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viernes, 26 de febrero de 2016

SIN AGUA NI JABON, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España


Pato, ganso y ansarón, que tres cosas suenan y una son.
Agustín de Rojas, El viaje entretenido.
Todo lo puede el dinero: las peñas quebranta, los ríos pasa en seco; no hay lugar tan alto que un asno cargado de oro no le suba.
Fernando de Rojas, La Celestina.

Hacía tiempo que no estaba entre nosotros el señor Tomás, no sé porqué hay personas a las que parece que no les queda bien otro tratamiento de cortesía, y no por falta de delicadeza. El señor Tomás tiene a su único hijo viviendo en Filadelfia, Estados Unidos, y muy de tarde en tarde se va a su casa a pasar allí dos o tres meses. Dice que le gusta estar con su hijo y con su nieto, al que apenas si entiende, pues el señor Tomás es un negado para las lenguas; pero que cuando está en Estados Unidos se vuelve un hipocondríaco: se apodera de él el miedo a morir lejos de su tierra y ser enterrado donde no conoce a nadie, así que un ligero resfriado por aquellos lares le causa angustia, desazón y verdaderos problemas. Todo desaparece cuando vuelve a su país, donde quiere morir y recibir tierra. Pero entonces le asalta la añoranza por su breve familia. Un dilema.

El señor Tomás es muy dado a discutir de política, cosa que yo odio sobremanera, pues me parece una solemne pérdida de tiempo. Así que doña Paquita, muy en su papel de doña Armonías, vino a buscarme para advertirme de la llegada de nuestro viejo amigo. Y para que hiciera el favor de ser un poco amable y elegante con él. Sabía lo que eso quería decir, así que me resigné a olvidar mis temas de estudio por mor de nuestro querido y viejo sindicalista.
-Ya me he enterado -nos dijo tras los largos saludos de rigor- de que ha estallado aquí todo un tanque de corrupción de la mano de algunos políticos.
-Llamar a esto un tanque -le dije siguiendo las pautas marcadas por doña Paquita- es puro eufemismo.
-Tiene razón -me repuso sonriendo- aunque hay tanques y tanques.
-Si ha oído hablar usted -repliqué- de los establos del rey Augías, y considera todo el país como un establo, más o menos tendrá una idea acertada de hasta donde llega la corrupción y el asco y el hastío.
-Sí, eso decía alguien en el avión de regreso: que la mierda había hecho metástasis.
-¡Por favor! -saltó enseguida doña Paquita.
-No sea usted tan delicada -le espetó el señor Tomás.
-No podemos hablar de política si no nos volvemos un tanto escatológicos -dije yo sonriendo y vengándome un poco de ella.
-Se puede hablar de todo sin ser malhablado ni maleducado.
-Sí, ya lo sabemos: nos lo ha dicho infinidad de veces. ¿Qué le parece -dije con ironía- esto?: el cáncer de la corrupción ha hecho metástasis.
-A mí me gusta más lo otro -intervino el señor Tomás-. Es más gráfico.
-Y retrata mejor al país -añadí yo-. El otro día -conté- pasé por la sala de la televisión. No te puedes fiar de lo que dicen ni las televisiones ni en los periódicos: a veces tienen que llenar el tiempo, y a veces hablan de unas cosas por no contar lo realmente importante. En este país quien no corre, vuela. Un agraciado locutor estaba diciendo, entre compungido y divertido, ya que los partidos políticos no se ponen de acuerdo para formar gobierno, que los artistas falleros de Valencia estaban desconcertados: al no saber quién iba a ser el presidente del gobierno no sabían cómo enfocar las fallas.
-¡Valiente tontería! -exclamó doña Paquita.
-Indicativo del nivel del país y de los periódicos -terció el señor Tomás.
-Lamenté en aquel momento que no hubieran sobreimpreso el teléfono de algún taller fallero, pues a mí enseguida se me ocurrió una brillante idea: una enorme taza de retrete, apoyada por uno de sus ángulos en la frente de un sonriente y esforzado presidente en funciones, puesto en jarras, rodilla en tierra e incorporándose. Y de la taza del retrete salen despedidos políticos, altos cargos, jefes y jefecillos entre maletines, billetes, joyas, caballos y todo lo que la fantasía quiera. Un poco más allá un barbudo personaje haciendo cura de desintoxicación mira al cielo complacido.
-Hasta las alcantarillas los expulsan. Me gusta la idea -me sonrió el señor Tomás estrechándome la mano- Yo tengo un amigo fallero. Si quiere...
-Llámelo: le regalo la idea. Pero yo no voy a ir a ningún taller. El título de la falla podría ser: Neque cloaca maxima eos non vult, Ni la cloaca máxima los acepta.
-Se lo diré. Esa idea -dijo ya en serio- está muy bien para una sátira; pero qué está sucediendo aquí con la gente normal y corriente.
-Pues que, por regla general, nos levantamos todos los días, desayunamos y comemos; algunas personas se suicidan, y otras elevamos preces a los dioses para que no nos envían más puñeteras plagas. Iba a utilizar otro calificativo, pero doña Paquita me hubiera reñido.
-Da lo mismo -me sonrió el señor Tomás con brillo en los ojos- esa también comienza por la pe. Pero no es cuestión de rogar a los dioses.
-Eso lo dirá usted -dije todo serio atemorizando a doña Paquita que temió una súbita conversión mía-. Los dioses han hablado y han dicho que ellos son inocentes, que no tienen culpa de nada. Un país que grita ¡Vivan las cadenas!, que vota a un señor que promete en una tierra de secano llevarles el mar a casa, que le roban y le saquean y sigue votando a quien le roba y le saquea y a quien promete imposibles, no es digno de otra cosa. Zeus está harto de nosotros. No quiere saber nada.
-No estoy de acuerdo. Eso es meternos a todos en el mismo saco.
-Además -intervino doña Paquita- ha habido una verdadera protesta, ahí tiene a los chicos de Podemos...
-Cambiar lo cambiable para que no cambie nada.
-¿Cree de verdad que no ha cambiado nada? -me preguntó el señor Tomás asombrado.
-¿Qué ha cambiado? ¿Que sus señorías no usan corbata, y llevan coletas y rastas y van en mangas de camisa? ¡Valiente cambio!
-Parece mentira -estalló el señor Tomás- que haya sido usted profesor: ¿Es que no tiene usted confianza en la juventud? ¿No confía en la gente que ha educado usted?
-A esos no los he educado yo. No confundamos. Y no, no tengo mucha confianza en la juventud, tal vez porque no la tengo en el hombre en general.
-No me negará usted que no ha habido avances a lo largo de la historia.
-No se lo niego. Y no me negará usted que la corrupción es tan vieja como el mismo hombre, y que no se cura de ninguna de las formas, y menos con agua y jabón. En la Grecia clásica ya se quejaba Menandro de que siempre ganaba el concurso teatral un autor que era bastante flojo comparado con él, que siempre salía derrotado. Menando llegó a preguntarle al otro autor si no se sonrojaba por estar siempre por delante suyo. Algo similar le sucedió a Eurípides. El jurado, por supuesto, en ambos casos, estaba comprado[1]. ¿Qué quiere que le diga? Le podría poner muchos más ejemplos.
-Yo creo que la corrupción sí que se cura. Y ahí, y aunque le sepa mal, los periódicos y las televisiones, que no los había en aquella época, juegan un papel crucial.
-Eso, señor mío, es un tópico necio y absurdo. Uno más. A ver si se cree usted que en la época de los romanos no se enteraban estos de todos los desmanes que cometía el poder. Léase las Verrinas, de Cicerón. O las Filípicas. Claro que se enteraban.
-Sí, no le digo que no; pero nada podía hacer el pueblo contra los corruptos.
-¡Vaya por dios! -exclamé- ¿Y que puede hacer ahora el pueblo? -pregunté un tanto sarcásticamente.
-No votarles -saltó doña Paquita que no quería quedarse al margen de la discusión.
-Bien. Y votará a otros. Y de molinero cambiarás, y de ladrón no escaparás.
-No hay nada más reaccionario que los refranes -dijo el señor Tomás.
-¡Hombre! -se exaltó doña Paquita-. Son creación popular.
-Consuélese con otro, que le gustará más: refrán antiguo, mentira moderna. De todas formas, querido amigo, -seguí ironizando- ni el pueblo ni el cliente tienen siempre la razón. En absoluto.
-Sí -dijo como si quisiera molestarme-ya he visto en usted ciertas tendencias... no sé, digamos aristocráticas.
-No, no se corte. Quería decir usted reaccionarias o tal vez fascistas. Y no soy ni una cosa ni la otra. Mire, hace muchos años leí los Diálogos, de Platón. Yo era un convencido socrático hasta que leí aquel diálogo en el que Sócrates ataca a la democracia: se revuelve contra la idea de que su voto valga lo mismo que el del zapatero de la esquina. Entonces, era yo muy joven, me enfadé mucho con Sócrates. Hoy lo comprendo. Y no es -añadí mirando a doña Paquita- que tenga idealizados a los profesores o al mundo universitario, donde hay tantos zafios o más que en las zapaterías.
-¿Y entonces qué propone usted? -me preguntó el señor Tomás- ¿No me irá a decir que no es mejor una democracia que una dictadura?
-No, no se lo digo. Ahora bien, la democracia termina por convertirse en una dictadura: el voto, la consecución del mismo, lleva a la corrupción...
-¡También la hay en la dictadura! Y nadie se entera.
-De acuerdo con usted.
-Entonces, ¿qué propone?
Como quien no quiere la cosa, doña Paquita se movió en su sillón, se semiincorporó y aprovechó la ocasión para presionarme el brazo. Entendí el mensaje.
-Está claro -dije conciliador- que ni el agua ni el jabón, ni la religión ni la ética, han servido de nada en estos casos. La derecha, que es la que se supone que es conservadora, y va a misa y defiende las procesiones y a la Iglesia, ha robado con tanto descaro, yo diría que con más y mayor eficacia, como la izquierda. Quizás porque ha puesto en práctica el viejo refrán, nada reaccionario ahora, espero, que dice: Dios me meta donde haya, que yo ya me tomaré. Y Dios los metió.
-No, Dios no; las urnas.
-Pues las urnas. Mejor. Así pueden decir eso tan de moda de que estaban siguiendo el mandato surgido de las urnas.
-¿Las urnas les instaban a robar? -me preguntó el señor Tomás como si estuviera hablando con un imbécil.
-Hombre -repliqué- si roban, mienten, saquean medio país, y la gente les sigue votando, evidentemente les están dando su visto bueno. Y además, conscientemente: hay televisiones y periódicos, cosa que no tenían ni los griegos ni los romanos. Siguen, por lo tanto, el mandato de las urnas.
-No todo el mundo les ha votado a ellos.
-En Valencia, sí. Han sacado varias mayorías absolutas. ¿De qué nos quejamos? Estamos en una democracia. Decide la mayoría. Además, los jueces son nombrados y condecorados por los políticos, y aquellos se convierten en lo que se llama estómagos agradecidos, y los exculpan si llegan a juicio... Y aquí tiene usted a un par de ancianos estafados por el banco con las preferentes, uno de ellos se ha suicidado porque no quería vivir de la caridad, y la otra vive de la ayuda de todos nosotros. Y no he visto entrar a ninguno de estos sinvergüenzas en la cárcel. Ni uno. Y no sólo eso sino que hasta los recibe el cristianísimo ministro. Si tuvieran dignidad -dije con asco- nada más por esto, ya deberían suicidarse: unos por estafar y algún que otro partido político por consentirlo. Durante años donde los demás veían corrupción, los conmilitones veían intrigas. Era la zafia excusa para mantenerse en en poder a toda costa, incluso dependiendo de chorizos, estafadores y ladrones... y no suelto más calificativos para no enfadarla a usted -dije mirando a doña Paquita- porque las ganas de mentar a las madres...
-¡Ay! -me interrumpió doña Paquita tal vez ya arrepentida de haberme hecho entrar en la discusión con el señor Tomás-. Vaya panorama que nos está pintando usted.
-Y eso -le sonreí- que todavía no he dicho nada sobre el topicazo de actualidad. ¿Se han dado cuenta? Al principio quien estaba en contra del régimen era, en Roma, monárquico, cosa que lo condenaba a muerte sin más discusión; en España se era isabelino o judeomasónico o comunista; luego etarra, bolivariano o no sé qué otras lindezas. Últimamente todo aquel que no está a favor de la constitución, o de lo que se predica, se ha convertido en una especie de terremoto que quiere romper España. ¿Usted quiere romper España o conservarla virgen? Como si no estuviera más troceada que un centón: Portugal, Andorra, Gibraltar...
-¿Usted no se toma nada en serio? -me preguntó ya un tanto molesto el señor Tomás.
-Cuando los políticos de este país -respondí con toda la seriedad del mundo- comiencen a suicidarse, tal vez me los tome en serio. Creo que esa sería una buena solución ante tanto desmán: suicidios como en la época de los romanos. Vale más una buena muerte que la deshonra de tener que subir montañas con burros cargados de oro, ¿no le parece?
-Cuando habla usted de literatura es más simpático -dijo doña Paquita tirando de mi brazo para que me levantara y me fuera con ella a paseo.
-No he querido molestarlo, señor Tomás -dije a modo de disculpa-. En absoluto. Pero olvídese: no hay solución. Para eso el hombre tendría que cambiar de arriba abajo. Y el poder sigue corrompiendo.
-No me ha molestado. Aunque me duele verlo tan negativo.
-Lo siento. Pero todavía no veo diferencia entre el pato, el ganso y el ansarón.
-Es muy clara -dijo el señor Tomás poniéndose de pie-. Estos, por lo menos, ni roban ni defraudan.
-En eso, y por ahora, tiene usted razón. Por lo menos no roban


[1]     Aulo Gelio, Noctes atticae, XVII, iv

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