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jueves, 29 de septiembre de 2011

PICADA MORTAL ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina


Lucio había aprendido de su padre y su padre de su padre. Era una costumbre genética, un oficio milenario, una profesión adquirida en la noche de los tiempos. No era cualquier profesión, no. Ellos debían su fama a las gentes simples y sencillas del campo. Las grandes ciudades les estaban vedadas. Lucio y sus antepasados se nutrían de la inocencia del hombre de campo, como la planta de la savia.
            Lucio era domador de pulgas. Ni piojos ni jejenes. Pulgas. Pero en serio y no “de grupo” como otros que decían que domaban pulgas y jugaban con la imaginación de la gente. Él era de la familia Ripoldi, que tenían un circo real de pulgas, con trapecios, columpios, calesitas y demás. Y las pulgas eran pacientemente colectadas de los almohadones, camas, colchas sucias y demás enseres que les dejaban infestados los cuatro perros que con distinta suerte habían tenido generación tras generación. Los perros eran una parte importantísima del metier, porque eran la fuente de suministro de sus mascotas diminutas. De tal modo los Ripoldi cuidaban con igual esmero tanto a los perros como a sus moradores.

            Cazados dos ejemplares hembra, de mediana edad (menos de un mes) estaba la ingente tarea de prepararlos, domarlos, amaestrarlos, con infinita paciencia y denodado esfuerzo. Horas y horas frente a los adminículos, las sogas diminutas, los arneses pequeños, con miguitas de pan para darles su satisfacción por el deber cumplido.

            Lo de Lucio no era la engañifa de otros domadores descubiertos por la modernidad, las lupas y el escepticismo de las gentes. No, lo de él era real, él trabajaba con pulgas y las pulgas eran su vida. Cerraba su almacén a las ocho y a darle a la rutina hasta medianoche. Lucio no tenía esposa ni hijos, su vida eran esas fieles pulgas que todo lo obedecían y todo lo consentían.

            Baradero era lo suficientemente grande como para no exponerse en la plaza principal, pero lo bastante pequeño como para dejar a los niños con la boca abierta en la feria – justamente – de pulgas del pueblo.

            La vida del muchacho transcurría así sin sobresaltos, entre pequeños escenarios, pequeñas pulgas, pequeños milagros y pequeñas monedas. Total, se decía, para vivir tengo el almacén que me dejó papá. Para soñar están ellas, mis pequeñas, le dijo una vez a una novia a la que tuvo que dejar porque no le daba el tiempo para dedicarse a ella y a sus diminutos animales. Tuvo que elegir y optó por la fidelidad de las saltarinas, antes que someterse a los estragos de amores inciertos.

            Y así iba Lucio por la vida. Con pasión y dedicación a sus muchachas que dejaban pasmado a un chiquilín un domingo, con una voltereta impensada. Y a Lucio le parecía ver que luego de cada acto las pulgas hacían una reverencia. Eran cosas de él, obvio, pero su imaginación era tan febril como dedicada su vida a las pequeñas. Al terminar el fin de semana, invariablemente las ponía en su cajita, con un pequeño almohadón, pelos de Mancha o de Enano, sus dos últimos perros, migas de pan y un poco de agua en el fondo mojando el cartón. Para que estuvieran seguras, protegidas, bien cuidadas.

            Lo que el muchacho jamás pudo advertir fueron los celos de cartel, que si los hay entre humanos porqué no habrían de tenerlos las pulgas. La cosa fue que un martes, cerca de las 10 de la noche, entre ensayos y picazones “Moteadita” se acercó saltando a “Colorada”. Y él, con su lupa de domador de pulgas lo pudo ver claramente. Como en un cine de barrio, vio la escena. Moteadita le saltó arriba a Colorada y sin avisarle ni decirle agua va le clavó sus garras en el cuello. Para cuando se separaron la segunda estaba exánime y sin vida al lado del subibaja. Lucio trató de reanimarla pero no hubo caso. En el otro rincón puede jurar que la vio a la Moteadita sentarse y sonreírle de felicidad.

            Es sabido que si crímenes entre humanos quedan impunes ni qué decir de los cometidos entre pulgas. El muchacho se quedó de una pieza y a los minutos comenzó a guardar en una gran caja las cosas de su circo en miniatura.

            Hoy tiene tres chicos, conoció a una pelirroja de un pueblo vecino y abandonó la tradición familiar.

            Los que conocen esta historia dicen que lo ven dudar cada vez que Lucio pasa frente a la comisaría de Baradero. A veces está tentado de hacer la denuncia. Luego, baja la cabeza y la mueve a ambos lados, levanta los hombros y sigue su camino.


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