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jueves, 13 de enero de 2011

U.R.S.S. ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina



Como todos los lunes de tarde daba clases en la facultad. Abogado devenido en especialista en comercio exterior, me había conseguido una cátedra de “Comercio Exterior”, en la Universidad de Maimónides. Pagaban mal, el horario era medio incómodo pero siempre me gustó dar clases. Siento que estoy actualizado, que los chicos me plantean un desafío, que es bueno para mí y para la sociedad. En definitiva, me gusta dar clases.

            Ese primer día del mes entré como lo hacía habitualmente. Dejé mi portafolio arriba del escritorio, escribí en la pizarra mis datos y me presenté. Eran cerca de treinta. Una clase chica si se las compara con las barriadas de la UBA, una clase abundante si el modelo es el páramo de la UNSAM o la Matanza.

            Nos presentamos todos, le pedí a cada uno de mis alumnos sus nombres y su correo electrónico, porque habitualmente las listas de presentismo no estarían hasta pasados los dos meses. Tenía que dar clase dos horas y recién empezaba. Y entre los granitos de los más adolescentes y el sueño de los laburantes, juro que hasta yo me estaba aburriendo.

            Comencé como era mi costumbre con una breve historia del comercio exterior, desde el mercantilismo francés de los luises hasta la actual etapa del multilateralismo y los bloques regionales. Con eso tenía para una hora larga. Veía los rostros de aburrimiento y de desconcierto en casi todos ellos. Eran pibes acostumbrados a las ecuaciones, a los asientos contables, a lo práctico. Y yo estaba allí, en mangas de camisa y corbata aflojada con el marcador en la mano haciéndoles una línea de tiempo. Unos pocos se acordaron que en la secundaria veían cosas parecidas. La gran mayoría tomaban nota para no caerse del pupitre.

            Cerca de la hora de clase, ahí nomás de la guerra fría, hubo alguien que me llamó la atención. Era una morocha, muy pálida y lánguida, con un par de ojos de noche que me miraba con un interés especial desde el fondo. Pollera cortita, pelo tipo carré, blusa desabrochada hasta el tercer botón y un cuerpo no muy llamativo, pero atractivo. Debía tener entre 18 y 20 años. El resto nada, pero ella era como si se bebiese mis palabras. Abría bien grandes los ojos y cada tanto asentía.

            A la hora y cuarto, descruzó sus bellas piernas y se pasó la lengua por los labios. Lenta e imperceptiblemente. Para todos menos para mí. Puso la barbilla sobre la palma de la mano y dejó de escribir. Se inclinó levemente hacia delante y me dejó ver el nacimiento de sus senos. Un poema eran. A partir de ese momento las cosas se me hicieron menos claras. Casado hacía muchos años, con dos chicos, jamás en mi vida había tenido un solo desliz. Fin de semana afuera con la familia. Vacaciones de verano e invierno. Un sexo bastante activo con mi mujer  - por demás atractiva - y yo enamorado de ella como el primer día.

            Pero ese era un bocadito que no se deja pasar así nomás, pensaba. Jamás había tenido una aventura y menos con una alumna de la facultad y mi mente andaba a mil. ¿Cómo se le decía que no a una chica tan linda y a la vez tan tentadora? ¿Qué decir si te invitaba a tomar un café? ¿Y si te decía algo más? ¿Cómo se reaccionaba? Mi cabeza era un trompo y confundía el pacto de Bretton Woods con la Organización Mundial del Comercio. Les dí – y me di - diez minutos de descanso, y mientras unos se iban al pasillo, hubo dos o tres que se quedaron. Entre ellos la morocha linda que había cruzado las piernas nuevamente y me miraba entornando las pestañas.

            Hice dos llamados a un par de clientes, consulté algunas notas y llamé a clase nuevamente. El MERCOSUR era el tema y mientras se desarrollaban los tres primeros artículos del Tratado de Asunción la niña se desabotonó el cuarto botón de la blusa, mostrando impúdicamente casi todo su sostén y apuntándome con sus bellezas directo a la frente. Comencé a transpirar como un condenado a muerte y le pedí a uno de pelo largo y patillas que me abriera la ventana.

            Cinco minutos más tarde se puso la lapicera entre los dientes y comenzó a mordisquearla como lo haría con un chocolate u otra cosa que bien podría ser mi nariz, la cual me agarré nerviosamente por temor a caer en sus fauces. La mirada de la nena era tan atrapante, tan cautivadora, tan hipnótica que llegué a un punto que no sabía si estaba dando la clase para los treinta o sólo para ella. La única certeza era que quería prolongarla nada más que para evitar ese momento incómodo. Ese momento fatal en que ciertamente no sabría ni que decir, ni qué responder, ni que contestar. La atracción había dado lugar a un miedo pánico y los gráficos sobre el PBI mundial se mezclaban con la cabellera rubia de mi mujer y los tobillos finitos de la morocha, dando como resultado una ensalada en mi cabeza.

            La clase debía terminar a las ocho y media pero la prolongué para bostezo de muchos hasta las nueve menos cuarto. Dejé el marcador sobre la pizarra, cerré mi maletín, les dije a todos hasta el lunes que viene, me puse el saco sobre la transpiración y decidí encarar mi suerte de la forma más digna posible. “Mirá, estoy felizmente casado” fue la primera respuesta que me vino a la mente. No, es tremendamente estúpido, pensé. “Hace veinte años que estoy casado y la quiero mucho a mi mujer” fue otra y era peor. ¿Cómo se le dice a una chiquilina de veinte años que uno podría ser el padre de ella, que no puede pasar nada, que uno quiere a la mina que tiene al lado, que la vida es larga y que uno no se la quiere complicar? No sabía y no lo supe nunca porque jamás me había enfrentado a una situación semejante. Yo no era Paul Newman, ni nada parecido. Jamás se me había presentado un caso igual y realmente no tenía ni la más pálida idea de cómo actuar.

            Para mi seguridad, entereza y tranquilidad, salieron todos los alumnos. No quedó ni uno. Ya más calmo, pensando que todas esas habían sido señales de mi imaginación febril, encaré la puerta de salida. Con la paz que da haber sorteado el peligro. “Debe ser el vencimiento de ese escrito” pensé preocupado y feliz a la vez. “En cuanto llego a casa me pego una ducha” me dije inmediatamente.

            Voy a cerrar la puerta. Indefenso, relajado y contento, cuando miro a un costado y allí estaba ella. Pollerita corta de jean. Blusa medio transparente. Ojos tremendos y cuerpo infartante. Con los libros bajo el brazo y apoyada en una columna me esperaba. Y yo sin saber que hacer. Traté vanamente de dar un rodeo pero me pareció harto ridículo, escaparme como una rata, pensé. No, los problemas hay que enfrentarlos de una vez y para siempre cavilé, me calcé los anteojos en mi nariz y salí para el ascensor, justo en el camino de ella.

            Como el fatídico destino, como el martillo que cae sobre la roca, inevitable y lentamente caminó hacia mí y la vi abrir la boca, esperando lo peor, el desastre, el bochorno, la vergüenza, el desdoro. Y con desparpajo, inocencia y calculada maldad abrió su boca y me dijo unas palabras que jamás olvidaré:

            “- Profesor, disculpe que lo moleste, pero quiero decirle algo” me lanzó directo a la cara. Con una ansiedad y temor reverencial le regalé el primer qué.

“- Usted estuvo toda la clase hablando de algo que no me quedó muy claro y quería pedirle que me explicara mejor” me dijo.
Y ahí, cuando yo esperaba que me dijera, “vamos a tomar un café”, “Usted es muy buen mozo y no quería perder la oportunidad de intimar con alguien tan gentil” o alguna cosa de esas, le regalé el segundo qué y ella espetó:

            - “Profesor, ¿me podría decir qué cosa es esa que usted repitió durante varios minutos?”, a lo que yo alelado rifé mi tercer qué. Ella respondió:

            - “¿Qué es la Unión Soviética”?

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