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viernes, 18 de marzo de 2016

MÁSTER EN DIDÁCTICA Y EN PEDAGOGÍA, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España



Huid de escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales. Nunca perdáis contacto con el suelo; porque sólo así tendréis una idea aproximada de vuestra estatura.
Antonio Machado, Juan de Mairena.

El otro día vino un nuevo habitante a la residencia de ancianos, o de la tercera edad, eufemismo necio donde los haya. Antes de que me lo presentaran, doña Paquita me habló de él. No por nada especial sino para que me comportara con el hombre, y dejara mis ironías y sarcasmos de lado. Cuando la dama del grupo me dijo esto, intuí que el nuevo inquilino no iba a ser de mi agrado, y que ella, sagaz, ya lo había notado. La pregunta, pues, era por qué pensaba doña Paquita que yo lo iba a atacar, o a mostrarme irónico o sarcástico con él. No tardó en surgir la bella explicación.

-El hombre -me dijo doña Paquita en tanto nos sentábamos en la vacía sala de lectura- he llegado aquí lleno de ilusiones, de proyectos y de ganas de hacer cosas. Se llama Ramón, don Ramón.
-No lo voy a atacar por eso -le dije a la dama sonriendo-. ¿Y qué cosas son las que quiere hacer el tal don Ramón? -pregunté un tanto intrigado- ¿Olvidarse de que es un anciano?
-No empiece, por favor. Parece ser que este hombre -me explicó doña Paquita- en su juventud tuvo inquietudes artísticas. Le dio por el teatro. Durante algún tiempo tuvo una especie de compañía, representó varias obras; y, al parecer, le ha quedado el gusanillo de las tablas.
-Ya -le dije-. Y ahora, intuitivo que es uno, pretende crear un grupo de teatro aquí en la residencia, y por eso teme usted que yo me ría de él.
-Sí, algo así. Yo le rogaría que fuera prudente. El hombre parece muy entusiasmado.
-Eso es porque no sabe dónde se ha metido. Se desengañará antes de dos semanas. Yo soy partidario de desvelarle el contexto. La ironía, señora mía, como dijo Durrell, es un guante vuelto al revés. Es decir ternura disfrazada.
-Sí, pero a veces ese cariño o ternura es o puede ser un tanto cruel.
-Más cruel es que se estrelle sin que nadie le ofrezca un colchón o le coloque una red bajo su cuerpo.
-Es decir, que no me va a hacer caso.
-No he dicho eso. Le voy a hacer caso a usted. Al fin y al cabo, a estas edades no creo que el fracaso le suponga un disgusto muy grande. Ni que este le dure mucho.
-¿Y por qué sabe usted que va a fracasar?
-Mire a su alrededor. Y no interprete esto como un desprecio hacia nadie ni hacia nada. Sencillamente mire a su alrededor.
-Bueno, a lo mejor -dijo negándose a dar su brazo a torcer- algunas de estas personas están esperando, como el arpa de Bécquer, la mano de nieve que sepa pulsarlas.
-Tal vez -le reconocí en tanto, de golpe y porrazo, recordé una lejana tarde en compañía de un viejo amigo ya fallecido.
-No está usted muy convencido -me dijo un tanto desanimada.
-Me ha recordado usted lo que me pasó hace años. ¿Me permite que se lo cuente? Le prometo hacerlo sin malicia, sin una pizca de malicia.
-Difícil lo veo en usted, pero adelante.
-Yo también tuve un gran amigo que fue muy aficionado al teatro. No, él no hizo ninguna obra, ni la escribió ni la representó. Era profesor, como nosotros. Él utilizó el teatro para motivar a los alumnos. Para que memorizaran textos de Quevedo, Cervantes -era profesor de lengua y literatura- y para explicar así, de una forma lúdica, los diversos movimientos literarios a lo largo de la historia. Yo le hice una pequeña adaptación de la Odisea. Fue un éxito. Al menos muchos de sus alumnos me hablaron bastante bien de él y de aquellas experiencias.
-Yo también creo que es un buen método de enseñanza. Pero nunca me he atrevido a ponerlo en práctica.
-Ni yo tampoco. Mi amigo, sin embargo, todos los cursos montaba entre tres y cuatro obras con los alumnos. Eso, como se puede imaginar, le suponía un esfuerzo enorme.
-Lo es sin duda.
-Hasta que un día un padre, muy enfado, dijo que no quería que su hijo perdiera el tiempo haciendo ni teatro ni payasadas, sino que estudiara y que sacara una buena nota en aquel viejo examen de acceso a la universidad. Este hombre se unió con otros padres; estos protestaron, hicieron asambleas, mandaron escritos y escupieron indignación; la protesta saltó las barreras del instituto, y el teatrillo de don Cristóbal se acabó.
-¡Ay, qué difícil es innovar!
-Lo de innovar es relativo, pues esa didáctica, dimanada del teatro, cuanto menos viene de la Edad Media.
-¿Y qué sucedió a continuación? Su amigo se lo pasaría mal.
-Relativamente. Lo que más le molestó es que un papanatas, apoyado por otros papanatas como él, terminaran con un proyecto que le estaba dando muy buenos resultados. Eso por una parte. Por la otra, le faltaba un año para jubilarse, y todo aquellos le resultó bastante indiferente. Todo lo referido a su trabajo, claro.
-La verdad -dijo una doña Paquita muy comprensiva- es que las ilusiones se van agostando. Y muchas veces es por hacer caso a gente que no tiene ni idea de lo que dice. Pero que...
-La democracia es la democracia, mal entendida, desde luego; pero así son las cosas. Por otra parte, y esto en plan irónico, donde una puerta se cierra otra se abre, aunque sea por poco tiempo, y para cerrarse definitivamente todas poco después.
-No hay nada definitivo salvo la muerte.
-Efectivamente. Pero se puede morir de muchas maneras. Así que poco después de esta reprimenda antiteatral, y también por mediación del padre de un alumno, mi amigo recibió una invitación...
-¿Usted ve? La esperanza es lo último que se pierde.
-Déjeme terminar. No se precipite. Invitaron a mi amigo a una cena de jubilados. Hasta hacía unos años, estos señores jubilados habían estado haciendo teatro en sus ratos libres. Pero se les murió el director, y ninguno de ellos se atrevió a ocupar su lugar. Querían que mi amigo se hiciera cargo del grupo, un grupo con inquietudes, le dijeron, y montara las obras pertinentes.
-Se abría otra puerta.
-Todo lo que se abre se cierra. Mi amigo no era un ingenuo. Le encantaba contarme que, de muy joven, empezó a salir con una chica; se enamoró de ella. Le contó a esta mujer, en sus primeros escarceos amorosos, que le gustaba mucho leer. Ella le dijo que a ella también. La felicidad completa. Hasta que un día lo llevó a su casa y le enseñó su digamos biblioteca: estaba compuesta por fotonovelas, revistas del corazón y algún que otro tebeo. A mi amigo le entró la risa tonta. Aquella chica, me dijo, era muy buena persona, pero sus amores no resistieron tan cruel prueba.
-Bueno -dijo doña Paquita sonriendo- seguro que intervinieron más factores. Aunque está eso de las afinidades electivas, desde luego.
-Esa es una historia que mi amigo nunca olvidó. Así que siempre que alguien le decía que le gustaba leer o estudiar preguntaba qué, pues sabido es que nuestros presidentes del gobierno son muy aficionados a leer periódicos deportivos.
-Ya salió la ironía. Pero en fin, es inherente a usted. ¿Y cómo acabó la aventura teatral?
-Como era previsible: aquel grupo de jubilados pertenecía a una parroquia, o estaban metidos en una parroquia. Cenó con ellos en una amplia sala de la iglesia adjunta. Lo cual, ya de entrada, le produjo una mala sensación. Se confirmó poco después, cuando el padre de un exalumno, el que se había puesto en contacto con él para que dirigiera aquel grupo, comenzó a presentarlo. Durante la presentación tuvo que pedir silencio varias y repetidas veces: en tanto el padre hablaba, una jubilada chismorreaba con el otro jubilado teniendo la precaución, eso sí, de taparse la boca. Me dijo mi amigo que le recordó a los necios que hablaban en clase cubriéndose la cara con una libreta. Y el de más allá comentaba con un medio sordo cualquier cosa; el otro enseñaba fotos de sus nietos, grabadas en el móvil... Tal comportamiento aumentó su malestar. Así que cuando tomó la palabra dijo que tenía muy poco tiempo libre, que él quería hacer teatro clásico...Lo interrumpió un señor para proponerle que montaran El coro de los esclavos. Mi amigo se quedó de piedra. Le contestó que eso es una ópera. Y el señor, dando fuertes puñetazos sobre la mesa, elevando el tono de voz, juró y perjuró que es una obra de teatro, y que él la había visto; que salen los esclavos con cadenas, y que uno los quiere liberar... El otro, interrumpiendo al esclavista le pidió, dado que estaban llevando una campaña sobre ello, una obra en contra del aborto. Otro, gritando, dijo que él quería hacer obras de risa y de equívocos; que se acordaran de lo bien que se lo pasaron en la última obra que hicieron, cuando él hizo de mariquita. ¡Y muy bien que lo hiciste! -le gritó alguien. Y así se entregaron todos al recuerdo de aquella gloria pasada hablando todos con todos y no enterándose nadie de nada.
-Y su amigo se fue.
-Para nunca más volver. Me dijo, eso sí, que fue una verdadera pena no haber asistido a alguna cena similar al principio de su carrera como profesor. La experiencia, impagable, le hubiese evitado muchos disgustos. Y le hubiera sido mucho más útil que todos aquellos necios cursillos sobre educación y pedagogía a los que tuvo que asistir, obligatoriamente, y que no le sirvieron más que para perder el tiempo. Aquí, durante la cena con los jubilados, pudo descubrir el verdadero material con el que se enfrentaba. Y que la distancia entre abuelos, padres y nietos es la misma que hay entre un cabello y otro cabello de la misma coronilla de la misma cabeza.
-Pero usted sabe que no todas las personas son así.
-Por supuesto. Esa misma tarde mi amigo, así me lo contó él, había asistido a una reunión de doctores y licenciados en la universidad. Nada tenía que ver una reunión con la otra. Por eso le digo que es importante, muy importante, saber dónde se está y con quién. Pero no tema: no seré yo quien desilusione a su don Ramón.
-¿Va a hacer usted teatro? -me preguntó maliciosa.
-No señora -le respondí-. Mi cuerpo es lo más inútil que ha hecho el Señor, honor y gloria a ti: no sé bailar, no sé moverme, no sé disimular, no sé fingir más que en muy determinadas ocasiones. Por lo tanto, señora mía, ni sirvo para estos menesteres ni para muchos otros.
-Nunca es tarde para aprender.
-Ya es viejo Pedro para cabrero.
-Usted se hubiera llevado de maravilla con Sancho Panza.

-No le digo que no. Este, al fin y al cabo, sólo subió una vez a una plataforma o pedestal o tablas, y no para enorgullecerse sino para mejor conocerse. Sí, el mozo no era tonto. A mí, a estas alturas, no me hacen falta las tablas.

1 comentario:

  1. Interesante como la conversación se derivó en la desilusión del personaje, que explica su personalidad.

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