Desde que aprendí a leer
me convertí en un entusiasta de las llamadas bellas letras. Antes de concluir
mis estudios secundarios había recorrido, para mi corta edad, una cantidad no
desdeñable de libros.
Tenía, sí, la conciencia
de carecer de una mínima base teórica, por lo que, en la elección de las
lecturas, me dejaba guiar por el mero gusto personal.
Debido a esta convicción,
y sobre todo por la esperanza de convertirme en escritor de ficciones, decidí
estudiar Literatura en la Facultad de Filosofía y Letras. No había transcurrido
un trimestre cuando comprobé que tal carrera no forma escritores, sino lectores
(y, las más de las veces, lectores desdeñosos, poco lúcidos, enloquecidos por
la retórica, por el esnobismo o por el análisis de los procedimientos de
cualquier extravagante aventurero de las letras).
Sin embargo, y a pesar de estas tempranas revelaciones, no desistí:
en poco más de cinco años obtuve mi Licenciatura.
Por fortuna me había granjeado la amistad, o por lo menos el trato
cordial, del doctor Manuel Ramírez Ansaldi, un hombre al que no dudo en
calificar de genial. En él convivían varias formas de ser que, si a simple
vista resultaban frondosas o dispersas, en su persona se intersectaban en un
certero proceso de síntesis.
Conocía lenguas antiguas a
la perfección, y, en consecuencia, podía traducir del griego, del hebreo o del
latín con soltura, exactitud y envidiable fluidez poética. De hecho, en la
Facultad desempeñaba, por ser una eminencia del campo de la antigüedad clásica,
una suerte de cargo honorífico y funcionaba como supervisor o tribunal de última
instancia para las cátedras de griego y de latín. Esta labor se llevaba a cabo
sólo durante el último cuatrimestre, pues era fama que, a partir de enero,
empleaba su tiempo en viajes por Europa (especialmente por los países de la
cuenca del Mediterráneo).
Pero su universo literario
se abría, como dije, a muy distintos campos, y con similar eficacia en todos.
Lograba, por ejemplo, explicar los más intrincados pasajes gongorinos con una
sencillez que convertía un texto de apariencia laberíntica en expresión cristalina.
Su versación filológica no se limitaba al mundo grecolatino ni a los españoles
siglos de oro; despreciando las opiniones de quienes, en el Martín Fierro, ven sobre todo un alegato
sociopolítico, lo consideraba la mejor novela argentina del siglo XIX, y había
hallado en él curiosas reminiscencias clásicas. Gracias a su pericia y
simpatía, textos arduos llegaban al alumnado con amable claridad, de manera que
personas sin mayores dotes, o inclusive muy legas en cuestiones de letras,
podían acceder a mundos que parecían exclusivos de los especialistas. Era, en
suma, un humanista y, ¿por qué no decirlo?, lo más parecido a un sabio.
Sin vanidad alguna, puedo
ufanarme de que yo, por mis propios medios y sin haber sufrido ninguna
influencia de Ramírez Ansaldi, había llegado, con respecto a la obra maestra de
Hernández, a conclusiones muy parecidas a las suyas, y, en consecuencia, no
eran infrecuentes nuestros diálogos informales en torno de diversos aspectos
del poema.
En cierta ocasión Ramírez
me dijo que el gaucho de Hernández, al irse urbanizando a fines del siglo XIX y
principios del XX, concluyó su metamorfosis en el compadrito porteño que tanto
interesó a la pluma de Borges.
—Es verdad —asentí,
procurando demostrar que también yo poseía información sobre el tema—. Creo que
esa misma es la opinión de José Gobello. Y, según recuerdo, Borges escribió
que, siendo niño, le pareció que el lenguaje del Martín Fierro era más de compadre criollo que de paisano; su modelo
de habla gauchesca era el Fausto de
del Campo.
—El paso del gaucho al
compadrito habrá sido casi imperceptible. Usted se acordará de que, en La morocha, que es del año 1905 (y que,
la verdad sea dicha, es de poética muy cursi), Ángel Villoldo escribe “Soy la
gentil compañera / del noble gaucho porteño”. La síntesis perfecta: gaucho más porteño.
—Tal cual. Y hasta muy
entrado el siglo XX se siguieron produciendo algunos tangos de temas no
ciudadanos sino gauchescos.
—Pero, como ocurre con
todas las cosas, también se modificaron la actitud, los énfasis, la manera de
cantar, el fraseo… Por ejemplo, tenemos el tango Contramarca. Data de 1930 y es obra de dos “gauchescos gringos”
—aquí sonrió levemente—: música de Rafael Rossi y letra de Francisco Brancatti.
Gardel lo grabó en 1930, Julio Sosa supongo que alrededor de 1960 y Roberto
Goyeneche un poco más tarde, creo que por 1966 o 67.
“Dios mío”, pensé, “¿qué
clase de hombre es este, que puede leer de corrido a Sófocles en griego y a
Virgilio en latín, y ahora resulta también un erudito en tangos…?”.
—Julio Sosa —continuó— no
es santo de mi devoción, pero, en cambio, recuerdo muy bien cómo cantaron Contramarca Gardel y Goyeneche.
Y a continuación me dejó
perplejo cuando, para explicarme las diferencias de fraseo entre ambos
cantores, cantó, por supuesto a cappella,
el tango Contramarca, primero con la
voz de Carlos Gardel y en seguida con la de Roberto Goyeneche. Cerré los ojos
y, en efecto, eran la voz y el estilo
de Gardel y eran la voz y el estilo
de Goyeneche: Ramírez era Gardel y era Goyeneche.
Se rió de mi asombro, y no
le dio mayor importancia a su habilidad:
—Desde chico me he
divertido componiendo imitaciones. En el colegio me hacían parodiar a los
profesores. Me gusta el teatro y, en fin, todos poseemos nuestra cuota de
necesario histrionismo. Tengo unos cuantos personajes…
Y, en efecto, a lo largo
del tiempo verifiqué que el doctor Manuel Ramírez Ansaldi podía reproducir
irreprochablemente las voces, la manera de modular, las pausas, los tics
verbales de, por ejemplo, Luis Sandrini, Carlos Menem, Raúl Alfonsín, José
Marrone…
Dos veces me atreví a
mostrarle mis intentos de incursionar, como creador, en la literatura
narrativa. Con justicia, pero también sin dramatismo, su parecer fue negativo:
yo tenía buena prosa, sintaxis correcta y hasta cierta expresividad loable,
pero a mis escritos les faltaban ciertos condimentos: cambio de ritmo,
“explosión” y, sobre todo, las “vivencias” que sólo otorgan los pormenores: sin
el aporte de detalles funcionales, un relato se vuelve evanescente, inverosímil
y muere mientras el lector lo va leyendo. Lo entendí muy bien: no insistí, en
cuanto narrador, una tercera vez, y me resigné, en mi presente y futura
relación con la literatura, a desempeñar el papel de profesor, crítico o
filólogo.
Ramírez Ansaldi gozaba también
de su costado mundano.
No despreciaba la parte
“popular” de la existencia, y se hallaba, por ejemplo, muy informado de las
peripecias del campeonato argentino de fútbol. Nunca quiso revelarnos cuál era
el club de sus amores, aunque yo tengo mi teoría en tal sentido. Su bienestar
económico parecía superar el nivel medio de sus colegas de la universidad:
vivía solo —alguna vez lo visité— en un amplio piso de la calle Maure, unas
cuadras antes de descender a la abadía de San Benito, y manejaba un automóvil
BMW de modelo relativamente reciente.
Alto y delgado, se movía y
caminaba con elegancia juvenil, a pesar de que estaría acercándose a las seis
décadas de su edad. El paso del tiempo ni siquiera insinuó un amague de
calvicie; peinado sin mayor rigidez su abundante cabello castaño claro, las
canas de las sienes no le agregaban años sino que le otorgaban un atractivo
adicional. Un rostro armónico, ojos celestes, dientes blancos y de sonrisa
fácil…
Soy varón y no me intereso
en la belleza masculina, pero sin duda el doctor Manuel Ramírez Ansaldi era un
hombre muy buen mozo. En la Facultad se conocían algunas historias, y no sólo
con profesoras: también más de cuatro chicas estudiantes habían sucumbido a los
encantos del afortunado docente. Era, en suma, lo que los adolescentes llaman un winner.
Innecesario consignar que
yo lo admiraba y, dentro de lo posible, me habría agradado parecerme al doctor
Manuel Ramírez Ansaldi, y ser, al igual que él, un winner.
2
Una tarde de diciembre (la
Facultad estaba casi desierta) lo encontré en el pasillo del segundo piso con
su cartapacio de cuero negro.
—Joven Loiácono —me saludó, con esa conjunción, un poco molesta
para mí, de llamarme joven y tratarme
de usted, como para mantener cierta
distancia—, tengo entendido que ahora somos colegas.
Esas palabras, por excesivas (me sentía bastante por debajo de su
nivel intelectual), me avergonzaron un poco pero, simultáneamente, confirieron
osadía a mis veinticuatro años: aproveché la oportunidad para exponerle mi
propósito de ganar una beca en el doctorado.
—Eso es excelente; lo invito a que tomemos algo para hablar con más
tranquilidad. Si tiene tiempo, claro.
La situación me pareció extrañamente inversa: era el maestro quien
invitaba, mostrando interés por el proyecto de un discípulo.
Evitamos el ruidoso bar que está en la esquina de Pedro Goyena y
Puán, y nos alejamos unas pocas cuadras hasta encontrar un café más tranquilo.
La penumbra de su interior contrastaba con la claridad hiriente de fin de año.
Manuel Ramírez Ansaldi pidió un whisky con hielo y lo saboreó con
los ojos cerrados; yo, que rara vez pruebo el alcohol, una gaseosa.
—¿Ya tiene pensado algo? Usted sabe que el primer escollo es el
tema —dijo.
—Pensaba trabajar en la obra de un escritor al que la denominada
“academia” no tiene en su haber: Mario Spinelli.
—¿Spinelli? —preguntó o
exclamó a la vez, por lo que temí alguna clase de desprecio por su parte.
No recuerdo qué logré
balbucear. Sé que no me atreví a exteriorizar plenamente mi opinión: para mí, Mario Spinelli era
tal vez, e incluso sin tal vez, el
mejor narrador policial de lengua española. Los cuatro libros de cuentos y las
catorce novelas fueron mis lecturas preferidas en la adolescencia y —de algún
modo— determinaron mi destino.
—Abrigo mis dudas —dijo—. Spinelli es ingenioso, sabe urdir tramas
precisas y atrayentes, pero…
Meneó un poco la cabeza,
como buscando el término exacto:
—Pero, al fin y al cabo, no deja de ser un
autor comercial, un mero fabricante de best-sellers,
el ejecutor de un género menor.
Me sorprendió, en un
hombre tan docto como Manuel Ramírez Ansaldi, ese prejuicio. Con cierta
impensada agresividad repliqué:
—Con todo respeto, doctor,
no estoy de acuerdo con usted. No existen, me parece, géneros mayores y géneros
menores; sólo existen obras literarias excelentes, muy buenas, buenas,
mediocres, malas y pésimas.
Manuel Ramírez Ansaldi
esbozó una sonrisa ligeramente sobradora. Sin embargo, no me sentí ofendido y
la vi con simpatía.
—Sabía —dijo— que usted
iba a contestarme exactamente lo que me contestó: coincide con su personalidad
un poco apasionada. Se lo dije a modo de provocación. En realidad, tiene razón,
y yo estoy de acuerdo con usted.
Envalentonado, quise
añadir un ejemplo contundente:
—Juzguemos resultados y no
intenciones: yo creo que el sainete El
conventillo de la Paloma, de Alberto Vacarezza, es muy superior a la
tragedia Dido, de Juan Cruz Varela.
Y, según dicen los que creen que saben, el sainete es un género menor, y la
tragedia, un género mayor…
—Sí, pero ¿usted leyó Dido?
Tuve que admitir que no
había leído esa tragedia.
—Lo felicito —dijo—. Su
intuición fue certera. Yo sí leí Dido,
y no me pareció una obra meritoria.
Sentí que, a pesar de
estos vericuetos irónicos de Ramírez Ansaldi, había ganado el primer tanto.
Comprendí también que el doctor, un poco desganado, estaba de vuelta de tantas
cosas, de tanta polémica inaprehensible, de tanta discusión hueca…
—Entiendo —añadió— que los burócratas de la facultad consideran los
libros de Spinelli como simples pasatiempos, laberintos o adivinanzas de
trescientas páginas. ¿Qué más da? Pero sus argumentos son bastante rigurosos;
no abusa de la psicología y hace que lo aparentemente fantástico tenga, al
final, una explicación racional. Sin embargo, se permite a menudo algunos
facilismos y ciertas demagogias que no me gustan… Claro, en este caso lo que
menos importa es mi opinión… En cuanto propuesta, me parece excelente, pero
usted sabe cómo es esto: deberá presentar el proyecto y ser aprobado por el
comité evaluador. No le prometo nada, pero créame que estaré de su lado. Usted
es ambicioso y, en estos casos, la ambición es un buen motor.
Por la manera en que
articuló el adjetivo ambicioso, me
pareció que, dentro de su cerebro, lo acompañaba el adverbio demasiado.
El resto de la
conversación representó para mí una suma de estímulos. Aunque con cierta
displicencia, Ramírez Ansaldi mostró que recordaba bastante bien algunos
argumentos y ciertos recursos narrativos que el novelista solía repetir. Con su
prodigiosa memoria, aunque con un halo de desdén, citaba detalles y personajes
secundarios que yo mismo, que había leído tantas veces las obras, había
olvidado.
“Claro”, me dije, “hay
algo indiscutible: yo soy el inexperto Federico Loiácono, el entusiasta que
hace y hará lo que pueda, y él es el maravilloso doctor Manuel Ramírez Ansaldi,
el que abarca, procesa y elabora cualquier información externa, convirtiendo en
funcional lo que merece serlo y desechando lo que entorpece o molesta”.
No exagero si afirmo que
me despedí de él en un estado de emoción quizá difícil de explicar, pero
auténtico. La avenida Pedro Goyena es de muy agradable aspecto, y esa tarde de
diciembre me pareció doblemente embellecida.
3
Pasó el tiempo estipulado
y, por fin, obtuve la beca.
Sé que el apoyo de Manuel
Ramírez Ansaldi resultó decisivo para que mi tema fuera aprobado, aunque los
prejuicios no dejaron de sentirse: Spinelli no estaba comprometido con causa
política o humanitaria alguna, no abundaba la bibliografía sobre él, pertenecía
a la literatura de escape, tenía éxito de ventas, sus libros solían encabezar
la lista de best-sellers, ganaba
mucho dinero… En suma: toda una serie de lugares comunes propios de cualquier
casa de altos estudios que se precie de tal.
Dado que la beca que se me
concedía era de dedicación semiexclusiva, podía dedicarme a otra actividad para
completar mis ingresos. De no ser así, hubiera necesitado, a fin de profundizar
los estudios, la disciplina de un faquir si pretendía mantenerme con el poco
dinero que se me asignaba.
Por esos días una vez más
Ramírez Ansaldi me honró pidiéndome un favor que, en realidad, me beneficiaba a
mí:
—Usted conoce cómo funciona el mecanismo universitario; a medida
que nos tornamos viejos, la Facultad nos va quitando de encima mediante
seminarios. Luego viene la inexorable jubilación y el olvido: lex vitae. De modo que, como habrá
notado, yo empiezo el camino de la disgregación. Me ofrecieron que brindara un
curso sobre Cervantes. Tal vez usted quiera ayudarme. A mi edad, el Quijote ya es una empresa inabarcable.
¿No querría darme una mano con los relatos enmarcados? ¿Le gustaría trabajar la
“Novela del curioso impertinente”? Una vez que termine el seminario, algunas de
las ponencias internas se publicarán en Anales
de Filología Romance. Cosa es sabida que los papeles académicos serán más
que necesarios en su futuro.
Es cierto que yo estaba ocupado no sólo con el trabajo sobre
Spinelli, sino con unas cuantas correcciones de estilo que le debía a una
editorial de obras científicas y una traducción, del inglés, de un espeluznante
texto psicoanalítico del cual —como Cervantes— no quiero acordarme, pero acepté
sin dudarlo. ¿Acaso Manuel Ramírez Ansaldi no me había ayudado para que pudiera
trabajar sobre mi informe doctoral? ¿Acaso Manuel Ramírez Ansaldi no me había
formado a lo largo de cinco años?
Sin embargo, me previne:
—Difícilmente pueda encontrar algo nuevo para decir sobre
Cervantes.
—¿Y quién quiere oír cosas nuevas en un seminario? Usted es cultor
de lo nuevo, como todo joven. A mi edad (sepa disculpar el reiterado tópico
sobre tempus victor) nos conformamos
con la decencia de la claridad y lo necesario. Enseñemos, pues, del modo más
honesto posible lo que es esencial sobre el Quijote:
hagamos acopio de lo que otros han dicho y busquemos aquello que nos parezca
más atinado. La bibliografía abunda; el buen criterio escasea.
Y así fue como, durante un tiempo, me dediqué a exponer los
pormenores de la novelita italianizante en que Cervantes rinde a su manera un
homenaje a Boccaccio. Muchos críticos coinciden en que ese relato bien podría
ser suprimido de la trama general del Quijote.
Sin embargo, expuse esta idea central: la historia en que Anselmo le solicita a
su amigo Lotario que ponga a prueba la resistencia amorosa de su mujer con
fingidos trabajos de seducción constituye un reflejo barroco de la locura de
don Quijote. Es decir, para reforzar la idea: veo la necedad de Anselmo, al
exponer a su esposa a caer en la infidelidad, como una forma críptica de aludir
a don Alonso Quijano, expuesto a la sinrazón de los libros de caballería.
Sin vehemencia y sin
resignación, Manuel Ramírez Ansaldi convalidó mi hipótesis, aprobación que
—diré la verdad— me hizo sentir muy bien.
4
La beca constituía un buen
pretexto, o mejor dicho un buen motivo, para entrevistarme con Spinelli. Sólo
conocía de él una foto, siempre la misma, que se reproducía en la contratapa o
en la solapa de todos sus libros. Su aspecto me inspiraba, no diré rechazo
(pues lo admiraba demasiado), pero sí una suerte de, ¿cómo diré?, de desagrado
visual. Contra lo que expresaban la alegría de narrar y la gratuidad de sus
libros “escapistas”, Spinelli mostraba un aspecto lúgubre y desaseado, que
recordaba un poco las imágenes de los existencialistas franceses. Estaba
completamente calvo en la parte superior de la cabeza, pero, sobre las orejas,
tenía abundante y muy largo pelo blanco, que se prolongaba en una extensa barba
cenicienta. El retrato reproducía un rostro muy serio, con un rictus de
amargura o de tristeza en la boca, de labios un poco fruncidos, en los que
asomaba una pipa. Gruesos anteojos oscuros completaban una efigie pesimista que
siempre se me antojó fingida para trasmitir una imagen de “intelectual
comprometido”, imagen que, paradójicamente, no tenía ninguna relación con la clase
de literatura que redactaba Spinelli.
Bajo la foto, los datos
biográficos eran escuetos. Nacido en Piaggine, pequeña localidad situada a unos
cien kilómetros al sur de Nápoles, Spinelli había emigrado a la Argentina
cuando contaba un poco más de veinte años y, habiéndose aclimatado a nuestras
costumbres, redactó en excelente español toda su obra, de la que la contratapa
citaba cinco o seis títulos.
Como dije, la beca me
proporcionaba un motivo válido para intentar conocerlo personalmente. Se sabía
que Spinelli era un hombre más bien huraño, que vivía en Santa Stella Maris,
ese pueblo diminuto que se asoma al Atlántico bastante antes de llegar a Mar
del Plata.
En octubre busqué su
número de teléfono en la guía de Internet. No lo hallé: no había ningún Spinelli
en el pueblo de Santa Stella Maris. Luego se me ocurrió llamar a Fabulator, su
editorial habitual, y ahí me brindaron su número. Volví a la búsqueda en el
TeleXplorer y verifiqué que ese número correspondía a una tal Carolina Frei.
Procuré comunicarme varias
veces con Spinelli, pero me resultó imposible. Siempre me atendía una voz joven
y femenina —posiblemente su secretaria, pensé, que sería la misma Carolina
Frei—: indefectiblemente, me informaba que el señor Spinelli estaba de viaje o
que por el momento no concedía entrevistas. Con el mismo resultado infructuoso,
insistí en noviembre y en diciembre. Más tarde me cansé de llamar y dejé
transcurrir todo el verano.
Si bien no es regla estricta, la perseverancia puede premiarnos con
el éxito: en marzo volví a intentar la comunicación. Del otro lado de la línea,
una voz quebradiza contestó Pronto.
Spinelli me respondía en su lengua natal. Cuando le dije quién era yo y cuáles
eran mis propósitos, pasó de inmediato a hablar en español, con algunos
resabios de acento italiano.
Yo estaba muy nervioso y
emocionado, y creo que dije unas cuantas sandeces. Spinelli, con absoluta
llaneza, me dijo que, cuando me viniera bien, yo podía visitarlo en su casa de
Santa Stella Maris para explicarle con algún detalle mi proyecto. ¡No podía
creerlo! Sentí que estaba viviendo uno de los momentos inolvidables de la
existencia.
El siguiente sábado tomé
el ómnibus en Retiro y a media mañana llegué al pequeño pueblo. Dejé la mínima
valija en Los Eucaliptos, el único hotel del lugar, y, tomando mi cuaderno de
apuntes y notas, pregunté por la casa de Spinelli. El conserje —jovenzuelo de
no más de dieciséis o diecisiete años—, cuando cometí el acto innecesario de
revelarle cuál era mi propósito, al instante se tomó la libertad de llamarme profe, pero, en compensación, sabía
exactamente quién era Spinelli y dónde vivía, y me indicó cómo trasladarme a lo
largo de unas ocho cuadras.
En el trayecto advertí que la topografía de
Santa Stella Maris era bastante curiosa. Sólo vi dos escasas playas de arena.
En su mayor parte, el pueblo se eleva no menos de cincuenta metros sobre el
nivel del mar; las olas baten contra un acantilado casi vertical que, en su
parte superior, deviene en una planicie prolongada en la rambla de la avenida
de circunvalación.
La vivienda parecía vieja
y algo descuidada, con gruesas rejas en puertas y ventanas que le daban cierto
aire colonial. En el breve jardín el césped estaba alto y mezclado con arena y
hojas secas. Junto al cordón de la acera se hallaban, a modo de contraste, dos
autos de origen francés: un impecable Peugeot 207 blanco que parecía recién
salido de fábrica, y un Renault Gordini, una especie de reliquia, fabricado en
la década de 1960 y ahora con deterioros y abolladuras en la chapa bordó: un
coche que siempre me había parecido feo y deforme, y que había visto muy rara
vez. Pensé que las personas de cierta edad —como era el caso de Spinelli—
suelen encariñarse con los objetos antiguos.
Abrió la puerta una
hermosa mujer, alta y morena, de unos treinta años, que, al rozarme con su
mejilla y darme un beso en el aire, dijo:
—Mucho gusto en conocerte.
Soy Carolina, la secretaria de Mario.
Por fin me encontré frente
a Spinelli. Si bien su fecha de nacimiento indicaba que aún no había cumplido
los sesenta años, lo cierto es que su aspecto era el de un anciano de no menos
de setenta y cinco y aun de ochenta. Extremadamente flaco y cargado de
espaldas, caminaba, en su elevada estatura, agobiado y vacilante, y se apoyaba
en un bastón metálico que terminaba en trípode. Vestía una bata amarronada que
algo tenía de rata o de laucha y que acentuaba aún más su imagen de hombre
enfermo y enclenque, y, según me pareció, desinteresado ya de la vida.
Su voz, más que grave, era
apagada y, a pesar de sus cuarenta años de estadía en la Argentina, conservaba
un indisimulable acento italiano.
Ley de compensación: el
brillante escritor de policiales resultó ser un hombre grisáceo, de respuestas
titubeantes y escasas. Evidentemente, los reportajes le parecían una serie de
convencionalismos sin sentido alguno. Se lo veía cortés, pero desganado. Era
muy miope: al leer, se acercaba al escrito hasta casi tocarlo con sus lentes de
muchas dioptrías y cristales ahumados (lo que me hizo inferir que Spinelli
sufría también de fotofobia, y que no podía soportar el esplendor del sol).
Sobre el escritorio no
había computadora sino una Olivetti Lexicon, y asocié esta predilección por lo
antiguo con la presencia del Renault Gordini.
Le expliqué someramente
cuál era mi propósito: escribir una extensa monografía sobre el conjunto de su
obra. Me agradeció, pero no pareció ni siquiera mínimamente halagado por mi
interés en su literatura.
—Le soy sincero… —dijo,
cuando el diálogo languidecía—. Hace unos cuantos meses que cada día que pasa
estoy más cansado y la verdad es que no tengo ganas de prestarme a entrevistas
ni de responder preguntas. Creo que un escritor habla por sus escritos, y no
por sus respuestas orales. Por lo que me dice, usted conoce bien mis libros…
Me apresuré a asentir, con el temor de que Spinelli no quisiera
colaborar en absoluto conmigo.
—Usted conoce bien mis
libros —repitió—. Yo puedo brindarle el conocimiento de mi “cocina” de
escritor. Aquí están mi mesa de trabajo, mi biblioteca, mis originales… Verá
apuntes viejos, esbozos. Cuentos empezados y abandonados… No soy de tirarlos
porque a veces en los papeles viejos encuentro ideas nuevas. Todo queda a su
disposición, joven. Trabaje nomás. Lo único que le recomiendo es que no cambie
nada de lugar: este aparente desorden es mi
orden, y en él hallo en seguida todo lo que necesito.
Este fue el trato, y a él
me ceñí.
5
Mis compromisos laborales
me ocupaban por completo de lunes a viernes. Pero ya me había acostumbrado al
método de llegar a su casa algunos sábados por la mañana; me hospedaba siempre
en Los Eucaliptos, y el conserje, el adolescente llamado Kevin, hijo del dueño,
ya sabía que yo era “el profe que iba
a la casa del escritor Spinelli”.
A veces, el novelista se
hallaba en la casa. Yo me quedaba trabajando en su biblioteca; Carolina solía
traerme café y unas galletitas, y se retiraba. Spinelli nunca escribía en días
feriados y me dejaba investigar en paz, mientras él deambulaba, fumando su
pipa, por otras habitaciones de esa casa rectangular y enorme. Lo cierto es
que, sin que pueda explicar la causa, el golpeteo contra el piso de su bastón
con trípode me infundía cierta angustia difusa.
Sin embargo, la mayor
parte de los sábados Spinelli estaba ausente. Entonces me atendía Carolina, que
no era su secretaria, como supuse al comienzo, sino la mujer con la que
convivía.
Era llamativo que una
muchacha de treinta años, bella, con curvas y de insinuantes movimientos,
viviera con un hombre que la doblaba en edad. Un hombre que poseería muchas
virtudes intelectuales, es cierto, pero ningún atractivo físico. Débil, quizá
enfermo, claudicante, acaso cerca de su muerte… (Una repisa de su estudio tenía
cierta semejanza con el estante de una farmacia: medicamentos contra la
artrosis, contra la artritis, contra el reumatismo, contra el insomnio: leí
Dormitol, Dendron Toxicus, Rhus
Toxicodendron, Rendo Rhodo, Rhus Algiol, Somnibonus, etcétera.)
Chocaba con la austeridad
de Spinelli cierta ostentación —diría— en el vestuario de Carolina. Aunque nada
entiendo de modas ni de indumentaria femenina, me pareció que la muchacha —al
igual que ciertas estrellitas de la televisión— siempre se hallaba estrenando
ropas nuevas. Sin duda las pingües regalías de los best-sellers del novelista le proporcionaban un excelente vivir y
muchos gustos: por ejemplo, supe que el Peugeot blanco era de su propiedad, un
regalo que, “porque sí”, le había hecho Spinelli, quien sólo utilizaba el viejo
Gordini.
Empezaron a hostigarme
ciertos pensamientos peligrosos… Un sábado se me ocurrió preguntarle a Carolina
por qué tan pocas veces Spinelli se encontraba en la casa.
—En casi toda la mitad del
año pasado —me dijo— anduvo de viaje por Italia; allá tiene muchos parientes.
Ahora suele estar en casa de lunes a viernes, que son los únicos días en que
escribe. Pero prácticamente todos los viernes a la noche se sube al Gordini y
se va hasta Mar del Tuyú a visitar a una hermana enferma que ya no puede
caminar. Pasa la noche ahí y se queda también el sábado; suele regresar el
domingo al mediodía.
Pensé: “Quiere decir,
bombonazo, que vos estás sola durante todo el sábado”.
No quiero entrar en
vergonzosos detalles eróticos ni tampoco afirmo que Carolina me buscó a mí ni
que yo la busqué a ella. El hecho es que uno de esos sábados no regresé, como
había sido mi costumbre, a Los Eucaliptos para almorzar y dormir una
siestecita: comí en el antecomedor con Carolina y con Carolina terminamos en la
cama matrimonial de Mario Spinelli. Yo sentí un poco de remordimiento, no lo
niego, pero también me dije que mis veintiséis años me autorizaban a disfrutar
de esa Carolina a quien posiblemente su marido (o lo que fuera) ya no lograba
satisfacer.
La muchacha y yo
ingresamos en una suerte de rutina. Mediante el teléfono ella me avisaba, los
viernes, si era factible o conveniente mi viaje hasta Santa Stella Maris: en
general predominaron los avisos positivos. La casa de Spinelli se convirtió en
mi casa de los sábados y Carolina en mi mujer de los sábados.
6
Un miércoles, muy, muy
temprano (serían las cinco de la mañana), me despertó el teléfono. Era
Carolina. Al principio no lograba comprender qué me decía, pues ella mezclaba
aparentes incoherencias con risas nerviosas y con llantos.
Por último pude entender
la sorprendente noticia: Spinelli había muerto en un accidente de tránsito
producido en Santa Stella Maris. Me pregunté cómo podría uno accidentarse en un
pueblo casi sin autos y casi sin habitantes.
—Voy para allá —le dije.
Unas horas más tarde
llegué a Los Eucaliptos. Apenas me vio entrar, Kevin me dijo:
—¿Sabe, profe, que
falleció el escritor…?
—Sí, gracias, Kevin. Por
eso vine.
Dejé mi valija en el hotel
y corrí a casa de Carolina.
Me dijo que, sin que ella
pudiera explicárselo, Spinelli se había enterado de “lo nuestro”. La noche
anterior se lo había reprochado de mil maneras y habían sostenido una terrible
discusión. Cosa rara en él, y llevado por su angustia, Spinelli, durante la
disputa, había bebido varios vasos de whisky. Por último, y por completo
borracho, abandonó la casa, pegó un colérico portazo, subió al desvencijado
Gordini y partió. A la mañana siguiente el auto apareció semisumergido en el
mar, al pie de los acantilados, con tres puertas abiertas, la trasera derecha
por completo desprendida y la carrocería hecha toda un gran bollo.
La policía concluyó en que
“el sujeto, en evidente estado de ebriedad, según manifestaciones de la
cónyuge”, subió con su auto a la rambla de la avenida de circunvalación y se
precipitó, como una roca que rueda dando tumbos, hasta el pie de los
acantilados. Por los efectos de los golpes, se abrieron (o se desprendieron)
las puertas del vehículo, y el cuerpo de Spinelli fue despedido hacia el mar.
El cadáver, posiblemente alejado de la costa por el oleaje, aún no había sido
hallado. La Prefectura Naval se encontraba realizando las correspondientes tareas
de búsqueda…, etcétera.
Quiérase o no, Carolina se
hallaba contrita y bajo los efectos de los remordimientos y de la angustia. Me
pareció que lo más prudente era dejarla en soledad con sus cuitas, para que
elaborase sus pesares, y me volví a Buenos Aires ese mismo atardecer.
Al retirarme del hotel,
Kevin me dijo:
—¿Este sábado le toca
volver, profe…?
Tal vez por tener íntimas
aprensiones, me pareció que por la pregunta transitaba cierta ironía y que
Kevin sabía más de lo que aparentaba sobre mi relación con Carolina.
—No sé —fue toda mi
respuesta.
7
Pero, después de un
tiempo, reanudé mis visitas a la casa de Carolina. Omitiendo el hospedaje en
Los Eucaliptos, llegaba el sábado alrededor de las once de la mañana y me
retiraba el domingo a la noche.
Cuando se cumplió un mes
de la infructuosa búsqueda, la Prefectura —tal como lo indica la ley— declaró
oficialmente muerto a Mario Spinelli, y Carolina y yo pudimos, ahora libres y
felices, desembarazarnos de los últimos temores.
Aunque mi interés
literario por su obra no había disminuido un ápice, agregué el torpe aliciente
comercial de que el pequeño revuelo causado por la muerte de Spinelli
favorecería la difusión y la venta de mi libro de ensayos cuando se publicase.
De manera que retomé la tarea con renovados bríos; sin embargo, entre los
papeles del novelista no encontré mejores datos que los que ya me habían
brindado sus narraciones.
En algún momento de la
noche de un sábado y el amanecer del domingo, me desperté inquieto y permanecí
en la oscuridad. Carolina, profundamente dormida, no había oído nada. Presté
atención y me refregué los ojos.
Desde el estudio y la
biblioteca de Spinelli parecía venir el conocido golpeteo de su trípode
metálico sobre las baldosas. “No puede ser”, me dije. “O estoy soñando o, mucho
peor, estoy alucinado o loco”.
Los pasos y los golpes del
bastón se acercaban al dormitorio. La sacudí a Carolina:
—¡Despertate, Carolina,
viene Mario!
Se despertó pero no
entendió qué le decía yo.
—¿Cómo, cómo? —dijo varias
veces.
La conocida voz itálica de
Mario Spinelli disipó todas las dudas:
—Carolina y Federico:
¿estaban durmiendo…? ¿Durmiendo en mi cama…? Oh, discúlpenme si los desperté de
ese sueño dichoso y sin culpa.
Mecánicamente extendí el
brazo y encendí el velador.
De pie, erguido y elegante
como siempre, sonriente e irónico, nos miraba el doctor Manuel Ramírez Ansaldi.
Vestía equipo de gimnasia, y cargaba un bolso deportivo. De modo por completo
incongruente, calzaba guantes amarillos de goma, de esos que se usan para lavar
la vajilla. Hizo tintinear un manojo de llaves y apoyó el trípode contra la
pared.
Ignoro qué movimiento de
estupor habremos hecho Carolina y yo, pues la voz de Mario Spinelli añadió:
—No, no tengan miedo de
este fantasma… No soy una persona verdadera, sólo soy un inventor de ficciones
policiales que finge haber nacido en Piaggine y que se oculta bajo un seudónimo
verosímil. Apenas soy una creación, y no la única, de ese hombre que el mundo
llamado real conoce como Manuel Ramírez Ansaldi.
Y, tras lo que consideré
una aborrecible pausa de efecto, una especie de golpe bajo de comedia barata,
continuó, ahora con la voz y las inflexiones habituales de Ramírez Ansaldi:
—Tengo mundo y sentido
común, y puedo comprender cuáles se presumen que son los derechos de la
juventud confrontados con los deméritos de un anciano enclenque y acaso
moribundo. Les sugiero vestirse y asearse, y que pasen luego al comedor, donde
podremos conversar de cuestiones varias.
Bueno, no sé… No tengo
manera de entender y mucho menos de describir los caóticos pensamientos que
bullían en mi cabeza. A pesar del discurso tranquilo de Ramírez Ansaldi,
Carolina estaba aterrorizada. Creo que yo no sufría miedo físico, pero percibía
que un arroyo falaz corría por debajo de las palabras del profesor.
Fuimos al comedor. En
efecto, nos esperaba, sentado a la cabecera de la mesa. Con un ademán nos
indicó que nos sentáramos a ambos flancos. Había dispuesto tres vasos, llenos
casi hasta el borde, de whisky con hielo. Señaló la botella, recién empezada:
—Lamento que sea el
popular Criadores y no el Caballito Blanco, pero es lo que, en el apuro,
alcancé a comprar en un chino cualquiera. Para empezar, propongo un brindis
tripartito.
Extendió el brazo derecho
y su vaso chocó con el de Carolina y con el mío.
—Ad multos annos —dijo, con una sonrisa.
Bebió un largo trago, con
los ojos cerrados, en la misma actitud que yo le había visto en el bar de la
avenida Pedro Goyena.
—El profesor Loiácono es
dueño de muchos talentos, es inteligente, posee relativa percepción literaria,
mediano sentido crítico, discernimiento más o menos loable… En resumen, es lo
que podríamos llamar un hombre razonablemente brillante. Además, es alto, buen
mozo, simpático, “entrador”, “canchero”… Joven y ambicioso, suele lograr lo que
se propone. Es, en suma, un winner,
¿no es cierto?
Esta pregunta se dirigió
simultáneamente a Carolina y a mí. Yo me limité a esbozar un gesto vago, que
tanto podía significar afirmación, negación o duda.
—En cuanto a mí, confieso
que tengo dotes histriónicas; además, me encantan el juego literario y las
imposturas, las personalidades trocadas…
Sin duda, Ramírez
disfrutaba de la pequeña obra teatral que estaba improvisando ante dos
espectadores.
—Un individuo de mi bien
ganado prestigio académico de humanista clásico no podía descender a escribir best-sellers, ese producto vil que yo
desprecio profundamente. Ser dos personas en lo íntimo es más sencillo que ser
dos personas en lo exterior, pues, en este caso, puede intervenir la
incredulidad de quienes contemplan nuestra representación. No es fácil
disfrazarse… Por ejemplo —me miró, sonriente— usted, joven Federico, es, en
realidad un frívolo tenorio que, por quién sabe qué equívoco, en algún momento
se creyó un crítico literario, ¿no es cierto?
—No —repliqué—, no es
cierto. La realidad es la inversa: en todo caso, soy un crítico literario que
sucumbió a la humana tentación.
—Muy bien. Así será: no
veo motivo de polémica. Sin embargo, me sorprende que, a pesar del acceso que
ha tenido a las cumbres de las letras, haya podido interesarse en la bazofia
que escribía Spinelli, ese traficante de la infraliteratura, cuyas regalías, es
verdad, sostenían el bienestar, el piso de la calle Maure, el Be Eme de
Ramírez… En este punto advierto cierto fracaso mío en cuanto profesor…
Su mirada se detuvo unos
instantes en mis ojos: y había tristeza en ella.
—Disfraces físicos… Creo
que pelucas o barbas postizas sólo sirven para llamar la atención sobre su
portador. Yo preferí inventar calvicie mediante el rasurado de la testa, allí
donde mis cabellos aún conservan su color original; patillas y barba se dejan
crecer, naturalmente, blancas y luengas. Caminar agobiado, ayudarme con bastón,
usar gafas de fotófobo, vestir bata de geriátrico…: un juego de niños. Quien
sabe hacer lo más, sabe hacer lo menos: si puedo apoderarme de las voces de
Gardel o de Sandrini, puedo también algo mucho más fácil: inventar el habla
itálica de Mario Spinelli. En fin…, creo que las palabras sobran. La muy
cariñosa Carolina comprenderá así por qué su esposo (iba a decir su amado esposo; a la luz de los hechos
prefiero vetar el adjetivo) se alejaba en un inexistente viaje a Italia en la
última mitad del año, momento en que aparecía en Buenos Aires convertido en el
doctor Ramírez Ansaldi, en el segundo cuatrimestre universitario. Y el joven
Loiácono ya habrá adivinado por qué proclamaba que en la primera parte del año
solía estar en Grecia o en Israel.
—Discúlpeme, doctor, y se
lo pregunto con todo respeto: ¿por qué armó toda esta comedia?
—¿Por qué…? Por razones estrictamente literarias. ¿Qué
fin puede y debe perseguir un narrador? El único posible: un fin meramente
hedónico: el placer de fabular, de crear ficción, de pergeñar realidades y
mundos. La verdad es que mi intención no iba, al principio, más allá de
practicar un poco el juego de “apariencia y verdad”. Pero… Loiácono solía
contemplar con codicia y lubricidad el trasero y los pechos de Carolina.
Advertida esta circunstancia por Spinelli, decidió, de común acuerdo con
Ramírez Ansaldi, aplicar el método de “El curioso impertinente”. El doctor obró
como Anselmo, el joven ambicioso como Lotario, la muchacha como Camila, y el
resultado (lamentable) fue similar al que imaginó Cervantes en su relato.
En este punto yo iba
advirtiendo una especie de alejamiento o de vaguedad en la visión del comedor,
de la mesa, de las sillas, de la botella de Criadores, de Ramírez Ansaldi, de
Carolina… Una suerte de súbito aburrimiento, o de sopor, empezaba a hacerme
desinteresar de las palabras de ese farsante.
—Acostumbrado, como estoy,
al whisky, los dos vasos de la noche del accidente no podían producirme el
menor efecto etílico, pero sirvieron para que Carolina me creyera ebrio.
También yo he pagado algún precio. Al fin y al cabo, no dejo de ser un porteño
sentimental y tanguero: les confieso que se me saltaron las lágrimas cuando me
vi obligado a estrellar en los acantilados a mi Gordini 64, esa querida
carrindanga.
Intenté responder algo (no
sabía qué), pero la lengua se me trababa y apenas logré farfullar unas sílabas
inconexas.
—Claro —dijo Ramírez,
exhibiendo un frasquito en la mano izquierda—, el Dormitol, medicamento de
venta libre, es una marca comercial; la droga es la melatonina, que está
contraindicada cuando se bebe alcohol, pues su efecto se potencia demasiado. La
bella Carolina y su atractivo galán la han bebido con su whisky…
Entonces vi, ahora en
primerísimo primer plano, su mano derecha, enguantada y amarilla, y, en la
mano, una pistola que se prolongaba en el cilindro de un silenciador.
Apuntó a la cabeza de
Carolina y disparó… Disparó ¿cuatro, seis, tiros…? No lo sé. Carolina se
derrumbó en la silla, hecho su hermoso rostro una masa sanguinolenta.
En seguida quitó el
silenciador de la pistola y dejó el arma sobre la mesa, junto a mi vaso vacío.
—Ahora le pondré digno colofón
a esta obra. Voy a llevarme mi vaso, pues no debe haber ningún motivo para
pensar que una tercera persona haya estado aquí de visita. Una vez en la calle,
haré un llamado anónimo a la policía: diré que, al pasar por tal casa, de tal
dirección, de Santa Stella Maris, oí una serie de disparos de arma de fuego.
Ocultaré las llaves de Caro en algún escondrijo, no demasiado recóndito, de
esta vivienda que conozco tan bien; la policía, tal como es su costumbre,
revolverá todo y terminará por encontrarlas. Los periodistas formularán, con su
sempiterna ligereza, conjeturas erróneas: “¿Por qué razón el asesino se encerró
por dentro y ocultó las llaves? Los peritos manejan diversas hipótesis”,
etcétera. La cuestión es que, durante las próximas ocho o diez horas, el joven
Loiácono dormirá profundamente y no podrá ni siquiera asomarse a la vereda.
Según parece, no le resultará fácil explicar por qué se halla encerrado en una
vivienda ajena con una mujer, la dueña de casa, muerta a tiros y con el arma
homicida que tratará, infructuosamente, de esconder.
Tomé la pistola, apunté
contra Ramírez y accioné varias veces el gatillo.
—El cargador está vacío
—explicó—. Ahora, y tal como yo preveía, usted ha dejado en la pistola huellas
digitales y muestras de ADN.
Guardó el vaso en el bolso
deportivo. Abrió la puerta y se retiró. Oí el ruido de las dos vueltas de
llave.
En ese momento, un
cansancio abrumador, una suerte de masa viscosa, cayó sobre mí y apoyé la
frente sobre la mesa. El sol brillaba cuando me despertaron los golpes de la
policía al tirar abajo la puerta de la casa.
*Christian X. Ferdinandus es el seudónimo conjunto de los
escritores argentinos Fernando Sorrentino y Cristian Mitelman.
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