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viernes, 2 de octubre de 2015

ESTA ES MI TIERRA (Aunque antes fue de Anibal, entre otros), por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España


No vine por mis pies a tantos daños:
fuerzas de mi destino me trujeron.
Garcilaso de la Vega, Canción V
Aquella mañana, todavía de noche, a horas intempestivas, habíamos quedado para salir a caminar por la orilla del río. Una inoportuna, aunque bien recibida lluvia, nos lo impidió. No teníamos nada importante que hacer a lo largo del día, ni siquiera de la semana. Recuperé una querencia de juventud, y le propuse a mi amigo salir con el coche, meternos en la autovía e irnos a Cuenca o a Teruel. Podíamos comer allí, y regresar por la tarde. Mi amigo, recientemente operado de cataratas, se mostró un tanto reticente. No obstante, al final aceptó la propuesta siempre y cuando no tuviera que conducir él.

-No hay problema -le repuse en tanto descendíamos con el ascensor hacia el garaje de la finca. Todavía era de noche. Y nada más salir del garaje, el coche se quedó tan limpio y brillante como una patena. La lluvia se mantuvo a lo largo de kilómetros y kilómetros.
-Estaba pensando -comenzó a decir Luis, mi amigo, en funciones de copiloto- lo afortunados que somos al poder viajar por placer. Sí -añadió como si estuviera pensando en voz alta- no es lo mismo hacer esto porque no tenemos nada mejor que hacer, con una carretera vacía, y sin nadie que nos moleste, que hacerlo porque nos persiguen y no tenemos más remedio que marcharnos.
-Estás pensando -le dije un tanto inútilmente- en toda la crisis migratoria que está sacudiendo a Europa. Guerras, matanzas, hambruna... siempre la misma historia.
-Sí, pero ¿sabes lo que me ha llamado la atención últimamente de toda esta crisis o avalancha humana? Dejemos de lado la foto del niño de tres años ahogado en la playa, dejémoslo. Aparte de eso me ha llamado la atención una afirmación que leí en un periódico. Era la nota al pie de otra foto. Se veía en ella el rostro asustado de un pobre emigrante, medio desnudo, mirando a un policía armado hasta los dientes. Este le ordenaba: “¡Siéntate, esta es mi tierra!”
-Y tenía sobre ella el derecho de pernada -apunté sin apartar la vista de la carretera, vacía. No cesaba de llover.
-No lo sé -me contestó un tanto tontamente-. Pero me vino a las mientes una pequeña reflexión sobre eso que algunos llaman “su tierra” o “nuestra tierra”. ¿Tú has notado o sentido alguna vez que esta tierra es tuya?
-No te puedo servir de referente. Yo, como sabes, soy un emigrado. Mis padres me sacaron, de pequeño, del pueblo. Ni quería irme de allí, ni quería vivir donde me llevaron. Total, un desastre.
-Y te convertiste en un desarraigado. Ese es uno de los grandes problemas de las emigraciones: no basta con acoger a quien llega. Se le acoge y se le integra, o este puede terminar siendo algo peligroso.
-Yo no lo he sido. Pero no a todas las personas les tiene que suceder lo mismo que a mí. Hay buenas personas, agradecidas; y lo estarán siempre por el hecho de haber escapado, no ellos, sino sus hijos, de la guerra, del hambre, de las persecuciones, de las torturas y de las matanzas... No recuerdo dónde leí que uno es de donde estudia el bachillerato.
-¿Podríamos extender esa apreciación hasta la carrera?
-No tengo ningún problema en que así sea. Yo hice el bachillerato y la carrera aquí; pero no dejo de pensar que eso es una casualidad que no tiene más importancia que la que yo le quiera dar. En una palabra: no me siento muy patriota.
-Todo es relativo en esta vida, ¿no? La frase -añadió ensoñador- que repetíamos en nuestra juventud hasta la saciedad: todo es relativo en esta vida, hasta lo que acabo de decir. No sé. Tal vez no fuera una broma. Al fin y al cabo necesitamos algo a lo que aferrarnos.
-Creo que en eso tienes razón. Pero en algo que sea consistente. Y quizás el concepto de patria lo sea muy poco, o no sea más que un escudo para protegernos de temores e inseguridades, para sentirnos seguros y no tener que enfrentarnos al otro, al extraño.
-Viendo la fotografía del policía, recubierto con casco y corazas, como un guerrero medieval, frente a un semidesnudo y vencido emigrante, pensé en el fracaso de la civilización.
-¿Qué quieres decir? -pregunté conduciendo cada vez con más precaución por la lluvia. En la civilización siempre triunfa el rifle de repetición contra el arco y las flechas.
-Cosas de viejos -me contestó sin prestar atención a mi película de vaqueros-. De adolescente -rió con un toque de pena- más de una vez soñé que era invisible, y que podía acceder a todos los círculos del poder. Pensaba que matando a este, asesinando a aquel, y eliminando al de más allá, la civilización hubiera sido más feliz; no hubiera sufrido tantas guerras ni muertes. Yo me veía con un rifle en la mano y matando a Hitler, entre otros.
-¡Vaya por Dios! -exclamé- no sabía de esas querencias tuyas.
-Pues viendo la foto el otro día -siguió mi copiloto- se me ocurrió que se podía haber inventado una máquina mediante la cual, con un rayo, el policía se convirtiera en el emigrante, y viceversa. ¿Dónde hubiera quedado entonces el concepto de “mi tierra”?
-En boca del emigrante -respondí raudo-
-Exacto -me aprobó- en boca del emigrante. Que no hizo el bachiller en la tierra del policía.
-A lo mejor el policía tampoco ha hecho el bachillerato.
-No seas malo.
-No lo soy. ¿Sabes? -reí-. Con estas reflexiones estamos echando por tierra unos cuantos mitos. Me he acordado, mientras hablabas de la tierra, de la lucha de Herakles contra Atlante. Ninguno de los dos era bachiller. Cada vez que Herakles tumba en la tierra a Atlante, este recupera las fuerzas y vuelve al combate. Atlante es hijo de Gea, la tierra. Herakles lo tiene que asfixiar teniéndolo sujeto en el aire, sin contacto con la tierra. Y algo similar -añadí rápidamente para que no me interrumpiera- sucede con Drácula. Si recuerdas, este sale de Transilvania con varias ataúdes donde lleva tierra de su país. Tiene que dormir sobre ella, así que sus enemigos se dedican a destruir esos ataúdes para acabar con él.
-No me acordaba de esos mitos -dijo Luis-. Pero ¿tú crees que semejantes historias son susceptibles de encerrar un mensaje sobre lo que es la patria? -me preguntó entre divertido y escéptico-. Al fin y al cabo ahí no se dice nada ni del bachillerato ni de la carrera -afirmó también sonriendo.
-Pues no sabría que decirte, pero creo que algo de real tienen. Además, no todos los tiempos son uno.
-No sé. A nuestra edad todo son dudas. Pero tal vez tengas parte de razón. Me has hecho recordar un artículo que leí hace muchos años. En él venía a contarse, más o menos, las tribulaciones de un viajero occidental que va recorriendo el mundo. Este viajero lanza un suspiro de descanso, alivio y satisfacción cuando, en una estación europea, ve letras que ya reconoce: la a, le eme...
-Mayor suspiro lanzaría -añadí- al llegar a un lugar donde lo entendieran sin esfuerzo. Al hablar, me refiero.
-Ahora, ahora, me lo has puesto en bandeja: estás proclamando la importancia del latín.
-¡Hombre! -exclamé un tanto sorprendido- Me parece -reflexioné- que nos estamos desviando un poco del tema. O quizás no, no lo sé. ¿Es la patria, tu tierra, el idioma? -pregunté-. Y quizás por eso algunos lo defienden, dicen, que a muerte o hasta la muerte.
-Es posible. Y sin embargo, no deja de ser otra enorme tontería. Nómbrame una civilización, una cultura, que no tenga grandes obras, equiparables a las más grandes de las nuestras...
-No soy tan letrado como para hacer eso. Pero creo que tienes razón.
-¿Cómo era aquello de que el nacionalismo se cura viajando?
-No lo recuerdo. Pero esa máquina con la que tú soñabas, esa que invertía el orden de los personajes, hace años que está inventada: se llama el estudio y la reflexión, la capacidad de ponerse en el lugar del otro. El sentido crítico. La cultura.
-Sí, la vieja pintura donde un atlético joven, en la plenitud de su vida, lee las letras esculpidas en el mármol de una tumba: Et in Arcadia ego. Yo también fui joven y estuve allí; lo que me sucede a mí hoy, mañana te va a suceder a ti. Pero comprender eso requiere esfuerzo, estudio. Imaginación. Es más cómodo embotar este y recurrir al consabido “esta es mi tierra” o “para largo me lo fiáis”.
-Tampoco hay ningún problema en que esa tierra sea de ellos. Hace años vengo leyendo en los periódicos la cantidad de pueblos que han quedado deshabitados en España. Al parecer ni los pretendidos dueños los quieren. ¿Qué problema hay en que vivan allí estas personas que huyen de la barbarie, cultiven las tierras y lleven a sus hijos a las universidades?
-El problema está en que más de un zopenco autóctono tendría que espabilarse en las aulas. Eso sin contar que aparecería enseguida la Unión Europea con sus cuotas lácteas y de producción.
-Bueno, pues que las modifiquen: si somos más, habrá que trabajar más tierras, y criar más vacas. ¿Qué problema hay? ¿No tenemos tanto pueblo abandonado?
-Me estoy acordando -dijo mi amigo riéndose- de la solemne tontería que soltó el ministro hace unos meses, cuando protestó la gente por lo que estaba sucediendo en las vallas, en la frontera... El que no esté de acuerdo con las devoluciones en caliente -vino a decir en tono amenazante- que me lo diga y le mando a casa todos los emigrantes que quiera. Y ahora resulta que la gente se solidariza con estas personas que arriesgan sus vidas para huir de las guerras y de las matanzas, y los gobiernos ponen cortapisas para aceptarlos.
-No me extraña que lo hagan. Creo que en fondo siempre se trata de lo mismo: de la defensa de unos mezquinos privilegios de unos en contra de la pobreza de otros. Y los políticos que tenemos no brillan por su intelecto, por desgracia.
-Tal vez la solución a todo esto esté en la vuelta a un cierto humanismo.
-Es posible. Pero sin dioses ni religiones -me apresuré a puntualizar.
-Difícil me lo pones. Puede haber religiones si hay tolerancia. La tolerancia es un arte complicado de aprender y de practicar. Ahora bien, o esta o la muerte. O más guerras.
-Sí, porque cerrar fronteras no es la solución. Ni tampoco eso de “esta tierra es mía”. Estamos aquí por azar, por pura casualidad. Igual podíamos haber nacido unos kilómetros más allá; y entonces nuestra visión, seguro, sería distinta de la que tenemos ahora.
-Hay que enseñar tolerancia. La tolerancia también se aprende. ¿Sabes? Cuando comencé a estudiar latín hubo una frase que, no sé porqué, quizás porque me hizo gracia, se me quedó grabada a fuego: lingua latina difficilis non est; sed Roma non uno die aedificata est.
-Ahí está la madre del cordero: en trabajar para prepararse y aceptar lo que viniere.
-Y hacerlo, además, de forma positiva. Oye, por cierto ¿dónde estamos?
-Me lo has quitado de la boca, lo de la forma positiva. Por lo demás, tranquilo, no nos hemos perdido: te voy a llevar al pueblo donde nací. Dicen los sabios que por allí pasó Anibal camino de Italia. Anibal, como sabes, fue el dueño de esta tierra que ahora es tuya, y mía.
-Y se conservan las huellas de algunos elefantes, seguro -dijo irónico.
-Bueno, de algo tienen que vivir bares y restaurantes
-El agua las habrá borrado. No cesa de llover -dijo mirando atentamente por la ventanilla.
-No te preocupes: las tenemos grabadas sobre piedra berroqueña, como algunas otras cosas.
-Pues vamos allá.



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