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martes, 4 de diciembre de 2012

CLARITA, QUERIDA MÍA, por Salvador Alario Bataller, de Valencia, España


Fuente: LA EVA IMPOSIBLE (2012), Salvador Alario Bataller. Lulu.com, USA.

Lo mío con Clarita fue un flechazo, apenas la vi supe que iba a ser el amor de mi vida. Algo vibró entre nosotros que nos unió con la pasión de los enamorados. Era bonita, estilizada, el pelo lacio y rubio, los seños pequeños –como a mí me gustan- y el trasero chico, muy redondo, como una manzana. 

                Parecía una reina élfica, el tipo de mujer que había deseado desde que se me movieron las hormonas, y que, hablando con honestidad, nunca creí llegar a enamorar. Me amó, de eso estoy seguro, con su especial forma de amor, con todo su encanto y dulzura. Esas cualidades fueron precisamente las que me unieron a ella de una manera sólida, llegando a creer que había encontrado el tópico del amor verdadero.

               Yo no era un tipo común, siempre fui cordial, simpático y buen conversador, además de sentimental y ardiente, todo lo que una mujer podía desear. Conmigo tuvo, además de atracción, seguridad, estabilidad, una promesa de futuro y evidentemente eso hizo que el sentimiento creciera. Por lo demás, en el plano físico, éste que habla es del montón, aunque siempre fui consciente de que mí casi un metro noventa atraía poderosamente a bastantes mujeres, algo así como la fijación por las rubias, que algunos varones encuentran fuertemente atrayente. Total que nos conocimos, nos amamos y finalmente decidimos vivir juntos.
            Al principio, ella subvenía a todas mis necesidades, me prodigaba mil ternuras y cuidados, me hacía pues feliz, en el mismo grado que yo creía corresponderle. Aquel primer año en un piso modesto –un tercero sin escalera de sesenta metros cuadrados en una zona humilde- lo recuerdo como el mejor tiempo que pasé al lado de una mujer. Yo estudiaba oposiciones para profesor titular de la universidad y aportaba a la economía familiar el sueldo de un profesor no numerario. No estaba mal, pero el catedrático tenía las esperanzas puestas en mí y, ya que nunca he sido humilde, sé que era brillante, buen profesor y sobre todo muy estudioso. Me llevaba en general bien con la gente, el mundo me parecía aceptable, y solo me apenaba la muerte de mis padres acaecida en fechas recientes. Fui hijo de progenitores mayores –mi madre tenía cuarenta y dos cuando me tuvo- y, por eso, siempre anticipé con angustia una despedida prematura. El desenlace fatal le ocurrió a ella con un accidente vascular cerebral y, mal destino, mi padre murió dos años después con un accidente de tráfico. Así que, a los veinticinco me vi solo, en una ciudad extraña –en la que no obstante había hecho la carrera, desapegándome cada vez más del pueblo natal. Acabé vendiendo la casa y un pedazo de tierra que me correspondía exclusivamente por ser hijo único y con ese dinero y una dosis elevada de tristeza, encaré con desaliento la vida que tenía por delante. Poco después conocí a Clara, Clarita, y fue un regalo del cielo; era, como se dice, amiga, amante y compañera en el trabajo de los días. Sus padres, aunque económicamente bien situados y de talante bastante conservador, le permitieron independizarse a los dieciocho años, realizando una serie diversa de trabajos, desde gogó a cajera de supermercado y se lamentaba siempre de su pereza innata en los estudios, la cual le impidió poder acceder a un trabajo mejor.  Mantenía buenas relaciones con sus padres, con quienes íbamos a comer todos los domingos, personas afectuosas y honradas, que además le dispensaban un substancioso cheque cada mes. Al igual que yo era unigénita.
            Le gustaba la literatura y el arte –yo había estudiado germánicas, concretamente inglés- y se implicaba con entusiasmo en cualquier actividad cultural que yo le sugiriese, el cine, el teatro, la música. De vez en cuando intentaba obtener un empleo, pero el mercado laboral estaba muy cerrado, de manera que, al no ser estrictamente necesario, le aconsejé que estuviese en casa cuanto quisiese, sin agobiarse, que con lo que teníamos nos sobraba y que el futuro dijera. En todo caso, debía hacer lo que decidiese y ella utilizó casi todo el tiempo disponible estudiando cursillos, de mecanografía, de puericultura, de diseño, hasta de astrología, pensando que, tal vez, algo de ello le serviría en un futuro y si no se daba el caso, nada importaba, porque nos teníamos el uno al otro.
            Lo único que lamentaba alguna vez radicaba en que fuera tan absorbente, porque quería que siempre estuviese pendiente de ella, que le demostrase amor a todas horas, que formásemos una piña y, paralelamente, llevaba mal los momentos de enclaustramiento que día a día, a causa de mis estudios, me veía en la obligación de llevar a cabo. Sin embargo, sopesando los pros y los contras, la nuestra era una relación envidiable y los pocos amigos comunes –que en realidad eran los suyos- nos tenían como un modelo de afecto y armonía; en suma, como decía Clarita, formábamos una pareja ideal.
            Conseguí la titularidad al año siguiente, y en dos más ya era agregado. La cátedra, mediante el tiempo y el trabajo de rigor, resultaba muy probable que la obtuviese. Aparte de los momentos en que se encerraba dentro de sí  y tenía que sacarle con cuchara las nimiedades por las cuales se preocupaba, nuestra tónica de felicidad y relajo se mantuvo estable, hasta que me vi obligado a viajar por el país para impartir algunas conferencias y en ocasión de  formar parte de tribunales de oposiciones. La veía más tensa, más distante, inexplicablemente irritable, hasta que un día estalló y me dijo que se sentía desgraciada porque no la quería. A esta bronca siguieron algunas más, y yo, necio o poco hábil, evitaba el la confrontación replegándome a sus deseos primero, pero huyendo de la casa y recurriendo a la compañía de amigos para intentar paliar y sobrellevar mejor una situación que se estaba volviendo insoportable. No tardó en acusarme de que la había engañado, estafado, y por aquellos días, fue cuando me acusó de serle infiel. A partir de esa discusión, en el hogar antiguamente apasionado y tranquilo, se desencadenó el infierno. Sobrevino lo peor, el descontrol total, cuando comenzó a montarse películas e intentar controlar hasta el aire que respiraba.
            Permanente angustiada hacia caso omiso a mis consejos, nunca tenía atenciones suficientes con las que tranquilizarla. Tuvo un intento de suicidio, motivado no por la desesperanza fundamental del depresivo sino, tal como confesó, para llamar mi atención. Eso implicaba también retenerme bajo sus faldas y exigirme cualquier despropósito. En escasos momentos de tranquilidad llegaba a reconocer que sus celos eran excesivos, que la desbordaban, que la mantenían insomme noche tras noche y sumida en un estado constante de nerviosismo. En el paroxismo, llegaba a autoagredirse, tirándose del cabello o golpeándose la cabeza contra la pared, arañándose y escapándose con el coche a todo gas sin dirección definida, saltándose los semáforos. La salvó probablemente el que siempre lo hacía de noche y la fortuna, que parecía no abandonarla en esos momentos de crisis, la libró de un accidente fatal. Incluso tuvo un intento de defenestración, que logré evitar. La agresividad también la proyectaba hacia mí, primero verbal, pero después llegué a parecer un Cristo, yendo a la facultad con las mangas bajadas, incluso en verano, para ocultar los arañazos, mordiscos y moratones.
            Después comenzó a automedicarse, atiborrándose de tranquilizantes y antidepresivos, que una amiga que llevaba veinte años en tratamiento psiquiátrico, le dispensaba sin moderación. Eso la aplacó un tanto, pero la causa fundamental de sus arrebatos estribaba en la gran inseguridad, debilidad y dependencia que, como rasgo de personalidad, subyacía a sus celos patológicos y se expresaban en la agresividad, el control hacia mí y el pavor a ser abandonada o traicionada característicos de estas personas que, en cualquier caso de celotipia, como en su caso, no tenían ningún motivo para sospechar de la pareja.
            Sospechando constantemente infidelidad de mi parte, ejercía insistentemente comportamientos excesivos para encadenarme a sus miedos, como inspeccionarme las llamadas perdidas, el mesenger, la agenda u olerme la chaqueta por si expelía el perfume de otra hembra. A ello debía añadirse los constantes interrogatorios, cuyas respuestas mismas nunca satisfacían porque incrementaban la inseguridad de base de manera inevitable. A cualquier chica que mirase, aunque fuera más fea que Pifio, atribuía un romance seguro conmigo y después se producía un tiempo horroroso de depresiones, discusiones, y violencia. Incluso un día la descubrí siguiéndome en taxi cuando yo conducía en dirección a la facultad. Había tocado fondo, ya no podía más. Era su vida o la mía.
            Así que huí, después de pedir a escondidas el traspaso a otra universidad, cuidándome muy mucho de que ella no supiese mi paradero. Aparentemente fuera de peligro, a doscientos kilómetros de mi antigua ciudad, me extrañó sobremanera no tener llamadas telefónicas, ni que me dejase de acosar de aquella forma abrupta –a primera vista no había forma de hacerlo, pero los celosos patológicos suelen desarrollar estrategias mil para localizar y hostigar a la pareja- , pero resultó, como me dijo un amigo veinte días después de mi huida, que Clarita estaba viviendo en nuestro piso con un tipo que era todo lo opuesto a mí, un energúmeno zafio, hediondo, gordo y borrachín, que no daba un palo al agua, que vampirizaba el cheque de sus padres, que la tenía dominada -con lo cual Clarita parecía encantada- y que, además, para más INRI, de vez en cuando, se le iba la mano. 

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