(Este cuento ganó el primer premio de relatos cortos Villa de Salobreña 2007 – Granada - y el primer accésit certamen de cuentos de Ibercaja 2007 – Zaragoza)
La vieja, en cuclillas, observa pensativa las dos lineas paralelas que ha trazado en la arena. Al cabo de un rato apoya la frente sobre ellas y murmura unas palabras que Njiain no alcanza a entender. Pero sí puede oir su respiración agitada y darse perfecta cuenta del leve temblor de su cuerpo. Es anciana, muy anciana. Nadie sabe sus años. Cien, doscientos, tal vez más. Domina la magia y nadie duda de que es capaz de comunicarse con los seres malignos portadores de enfermedades y desgracias que habitan allá donde la luz nunca llega.
La mujer extiende sobre los dos surcos, cruzándolos, la piel seca de un áspid que agarra por uno de sus extremos con la mano izquierda. La otra, entre cuyos dedos brilla la hoja de un cuchillo, la esconde a su espalda. Lentamente recorre con su lengua el pellejo en un largo beso lascivo. Un rastro de saliva humedece las escamas polvorientas del reptil. Todos saben que muchas serpientes venenosas son el disfraz tras el que a menudo se ocultan de la claridad, para atacar con una dentellada repentina y mortal, los moradores de lo oscuro. Njiain ha de confíar en la hechicera, en sus poderes, en la sabiduria que acumula tras tantos años de vida. La observa en silencio, respetuoso, acurrucado en un rincón de la choza, atento a cada uno de sus movimientos impregnados de misterio. Cree entender que ese beso es un acto de sumisión previo a la rogativa por la salud de Eirhuna. Por eso se alarma cuando, con la velocidad del rayo, la mano oculta de la vieja clava el cuchillo en la piel del áspid y la cubre con arena. De sus labios escapan extraños silbidos y un hilo de baba que le recorre el mentón. De pronto se retuerce, gime, extravia la mirada, se desploma y hunde el rostro en el suelo. Nada en ella se mueve durante unos minutos que a Njiain le resultan eternos. Teme que esté muerta, que los demonios agazapados hayan sido mas fuertes que sus sortilegios y que Eirhuna y el hijo de pocos meses no tengan salvación. Un escalofrío de desesperación le sacude de la cabeza a los pies.
Suspira aliviado al advertir que la anciana respira. Y que al rato, con esfuerzo, se levanta, se sacude el polvo de sus pobres ropas y sin decir palabra recoge sus cosas: un capazo, unas piedrecillas de colores, el cuchillo, la piel de serpiente, el bastón en el que se apoya al caminar. Ya en la puerta extiende la palma de su huesuda mano derecha a Njiain, que deposita en ella un saquito de grano. Lo sopesa, asiente con un movimiento de cabeza, da media vuelta y se aleja renqueando. A los pocos metros detiene el paso y se gira.
-Tu esposa va a sanar y con ella vuestro hijo –dice-. Eso es lo que la tierra me ha dicho. Se cumplirá.
Njiain la pierde de vista bajo la nube de arena que levanta el viento, abrasador como un ascua. El Sahel, una extensión pedregosa y árida, de matorrales raquíticos, que se prolonga hasta el infinito, arde bajo un sol implacable.