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jueves, 27 de enero de 2011

COLONIA SIN SACRAMENTO ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina


Vea. Yo le cuento lo que me contaron, don Goyo. Acá Gualeguaychú es un pueblito chico, pero infierno grande. Esto ya salió en las tapas de los diarios de todo Entre Ríos y fue un notición hace unos años. Pero con los detalles con que yo se esta historia, se lo aseguro, nadie.
            Ella era profesora de matemáticas. Tenía cerca de cuarenta la Mirta. Rubia, de pelo largo, bajita, buen cuerpo pese a sus años. Daba clase como en diez de los veinte normales que hay acá en la ciudad. Atractiva como pocas, con veinte años de casada con el abogado ese Antúnez. Dos hijos, de dieciocho y de dieciséis, grandecitos, alumnos de ella también. Todo caminaba bárbaro, hasta que lo conoció al Julián. Diecisiete añitos recién cumplidos, pero el nene parecía un estibador del puerto, vea. Unos brazos como tubos de vino, tenía. Grandote, morochón, ojos negros como dagas. Todo bien hasta que se conocieron. Ella al principio pensó que estaba loca, enrollarse con un alumno menor que su hijo más grande ¡qué va!
            La cosa es que el Julián llevaba al atorrante en las venas, llevaba. Un día se quedó después de hora y palabra va, palabra viene, la Mirta no supo cómo terminó en los brazos del gurí, chapando como dos adolescentes. Estuvieron así como una hora y una cosa lleva a la otra, la cuestión es que la mapoteca la vio a ella mirando los mapamundis con los ojos desorbitados. Cuando pasó todo Mirta no sabía cómo decirle al Julián que no podía ser, que se la iban a llevar presa por violación de menor y encima alumno.
            Se empezaron a ver con regularidad, todos los viernes después de clase. Ella llevaba el auto y se escapaban a eso de las siete al parque al lado del río. Hasta que un día les pareció que un vecino de él los había visto. Y se les ocurrió esa tontería de Colonia. Sí, Colonia, en Uruguay. Acá nomás con el auto. Ella inventaba congresos de pedagogía y él campamentos con los amigos. Sólo una vez al mes y por separado, llegaban.
            El primer día que se encontraron ella creyó que se le había caído una montaña en la cabeza. Cuando lo vio ahí parado, fumando un pucho en la puerta de la posada, las piernas le temblaron como dos naipes. El la vio avanzar desde la esquina. Boina roja, abrigo a cuadros, bajita, tremendamente atractiva, hermoso pechos grandes, bucles dorados saliendo de la boina, y botas salvajes. Había que conocerla bien a la Mirta para darse cuenta de sus dos secretos. Uno estaba a la vista de todos, el otro no. Sobre su naricita hermosamente respingada tenía un piercing, chiquito como un diamante. Chiquito y dulce al cual él le daba pequeños besos luego de haberla acariciado por todos lados. El segundo secreto era un tatuaje con una flor japonesa, pequeña, amorosa, en el nacimiento de su ingle. Donde Julián se detenía horas a degustar como el mejor catador.
            La primera vez que estuvieron en Colonia casi ni asomaron la cabeza de la habitación. Al segundo día dejaron de contar las veces que habían hecho el amor, de tan desesperados que estaban sus cuerpos. Se habían dicho que jamás en la vida dos cuerpos habían estado tan hechos en uno para el otro.
            No importaba ni la diferencia de edad ni de tamaño. El con sus diecisiete parecía el más experto de los amantes y ella con sus cuarenta una principiante que por primera vez en su vida degustaba las mieses del amor. Él era puro músculo, ella puro dulzor. Lo hacían y a los diez minutos recomenzaban con iguales bríos. Se dieron cuenta del paso del tiempo cuando la noche tocó su ventana. Se vistieron y tomados de la mano recorrieron cada rincón de la colonial villa. Ella descubría estrellas fugaces y él le compró un tarro de zapallos caseros.
            Las otras veces fueron tal vez mas pausadas, aunque con igual pasión que el primer día. Sacaron una habitación con hidromasaje y ella levó sales y velas, pero la pasión terminó inundando la pieza de agua y risas.
            Nunca dos cuerpos estuvieron hechos así, tan el uno para el otro, se decían, a pesar de la diferencia de edad, a pesar de los tabúes de la sociedad. Nunca dos cuerpos habían sido hechos tan el uno para el otro, se decían mientras miraban el fuego de la chimenea y él le besaba un pequeño lunar al lado de su labio, chiquito y soez.
            Nunca dos almas habían estado tan henchidas, tan plenas, tan ahítas, pensaba ella y recordaba con culpa a su marido y a sus hijos.
            Esa mañana don Braulio, el portero de la escuela, decidió festejar sus cuarenta años de casado con su patrona y justo viajó a Colonia. Imagínese la cara que puso cuando vio a la profesora y al alumno besándose como dos adolescentes al lado del río, en la costanera. Tres veces se acercó con su mujer para saber si estaba viendo bien o era un espejismo, o la vejez.
            El resto de la historia ya la conoce usted, don Goyo, ella que fue presa unos días, después la soltaron. Las dos familias ya se fueron de acá. Cuentan que ella está sola en Pergamino y el marido, con los chicos y los cuernos a cuestas en Buenos Aires. Del chango mucho no se sabe, pero dicen que se mudó con la familia acá cerca. A Gualeguay. Yo curioso como soy a lo largo de los años tuve que hacer varios viajes y en uno caí en Pergamino y en el otro en Gualeguay. Y este es el final de la historia, que no se la van a contar ni los diarios ni las revistas, amigo.
-           “Don Mario, no me deje así”, le dije yo. “¿Habló con los dos, le pregunté?
-           “Así es”, asintió. “¿Y sabe qué?” me dijo, “ninguno de los dos ya es el mismo. Ella quedó suspirando y seguramente lo hará hasta que se muera. Da clases, va a trabajar, pero como una autómata, vea. Cuando yo le pregunté me dijo que para qué buscar a alguien nuevo si jamás en su vida iba a volver a encontrar un amor igual. El changuito ya es un hombre. Pero lo mismo, jamás volvió a salir con otra mujer. Creo que estudia medicina o una cosa así ¿Y sabe lo que me pidió?”
-          “Que”, le respondí yo intrigado.
-          “Que le encargue a alguien que escriba una historia que cuente todo el amor que vivieron, y por eso pensé en usted”
-          “Y para qué le encargaron eso, don Mario”, repregunté.
-          “Porque dicen – y en eso coinciden como si se hubieran puesto de acuerdo, vea – que es lo único que quieren tener de ese amor demente, ilícito, imposible. Tan sólo un relato que les recuerde que alguna vez fue verdad. Nada más”.
- “Pago yo los cafés, amigo”, le dije.
Y me levanté, pensando en lo que me había contado mi cumpa, saqué cinco pesos del bolsillo, y pagué.

1 comentario:

  1. Tenía que ser en Colonia. Algo tiene ese lugar, que atrae amores desde siempre, tanto de una orilla como de la otra. Y si repasamos la historia, más de uno tuvo final trágico. Lo importante es que siempre haya alguien que los haga inmortales.
    Eliza

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