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jueves, 20 de diciembre de 2012

LA REVOLUCION DE LA VIOLETA ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina


“Lo bueno es ético y lo ético, es bueno. No se pude separar una cosa de la otra

 Por más que duela en las tripas”. Paulo Freire

Mario era uno de los tres argentinos que había acompañado al Che Guevara en su aventura revolucionaria en Cuba. Casi no se habla de ellos en los libros de historia, tal vez porque no jugaron un papel preponderante en esa lucha que fue del pueblo cubano todo y quienes se destacaron fueron sus dirigentes revolucionarios.
         Lo conoció al Che en su estadía en México. Fue verse y atraerse mutuamente. A los pocos meses se convertiría en su ladero inseparable, que hacía todo lo que el Che quería y en más de una ocasión le salvó la vida por tener a mano la medicación para el asma.
      Este argentino desconocido estuvo desde el primer instante y luchó con Fidel, con Raúl, con Camilo y con el Che. A veces en la vanguardia, a veces en la retaguardia, pero siempre al lado de Guevara y su “Cuarta Columna”. Pasó meses planificando el asalto final a Santiago y ganó todas y cada una de las batallas que libró desde una punta a la otra de la Isla. Quedó miles de veces famélico y pasó frío y sed, pero podía más el hambre revolucionario de esos gigantes, que lo único que querían era ver al hijueputa de Batista huir con el rabo entre las patas, y dejar a Cuba en manos de los cubanos.
        La Plata, el Uvero, Santa Clara. Batallas donde lo que se jugaba era algo más que el pellejo. Era la dignidad del “hombre nuevo”, como solía decir el Che a la tropa. Escaramuza ganada y miles de campesinos que se sumaban. Y detrás de ellos venía la alfabetización, el sanitarismo y la solidaridad como bandera. No se agregaban a las tropas de “los barbudos” en la certeza de que iban a ganar, sino en la seguridad que seguían a hombres íntegros, valientes, bravos de toda bravura, que creían en su empresa con una fe inquebrantable.
       Meses de monte, de refugios seguros y no tanto. De comer salteado y mal. De convencer, hoy a Doña Gabinita en San Antonio y mañana al chango Ismael en Caballete de las Casas. Respiraban revolución y vivían como predicaban. Como auténticos revolucionarios.
        Lo que la historia no contó fue el romance de Mario con Violeta. Mario venía de vivir en La Habana y se sumó a las lides del Che allá por el comienzo, renunciando a su puesto de humillante botones en el mejor hotel de la Capital. Se fue sólo con su ropa en un atado al hombro, sin mirar atrás, por la promesa de un futuro incierto. Violeta era enfermera, comunista colombiana, y quiso el destino que se conocieran casi desde el principio. Amor y revolución fueron un cóctel inseparable. Durante los 14 meses que duró el avance de las milicias se hicieron uno solo. Un día los descubría disparando espalda con espalda contra la milicada de Batista y otro haciendo el amor a la luz de la luna, adentro del río, en una noche estrellada y en uniforme verde oliva.
      Fue el amor más grande y maravilloso que tuvo Mario entre sus manos. Baja, morocha y de carácter, la boina roja en ella no era un adorno, era su segunda naturaleza. 14 meses de locura, amor y revolución, que es una misma cosa. En toda su vida Mario había probado las mieses del querer como en esos días sublimes. Y nunca más lo volvería a sentir. Su muletilla inquebrantable era y le decía: “Jamás dos cuerpos estuvieron tan hechos el uno para el otro”, mientras Violeta apoyaba la cabeza sobre su hombro.
     Al llegar a Santiago triunfantes, las multitudes coparon las calles con vítores, y con la esperanza de que no se repitiese la historia de ultraje y despotismo que había asolado a la Isla desde que tenían memoria. Violeta fue asignada a un hospital central de La Habana y Mario al Departamento de Industrialización junto con el Che, como no podía ser de otro modo. Se despidieron entre llanto y risas, con la promesa de verse en cuanto sus obligaciones revolucionarias lo permitieran.
      Pasó un mes y ante la ausencia de noticias, Violeta buscó a Mario por toda La Habana hasta que lo encontró. Casa amarilla, barrio pobre y revelación funesta. En esa casa Mario vivía desde hacía más de 15 años, en matrimonio con una cubana bonita. Dos pequeños hijos completaban el combo. Fue enterarse y darse vuelta con una infinita y desgarradora tristeza. Alguien le contó de la visita a Mario, y el argentino le escribió una infructuosa carta que no recibió respuesta alguna. A los 4 meses se encontraron en un congreso del PC Central y se amaron esa noche como si Mario jamás hubiese estado casado. Con eterna tristeza Mario le dijo su indeclinable y revolucionaria decisión: Los hijos primero, y los hijos venían con la madre. Y él no podía darse el lujo de entregárselos a la burguesía. Debía adoctrinarlos desde pequeños, ese era su karma y su maldición.
        Al principio las cartas se fueron sucediendo como entre perro y gato. En definitiva, el odio no es sino la contracara del amor. Luego se fueron espaciando. El argentino se enteró que Violeta había acompañado al Che a sus aventuras fallidas en Congo y en Bolivia. Un día le llegaban noticias que estaba muerta, otro que estaba de pareja con un compañero de militancia a tan sólo 200 kilómetros de donde vivía. El tiempo fue borrando los recuerdos. Años después Mario enterró a su mujer cubana entre genuinas tristezas, junto a sus dos hijos, dignos integrantes del PC y asesores de Raúl.
       Esta historia me la contó mi abuelo mismo. Él es ese argentino olvidado. Él es Mario. Hoy está jubilado y tiene una pequeña casa que da al malecón sur de La Habana Vieja. Y cada vez que hablamos, me dice que sueña con que algún día se aparezca su Violeta, con la que vivió los 14 meses más maravillosos de su prolongada vida. Yo lo escucho y asiento con la cabeza. Le pregunto si quiere que le cebe otro mate, que es tan difícil de conseguir por estas costas. Y él, con su pelo ralo y sus esperanzas largas, me dice que si con la cabeza, mientras mira el mar celeste en su mecedora y espera…. espera por su Violeta.

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