Huid de escenarios, púlpitos, plataformas y
pedestales. Nunca perdáis contacto con el suelo; porque sólo así tendréis una
idea aproximada de vuestra estatura.
Antonio Machado, Juan de Mairena.
El otro día vino un nuevo habitante a la
residencia de ancianos, o de la tercera edad, eufemismo necio donde los haya.
Antes de que me lo presentaran, doña Paquita me habló de él. No por nada
especial sino para que me comportara con el hombre, y dejara mis ironías y
sarcasmos de lado. Cuando la dama del grupo me dijo esto, intuí que el nuevo
inquilino no iba a ser de mi agrado, y que ella, sagaz, ya lo había notado. La
pregunta, pues, era por qué pensaba doña Paquita que yo lo iba a atacar, o a
mostrarme irónico o sarcástico con él. No tardó en surgir la bella explicación.
-El hombre -me dijo doña Paquita en tanto nos
sentábamos en la vacía sala de lectura- he llegado aquí lleno de ilusiones, de
proyectos y de ganas de hacer cosas. Se llama Ramón, don Ramón.
-No lo voy a atacar por eso -le dije a la dama
sonriendo-. ¿Y qué cosas son las que quiere hacer el tal don Ramón? -pregunté
un tanto intrigado- ¿Olvidarse de que es un anciano?
-No empiece, por favor. Parece ser que este
hombre -me explicó doña Paquita- en su juventud tuvo inquietudes artísticas. Le
dio por el teatro. Durante algún tiempo tuvo una especie de compañía,
representó varias obras; y, al parecer, le ha quedado el gusanillo de las
tablas.
-Ya -le dije-. Y ahora, intuitivo que es uno,
pretende crear un grupo de teatro aquí en la residencia, y por eso teme usted
que yo me ría de él.
-Sí, algo así. Yo le rogaría que fuera prudente.
El hombre parece muy entusiasmado.
-Eso es porque no sabe dónde se ha metido. Se
desengañará antes de dos semanas. Yo soy partidario de desvelarle el contexto.
La ironía, señora mía, como dijo Durrell, es un guante vuelto al revés. Es
decir ternura disfrazada.
-Sí, pero a veces ese cariño o ternura es o puede
ser un tanto cruel.
-Más cruel es que se estrelle sin que nadie le
ofrezca un colchón o le coloque una red bajo su cuerpo.
-Es decir, que no me va a hacer caso.
-No he dicho eso. Le voy a hacer caso a usted. Al
fin y al cabo, a estas edades no creo que el fracaso le suponga un disgusto muy
grande. Ni que este le dure mucho.
-¿Y por qué sabe usted que va a fracasar?
-Mire a su alrededor. Y no interprete esto como
un desprecio hacia nadie ni hacia nada. Sencillamente mire a su alrededor.
-Bueno, a lo mejor -dijo negándose a dar su brazo
a torcer- algunas de estas personas están esperando, como el arpa de Bécquer,
la mano de nieve que sepa pulsarlas.
-Tal vez -le reconocí en tanto, de golpe y
porrazo, recordé una lejana tarde en compañía de un viejo amigo ya fallecido.
-No está usted muy convencido -me dijo un tanto
desanimada.
-Me ha recordado usted lo que me pasó hace años.
¿Me permite que se lo cuente? Le prometo hacerlo sin malicia, sin una pizca de
malicia.
-Difícil lo veo en usted, pero adelante.
-Yo también tuve un gran amigo que fue muy
aficionado al teatro. No, él no hizo ninguna obra, ni la escribió ni la
representó. Era profesor, como nosotros. Él utilizó el teatro para motivar a
los alumnos. Para que memorizaran textos de Quevedo, Cervantes -era profesor de
lengua y literatura- y para explicar así, de una forma lúdica, los diversos
movimientos literarios a lo largo de la historia. Yo le hice una pequeña
adaptación de la Odisea. Fue un éxito. Al menos muchos de sus alumnos me
hablaron bastante bien de él y de aquellas experiencias.
-Yo también creo que es un buen método de
enseñanza. Pero nunca me he atrevido a ponerlo en práctica.
-Ni yo tampoco. Mi amigo, sin embargo, todos los
cursos montaba entre tres y cuatro obras con los alumnos. Eso, como se puede
imaginar, le suponía un esfuerzo enorme.
-Lo es sin duda.
-Hasta que un día un padre, muy enfado, dijo que
no quería que su hijo perdiera el tiempo haciendo ni teatro ni payasadas, sino
que estudiara y que sacara una buena nota en aquel viejo examen de acceso a la
universidad. Este hombre se unió con otros padres; estos protestaron, hicieron
asambleas, mandaron escritos y escupieron indignación; la protesta saltó las
barreras del instituto, y el teatrillo de don Cristóbal se acabó.
-¡Ay, qué difícil es innovar!
-Lo de innovar es relativo, pues esa didáctica,
dimanada del teatro, cuanto menos viene de la Edad Media.
-¿Y qué sucedió a continuación? Su amigo se lo
pasaría mal.
-Relativamente. Lo que más le molestó es que un
papanatas, apoyado por otros papanatas como él, terminaran con un proyecto que
le estaba dando muy buenos resultados. Eso por una parte. Por la otra, le
faltaba un año para jubilarse, y todo aquellos le resultó bastante indiferente.
Todo lo referido a su trabajo, claro.
-La verdad -dijo una doña Paquita muy
comprensiva- es que las ilusiones se van agostando. Y muchas veces es por hacer
caso a gente que no tiene ni idea de lo que dice. Pero que...
-La democracia es la democracia, mal entendida,
desde luego; pero así son las cosas. Por otra parte, y esto en plan irónico,
donde una puerta se cierra otra se abre, aunque sea por poco tiempo, y para
cerrarse definitivamente todas poco después.
-No hay nada definitivo salvo la muerte.
-Efectivamente. Pero se puede morir de muchas
maneras. Así que poco después de esta reprimenda antiteatral, y también por
mediación del padre de un alumno, mi amigo recibió una invitación...
-¿Usted ve? La esperanza es lo último que se
pierde.
-Déjeme terminar. No se precipite. Invitaron a mi
amigo a una cena de jubilados. Hasta hacía unos años, estos señores jubilados
habían estado haciendo teatro en sus ratos libres. Pero se les murió el
director, y ninguno de ellos se atrevió a ocupar su lugar. Querían que mi amigo
se hiciera cargo del grupo, un grupo con inquietudes, le dijeron, y montara las
obras pertinentes.
-Se abría otra puerta.
-Todo lo que se abre se cierra. Mi amigo no era
un ingenuo. Le encantaba contarme que, de muy joven, empezó a salir con una
chica; se enamoró de ella. Le contó a esta mujer, en sus primeros escarceos
amorosos, que le gustaba mucho leer. Ella le dijo que a ella también. La
felicidad completa. Hasta que un día lo llevó a su casa y le enseñó su digamos
biblioteca: estaba compuesta por fotonovelas, revistas del corazón y algún que
otro tebeo. A mi amigo le entró la risa tonta. Aquella chica, me dijo, era muy
buena persona, pero sus amores no resistieron tan cruel prueba.
-Bueno -dijo doña Paquita sonriendo- seguro que
intervinieron más factores. Aunque está eso de las afinidades electivas, desde
luego.
-Esa es una historia que mi amigo nunca olvidó.
Así que siempre que alguien le decía que le gustaba leer o estudiar preguntaba
qué, pues sabido es que nuestros presidentes del gobierno son muy aficionados a
leer periódicos deportivos.
-Ya salió la ironía. Pero en fin, es inherente a
usted. ¿Y cómo acabó la aventura teatral?
-Como era previsible: aquel grupo de jubilados
pertenecía a una parroquia, o estaban metidos en una parroquia. Cenó con ellos
en una amplia sala de la iglesia adjunta. Lo cual, ya de entrada, le produjo
una mala sensación. Se confirmó poco después, cuando el padre de un exalumno,
el que se había puesto en contacto con él para que dirigiera aquel grupo,
comenzó a presentarlo. Durante la presentación tuvo que pedir silencio varias y
repetidas veces: en tanto el padre hablaba, una jubilada chismorreaba con el
otro jubilado teniendo la precaución, eso sí, de taparse la boca. Me dijo mi
amigo que le recordó a los necios que hablaban en clase cubriéndose la cara con
una libreta. Y el de más allá comentaba con un medio sordo cualquier cosa; el
otro enseñaba fotos de sus nietos, grabadas en el móvil... Tal comportamiento
aumentó su malestar. Así que cuando tomó la palabra dijo que tenía muy poco
tiempo libre, que él quería hacer teatro clásico...Lo interrumpió un señor para
proponerle que montaran El coro de los esclavos. Mi amigo se quedó de piedra.
Le contestó que eso es una ópera. Y el señor, dando fuertes puñetazos sobre la
mesa, elevando el tono de voz, juró y perjuró que es una obra de teatro, y que
él la había visto; que salen los esclavos con cadenas, y que uno los quiere
liberar... El otro, interrumpiendo al esclavista le pidió, dado que estaban
llevando una campaña sobre ello, una obra en contra del aborto. Otro, gritando,
dijo que él quería hacer obras de risa y de equívocos; que se acordaran de lo
bien que se lo pasaron en la última obra que hicieron, cuando él hizo de
mariquita. ¡Y muy bien que lo hiciste! -le gritó alguien. Y así se entregaron
todos al recuerdo de aquella gloria pasada hablando todos con todos y no
enterándose nadie de nada.
-Y su amigo se fue.
-Para nunca más volver. Me dijo, eso sí, que fue
una verdadera pena no haber asistido a alguna cena similar al principio de su
carrera como profesor. La experiencia, impagable, le hubiese evitado muchos
disgustos. Y le hubiera sido mucho más útil que todos aquellos necios cursillos
sobre educación y pedagogía a los que tuvo que asistir, obligatoriamente, y que
no le sirvieron más que para perder el tiempo. Aquí, durante la cena con los
jubilados, pudo descubrir el verdadero material con el que se enfrentaba. Y que
la distancia entre abuelos, padres y nietos es la misma que hay entre un
cabello y otro cabello de la misma coronilla de la misma cabeza.
-Pero usted sabe que no todas las personas son
así.
-Por supuesto. Esa misma tarde mi amigo, así me
lo contó él, había asistido a una reunión de doctores y licenciados en la
universidad. Nada tenía que ver una reunión con la otra. Por eso le digo que es
importante, muy importante, saber dónde se está y con quién. Pero no tema: no
seré yo quien desilusione a su don Ramón.
-¿Va a hacer usted teatro? -me preguntó
maliciosa.
-No señora -le respondí-. Mi cuerpo es lo más
inútil que ha hecho el Señor, honor y gloria a ti: no sé bailar, no sé moverme,
no sé disimular, no sé fingir más que en muy determinadas ocasiones. Por lo
tanto, señora mía, ni sirvo para estos menesteres ni para muchos otros.
-Nunca es tarde para aprender.
-Ya es viejo Pedro para cabrero.
-Usted se hubiera llevado de maravilla con Sancho
Panza.
-No le digo que no. Este, al fin y al cabo, sólo
subió una vez a una plataforma o pedestal o tablas, y no para enorgullecerse
sino para mejor conocerse. Sí, el mozo no era tonto. A mí, a estas alturas, no
me hacen falta las tablas.
Interesante como la conversación se derivó en la desilusión del personaje, que explica su personalidad.
ResponderEliminar