Vino envuelto en una bolsa para verduras. Lo había dejado en un canasto de compras mugriento del Coto más desangelado que se puedan imaginar: el de Plaza Once. No tenía demasiadas esperanzas de encontrarlo. Antes que un libro, olvidé celulares, camperas, chalinas. Nunca volvieron.
Pero, con mi optimismo a toda prueba, me acerqué al mostrador de seguridad a contarle al vigilante que había dejado olvidado un libro. Me miró durante un rato y no dijo nada. Después dedicó varios minutos a hojear un libraco inmenso. Me preguntó el título, la editorial y de qué trataba. Después se alejó para que no lo escuchase y habló por handy con su superior.
Ahí apareció ella, rubia, uniformada e impertérrita. Volvió a preguntarme título, autor y editorial. Después quiso saber algo sobre la trama. Le expliqué que eran aguafuertes o crónicas, las contratapas que el autor publicaba en Página 12. Comentó que debía ser duro perder un libro antes de llegar al final por aquello de la intriga.
Le contesté que en realidad cada texto tenía valor en sí mismo pero que necesitaba conocer los que no había leído. Quise explicarle que mi relación con "Los viernes" había sufrido más de un contratiempo. Que había soñado con comprar una versión digital para estrenar mi Kindle pero pudo más la ansiedad y la seducción de la tersura de sus páginas.
Creo que ella no me entendió. Caminó hacia su oficina y volvió con mi libro envuelto en una bolsa de verduras. Me hizo firmar aquel libraco inmenso y se alejó, con la satisfacción del deber cumplido.
Cumplió su deber y se interesó por un libro. Así que puede darse por satisfecha.
ResponderEliminar