a atender la fiambrería que sus padres tenían en una esquina concurrida de Caballito. Lo de él era el dibujo y adoraba que la señorita Denise elogiase sus trabajos en la hora de Plástica. O quizás las tablas, ya que se ofrecía para cuanto acto organizasen en la escuela, tanto si había que hacer de Sarmiento como de burro en el pesebre navideño.
Por entonces Mirta, la maestra de música, escribió una nota para su mamá en el cuaderno de comunicaciones. Decía que José tenía una grandiosa voz y sugería que tomase clases de canto para educarla. Ella misma se ofrecía a dárselas, gratis por la tarde, al salir de la escuela. Cierto que hubo una serie de negociaciones, y para que sus padres le dijesen que sí, José comprometió las mañanas de los sábados para repartir los pedidos de la fiambrería, pero su madre estuvo de acuerdo y dos veces por semana el chico empezó a recorrer escalas y arpegios en el amplio salón con pisos de pinotea de la casa de Mirta, mientras ella tocaba el piano y lo seducía con la promesa de que, quizás un día, podría entrar en el coro del teatro Colón.
Fue al final de la primaria, cuando su cuerpo se había estirado desmesuradamente, convirtiéndolo en un ser alto y esmirriado, que descubrió que podía hacer reír a los que lo rodeaban. Mientras sus compañeros se esmeraban en usar ropa de marca, lociones con fragancia de pino, y una seductora voz impostada para hablar con las chicas, José las seducía a partir de la risa. Las enamoraba con su comicidad.
Sin embargo, el humor no siempre le jugó a favor. A los quince la señorita Mirta le consiguió una prueba de admisión en el Teatro Colón, pero una pequeña broma entre las gradas donde se ubicaban los coreutas, provocó una carcajada generalizada y su expulsión inmediata de aquel lugar donde hubiese podido convertirse en un verdadero artista.
El fracaso lo arrojó en los brazos de la comicidad. Parecía el único camino para lograr sus sueños. Cuando terminó la secundaria se anotó en un curso de acrobacia y tomó clases de stand up. También se dedicó a recorrer castings. No pudo sustraerse al mandato paterno y terminó atendiendo medio turno en la fiambrería pero estaba decidido a hacer reír.
A los veinte, la pegó con un número de stand up que hacía con tres compañeros del grupo de teatro. Lo vio un productor de televisión que buscaba caras nuevas y le ofreció hacer del personaje gay de una comedia en el horario central. Su criatura se ganó a la gente y durante un año se acostumbró a vivir a puro vértigo. Tuvo que dejar el mostrador de la fiambrería y dedicar las mañanas a repasar la letra para las grabaciones de la tarde. Pero al canal se le ocurrió que su figura rendía y lo puso al frente de un programa de cocina. Su función era ser ocurrente mientras un cocinero cubeteaba tomates y una modelo intentaba leer los ingredientes sin equivocarse.
Después vino la animación de eventos. Le pidieron que fuese el anfitrión de la cena de fin de año de la emisora, y luego el conductor de los premios a los artistas del año. Lo suyo resultó muy divertido y el gerente quiso tenerlo en el casamiento de su hija menor. Eso sí, le ofreció un buen cachet. Lo suficiente como para pagar el alquiler de un año entero. Por eso aceptó gustoso. Enseguida lo vieron varios empresarios, anunciantes del canal, quienes lo quisieron para animar sus cumpleaños de sesenta, las bodas de oro con sus esposas y la presentación del último producto de la compañía.
En seis meses casi no durmió y se olvidó lo que era un fin de semana. Se mudó a Las Cañitas, compró el auto de moda y les pagó a sus padres una segunda luna de miel en el Caribe. Para conseguirlo, bailó con quinceañeras y padrinos borrachos, homenajeó a flamantes divorciadas y presentó en sociedad el último modelo de un auto familiar, un detergente ecológico y una plancha sin cable.
Como la fama lo tomó por sorpresa, no tenía representante. Para contratarlo, los clientes llamaban a la fiambrería, donde mamá tomaba el mensaje. Pero su padre puso el grito en el cielo porque el teléfono estaba siempre ocupado y José derivó las llamadas a su celular. El mismo peleaba cachet, viáticos y hasta algún canje de productos.
Una noche calurosa de diciembre, llegó con su auto a una casona de San Isidro donde lo habían contratado para una despedida de soltero de un ejecutivo de finanzas. Como era temprano se quedó en el auto hasta que el empleado de la seguridad privada apostado en la esquina sospechó de su traza y se acercó a pedirle documentos. Prefirió entrar, pero el novio no había llegado y los amigos querían que fuese una sorpresa. La medianoche lo encontró disfrazado de Madonna y escondido en un placard de la habitación del homenajeado. Dentro de ese armario, rodeado de trajes de buen corte y camisas con monograma recordó sus sueños de ser artista. También recordó las clases de la señorita Mirta. Mientras oía el murmullo de la llegada del novio, tomó conciencia de lo patético de la situación.
Salió corriendo sin dar más explicaciones. El novio se sorprendió de ver a aquel personaje vestido de dorado y con peluca rubia, que se le alabanzaza para alcanzar la puerta. Esta vez el de la seguridad privada no se inmutó, después de todo, los ricos aquellos podían ser bastante extravagantes.
Renunció a la TV y a los comerciales. Dejó las fiestas y se fue a vivir a Santa Clara del Mar. Abrió un restaurante frente a la costa, donde hay micrófono libre después de la cena. Cada noche, se da el gusto de cantar algunos temas y, de vez en cuando, alguien lo reconoce. Pero él lo niega y vuelve a cantar un tema que le enseñó la señorita Mirta.
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