De la prolijidad se suele engendrar fastidio.
Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha.
-Yo -me dijo sonriendo un viejo y cansado
profesor cuando salimos de una de las largas charlas de aquella tarde- tenía un
suegro, único, aficionado al campo. Él no se compró un chalet y una parcela de
tierra, sino muchas tierras y una casa. La casa era un desastre, que estaba
supeditada a las tierras. Decía que le encantaba ver crecer las hierbas; pero
lo malo es que aquellas hierbas había que arrancarlas. Y como tenía tantas
tierras, y él sólo no podía con ellas, toda la familia, todos los fines de
semana, tenía que trabajar en aquellos campos que rodeaban a la casa.
-Es decir, que ir al chalet los fines de semana
se convirtió en un fastidio.
-Efectivamente. Consiguió convertir la afición
suya en la pesadilla de toda la familia y aledaños. Eso sí, cuando llegaba la
época de la cosecha, allí se recogían tomates y pimientos, no plantaba otra
cosa, para alimentar al ejército de Alejandro Magno y a una buena parte de sus
enemigos.
-Es decir, que todas los días tenían tomates para
comer, tomates para cenar y tomates para merendar.
-Nunca mejor dicho. Los tomates estuvieron a
punto de costarme el divorcio, pues mi mujer era, como su padre, una enamorada
de los campos; yo no compartía esa pasión, así que muchos fines de semana me
negaba a ir al tomatar a fin de ir al cine, al teatro o a pasear por la ciudad
y verme con los amigos.
Intuyendo a dónde quería ir a parar el viejo
profesor con aquellas anécdotas, y dado lo que acabábamos de sufrir, me atreví
a decir:
-No se puede consentir, en esta vida, que la
afición de una persona se convierta en la pesadilla de otras.
-Sí -continuó el profesor- es fundamental tener
en cuenta a la persona que tenemos delante, cosa que se olvida con mucha
frecuencia. Conforme me hago más y más mayor, aprecio más y más la vieja
sabiduría, la oratoria, por ejemplo. Siempre tengo presente aquello de la captatio
beneuolontiae: ir bien vestido, aseado, cuando se va a dar una conferencia
o una clase, hablar para que lo entiendan a uno, fijarse en los rostros del
público, leer en ellos si se está despertando o no el interés, vocalizar...
Ahora sucede todo lo contrario: en cualquiera charla de estas a las que hemos
asistido, la gente va vestida de cualquier forma, habla para demostrar la
profundidad de su ignorancia, y la mayoría de las veces ni se entiende lo que
dicen.
-Es cierto -dije intentando ser benevolente-. La
acústica de las aulas de la universidad deja mucho que desear.
-Sí, así es. No sé lo que tenían en la cabeza los
arquitectos a la hora de diseñar las aulas, pero podían haber estudiado la
acústica en la antigüedad clásica.
-¿Usted cree -pregunté- que en el teatro griego o
en el romano se oía perfectamente bien a los actores?
-La verdad es que siempre he tenido mis dudas por
mucho que me hablen de las máscaras y demás -me confesó-. Y no le digo nada de
cuando un general, en campo abierto, arengaba a las tropas...
-Imagino que se irían repitiendo las palabras del
general unos soldados a otros.
-Es posible. Así que a saber qué es lo que
entendía el último legionario de la fila.
-Seguramente nada, que tenía que luchar con toda
la fuerza de su cuerpo, y que Roma era grande. Tal vez no necesitara nada más.
-Es posible, pero el teatro es diferente, ¿no
cree? O tal vez nosotros lo hemos mitificado en exceso. Tal vez un espectador
fuera al teatro a ver a los amigos, a pasar un rato sentado sin hacer nada, y
lo que sucediera en escena no le importara mucho: se dedicaría a mirar a este,
a aquel, o a esta y a aquella... Y a esperar, tal vez, que comenzara la
comedia, las carreras y la risa.
-Yo creo que tiene razón. Además, no hay que
descartar que también en aquella época habría sordos, miopes y cortos de vista.
Por mucha máscara y coturnos que llevaran los actores, ¿qué vería un espectador
de las últimas filas? ¿De qué se apercibiría? ¿Distinguiría a Edipo de su
porquero?
-Bueno, a lo mejor la obra solo iba dirigida a
los espectadores de la primera fila, a los aristócratas. El otro día me sucedió
algo que puede ilustrar esto. Y que me hizo llegar a la conclusión a la que ha
llegado usted. Fui a ver una obra de teatro. No se representó esta en una sala
normal, sino en el paraninfo de la vieja universidad. A los diez minutos de
comenzada la obra empecé a pensar que tenía que ir al médico urgentemente: no
entendía nada de lo que decían los actores. Tanto fue así que no me salí del
teatro por no molestar a mis vecinos. Pero al terminar la obra, el chico,
joven, que estaba sentado a mi izquierda le dijo exactamente lo mismo a la
chica que lo acompañaba. Y esta se lo reafirmó. Así pues nadie había oído nada.
Como en primera fila estaba sentado el autor, amigos y familiares, imagino que
ellos lo oirían y entenderían. Yo sólo sé que, a veces, unos actores hablaban
en latín, otras en castellano, y otras recitaban poemas, creo, de algún autor
valenciano. Nada más. No estaba muy seguro de ello, pero mis vecinos dijeron lo
mismo: que a veces los actores hablaban en latín: habían captado alguna
palabra.
-Sí. Yo también me he preguntado, a menudo, por
problemas con mis oídos, cómo se hacían oír en el senado de la vieja Roma.
-No lo sé. Pero a mí, ahora, con micrófonos y
todo, me ha costado seguir los razonamientos de alguno de los ponentes. ¿No
cree usted que muchos de ellos deberían hacer algún cursillo de dramatización?
No sé: aprender a modular la voz, a proyectarla, a hacerse oír y entender, y no
hablar como si estuvieran en un confesionario hablando con el cuello de su
camisa.
-También deberían aprender a terminar a tiempo.
-Si tiene razón. Ya le digo: algún que otro
conferenciante me ha recordado los tomates de mi suegro, que en paz descanse.
-Bueno, por lo menos hemos visto a viejos
conocidos y hemos roto la rutina cotidiana, como tal vez hicieran los
habitantes de Atenas o de Roma durante la celebración de las fiestas y las
representaciones teatrales.
-Poco es, ¿no le parece?
-A mí me parece suficiente: no esperaba nada más.
Eso sí, he puesto cara de enterarme de todo, pese a la pesadez y escasa
brevedad de alguna de las charlas. Dos horas y pico ha durado esta última; pero
no he perdido la compostura en ningún momento, pues como decía Quevedo nunca se
sabe a quién se puede necesitar en esta vida y en la otra. Por eso mismo
trataba al Demonio de usted.
-¿Y ha seguido usted toda la charla? -me preguntó
con asombro.
-No. Pasados los primeros cuarenta y cinco
minutos, me he desentendido. Y no sé porqué me he acordado entonces de un
capítulo de Aulo Gelio de sus Noches áticas.
-Vaya. ¿Y eso?
-No lo sé. Jugadas de la mente, imagino. Poco
antes de venir a las ponencias, he estado leyendo artículos y más artículos
sobre la declaración de independencia de Cataluña...
-¡Por Dios! Estoy de ese asunto hasta la coronilla.
Con todo cuanto está sucediendo: guerras, matanzas, desplazamientos de
personas, corrupción...
-Yo he intentado comprenderlo. Sigo sin entender
nada, y empiezo a cansarme del asunto. Pero ¿Por qué un catalán quiere ser
independiente y eso ni se lo plantea un murciano? ¿Tienen algo especial? ¿Qué
sucede?
-No creo que tengan nada especial. En el siglo
XIX creo recordar que fue Cartagena quien se quiso declarar cantón
independiente. A lo mejor esto es una enfermedad cíclica y que va por turnos.
-¿Usted cree?
-¡Hombre! Cuando los oigo hablar de romper las
cadenas, de la esclavitud y todo eso... no sé, no creo que los catalanes estén
cogiendo algodón en los campos y cantando jazz.
-Sí, la pobreza intelectual de los políticos es
mucha. Tal vez por eso me he acordado yo de la narración de Gelio.
-¿De qué narración me habla usted?
-De aquella en la que arrojan a la fieras al
esclavo Androclus. Un león magnífico, fiero, de imponente melena, con un rugido
que atemoriza a los espectadores, se acerca al pobre esclavo, y en vez de
atacarlo, desgarrarlo y comérselo, se humilla ante él y le lame pies y manos.
-Ya -respondió el profesor sonriendo- porque el
león estaba herido y Androclus lo cuidó en su tiempo allá en la selva.
-Así es: se le había clavado una espina en una
pata. Androclus se la sacó, le limpió la herida y lo cuidó. Apresados por
separado, y llevados a Roma para ser ejecutados, el león reconoció a su
cuidador, y no lo atacó.
-Podíamos tomar la narración como una alegoría de
cuanto está sucediendo. Pero tendríamos una difícil pregunta que responder: qué
es la espina. ¿Y se puede sacar o hay que amputar?
-Un buen médico intentaría sanar sin cortar...
Y en ese momento nos llamaron para otra charla
que deseamos breve y rápida. Por si acaso, y de puro cansados, nos sentamos en
la última fila.
Interesante conversación que empieza sobre los que imponen las aficiones a los demás, derivando en la dificultad para entender, hacerse entender.
ResponderEliminar