Hay dos chinas en el subte que me miran y se ríen. No sé de qué mierda. Como todas las chinas, japonesas y orientales en general, cuando se juntan se ríen y hablan, bah, o al menos eso parece en esos idiomas extraños que usualmente suenan a estornudos tímidos. Se juntan y a los diez minutos comienzan los ji, ji jis. Eso usualmente no me jode. No soy xenófobo ni racista ni nada que se le parezca. Es más, me pueden pasar al lado un ejército de vietnamitas que ni bola les doy, bueno, salvo que tengan ese pestilente olor a ajo que suelen tener. Pero en líneas generales, por mí que las chinas se junten y se caguen de risa del mundo entero y se les rían hasta las chuchas en forma horizontal como dicen que las tienen, pero estas dos me miran y se ríen, y parece que se ríen de mí.
A las 8 de la mañana en el subte A, a la altura de la estación Once puede pasar cualquier cosa. Los vagones no están tan llenos como a las diez menos cuarto pero no tan vacíos como para sentarse cómodamente. La gente sale para el laburo, el noventa por ciento dormidos. El diez por ciento restante ya empezó a laburar: son los pungas. Yo me subo, apoyo el culo contra la madera del fondo, saco el diario, me aflojo un poco la corbata y empiezo por los chistes de atrás. Y ahí están ellas: tienen ambas minifaldas, un poco tempranas para este septiembre destemplado. Buenas gambas las dos. De la cintura para arriba como todas las chinas: no se pueden ni mirar. Igual hago un paneo disimulado y vuelvo a Clemente. Pero lo increíble: me miran y se ríen. Y me vuelven a mirar y cada vez se garcan más de la risa estas dos soberanas sol nacientes pelotudas.
Siete suena el primero. Siete y cinco el segundo. Siete y diez se prende la tele. Con lagañas en los ojos entro al biorsi. Meo de dormido. Si pinta me afeito, sino salgo con sombra. Una ducha para orientarme. Camisa, corbata, traje. Café instantáneo. Beso a mi jermu. Me llevo a la más grande al cole en el auto. Vuelvo al garaje, lo estaciono de vuelta y camino la cuadra que separa mi casa de la boca del subte. En el camino saludo a María y le compro unas pastillas para ex fumadores en eterna lucha entre comprar Marlboro y Mento Liptus. Todas las putas mañanas debatirme entre morir de cáncer de pulmón o atragantado por una pastilla pelotuda. Después comprar el mismo diario en lo de Celeste y Jaime, el matrimonio de Asturiano y Boliviana tan común y funcional a los destinos de grandeza de la patria. Cruzar Rivadavia esquivando colectivos y meterme en el inframundo saltando vendedores ambulantes, mendigos y rateros. Y de un tirón a Plaza de Mayo y a lo sumo llego al suplemento de espectáculos. Nunca al de deportes. Ese se lee después. Cierran las puertas de madera con su hosco sonido y ahí están: Hay dos chinas en el subte que me miran y se ríen. Sentada la una junto a la otra. Pelo lacio las dos. Oscuro. Bocas grandes. Chinas, o japonesas. Da lo mismo. Da odio ver cómo me miran y cuchichean. Y se me ríen. Mostrando los dientes desparejos y llevándose la mano a la boca como queriendo tapar el aliento a ajo. O vaya a saber qué cosa. Burlándose de mí y a las ocho de la mañana.
A la altura de Lima ya estoy en información general de tan nervioso que me pusieron me la pasé ojeando el diario de punta a punta sin leer realmente ninguna noticia. Y las chinas sentadas frente a mí siguen riéndose y la puta que las parió porqué carajo no se vuelven a la tintorería. Y encima lo único que les escucho decir es algo así como “chin, chin, chin” ¿qué mierda tendrán que ver los brindis a esta putísima y tempranísima hora de la mañana en que para mí es madrugada? Y dale nomás con el chin, chin. ¡Ya se sabe que son chinas, no hace falta que lo anden publicando en el subte a los gritos y cagándose de risa!
Llegamos a Plaza de Mayo y las chinas que se bajan primero. Se siguen cagando de risa de mí y una de las dos hasta se dá vuelta y me mira. Tenía la esperanza que al menos se bajaran en Perú, una estación menos pero era un minuto de respiro. El resto de la gente pasó el viaje sin enterarse de la cosa. Pero yo no. La cosa era entre las chinas y yo. Y me miraban, se tapaban la boca, se reían y dale con el “chin, chin”. Ese día tuve uno de esos días en que todo trabajo es poco, en que se empieza a las 8 y media de la mañana y no se sabe a la hora que se termina de tanto y tanto laburo. Pero igual las chinas y sus risas en el subte me seguían a todos lados. Cerca del mediodía las ganas de mear pudieron más que los dos escritos que tenía que sacar, los tres llamados telefónicos pendientes y el café que ya hacía media hora se había enfriado sobre mi escritorio. Sobre el mingitorio entendí una parte de la comedia china de la mañana: no todos los días uno se deja la bragueta abierta y encima justo el día que por los hongos del calor no te ponés calzoncillos para que la cremita te haga mejor efecto[1].
[1] Dos semanas después me enteré por un amigo japonés que “chin”, en su idioma, quiere decir algo así como “pito”.
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