Son incontables las veces, desde tiempos
inmemoriales, que se ha tratado de romper el marco impuesto por el arte, es
decir por la ficción. Dicho de otra forma: se ha intentado, en infinidad de
ocasiones, franquear las barreras entre el mundo imaginario y el real. Quizás
se deba esto a una mera curiosidad, al eterno deseo de ir más allá de los
límites humanos, o a un juego, otro más. Tal vez para distintas épocas
tendríamos diferentes respuestas a la forma de acceder a la ficción y a la
realidad, o a ambas, sin olvidar que, ni de lejos, están apuntadas aquí todas
las posibilidades para romper ese marco, para incluirnos en el cuadro, en la
representación o en la novela. Es posible, por lo tanto, que si cada época
tiene una forma distinta de abordar la ficción, y la realidad, también tenga un
concepto distinto de la verosimilitud, y de otras muchas cosas; y también lo
tenga de cómo romper esa línea entre el mundo ficticio y el cotidiano. Y así
tal vez sea lícito suponer que esa primera ruptura, no del todo clara, viniera
impuesta, en la tragedia griega, por el coro, que, en algunas ocasiones,
representa al público. Y en la comedia, sobre todo en la de Aristófanes, por un
lenguaje tan crudo que algunos espectadores no sabían si estaban en un teatro,
en un burdel o en el peor de los barrios atenienses.
Sin duda, el personaje que más a las claras
dibuja esa ruptura, y que lo lleva a la pérdida de la razón, es don Quijote. La
confusión de los dos mundos lo arrastra a la locura, a vivir como un personaje
de novela, y a destrozar el teatrillo de Ginés de Pasamonte. Como si alguien,
hoy en día, para evitar la matanza de indios que se está perpetrando en la
pantalla de un cine, destrozara esta y todo la parafernalia que la alimenta.
Impensable si no es como un juego, o en alguien falto de luces. Este tipo de
juegos literarios, o cinematográficos, suele ser divertido, y suele tener su
encanto. El que no es nada divertido, desde luego, es el contrario: el verse
preso de una narración de ficción, como si fuese la vida misma. O como si toda
esta se convirtiera en una obra, en una
representación, de la cual no hay forma de salir. Claro que en la
ficción siempre queda el recurso, final, de que todo ha sido un sueño, una
pesadilla de un personaje. Y así en determinadas ficciones infantiles, con el
sol se disipan todos aquellos monstruos, enanos, malandrines, leones y
cocodrilos que querían despedazar y comerse al tierno niño. O al revés. Pero el
mundo de la ficción a veces es tan potente que el despertar deja un cierto mal
sabor de boca.
Si es cierto que todo aquello que es factible de
empeorar, empeora, debe de ser cierto también que hay sueños de los que nunca
se despierta, o que la vida toda es un sueño, y que la única realidad existente
es el ser que duerme eternamente. Y así parece que, conforme pasa el tiempo, el
sueño se va agrandando más y más, haciéndose más y más profundo; y sólo se está
despierto cuando se sueña con ello. Y así la vida se ha convertido en una
pesadilla inaguantable, en un terrible sueño del que no hay forma de despertar.
O en un miedo continuo a despertar, pues se teme que la realidad sea peor que
la peor de las pesadillas en las cuales estamos inmersos.
Sí, es el mundo que describió Kafka en La
metamorfosis. Aunque en nuestro caso no es que una mañana nos despertemos y
ya no seamos quienes éramos, sino que se ha ido produciendo un leve avance,
desde que se nació, y no hay forma de volver atrás, de romper con todo cuanto
nos rodea y aun con nosotros mismos. Pero esa ficción, esos telones, ese
decorado, viene impuesto por una mente, o unas mentes, contra las que el
durmiente nada puede, o muy poco. ¿Cómo bajar del escenario? ¿No hay una
palabra mágica que abra la cueva de Aladino no para entrar sino para salir de
ella?
La realidad es tan sofocante, tan esperpéntica,
que no puede ser sino una terrible pesadilla: palabrerías, demagogia, tonterías
de los políticos repetidas hasta la saciedad, guerras, muertes, asesinatos,
miles de personas huyendo de las matanzas para darse de narices con kilómetros
y kilómetros de vallas que les impide el paso en tanto, en algunos países, hay
pueblos y aldeas abandonadas y tiran restos de comida, día y día también, a la basura. Y en este sueño horrible surge
alguien diciendo que no se pueden “prestar” esas aldeas o entregar esos pueblos
fantasmas porque entonces peligra nuestra civilización, nuestra cultura. ¿Qué
cultura? -se pregunta el durmiente- ¿Qué peligra en un país que ha tenido cien
mil padres y otras tantas otras madres? ¿Quién puede presumir de limpieza de
sangre? ¿Y qué se entiende por semejante cosa? ¿Es preferible que mueran esas
personas, y hablamos de miles, a que se ponga en peligro (?) una cierta
cultura? Semejante planteamiento, puesto en boca de una autoridad eclesiástica
tiene una lectura clarísima: si vienen los sirios, los moros, corremos el
peligro de una nueva invasión, de volver a perder los monasterios y conventos
que pertenecen al cristianismo que no al islam. ¿Habrá que resucitar al Cid
como si estuviéramos en un parque jurásico? Pesa más el recuerdo de una cierta
tradición, o historia, que las vidas de las personas. ¿Sirve para eso la
historia? ¿No puede servir para plantear las cosas de una forma un poco más
racional que lo sucedido en épocas pretéritas? Parece que no. La pesadilla se
repite una y otra vez. Y reaparecen odios, rencillas, malos modos... Parece, al
menos en algunas ocasiones, que el cuadro que mejor nos retrata es el famoso de
Goya, Duelo a garrotazos o La riña: nos matamos los unos a los
otros sin poder movernos del sitio. Y así las situaciones se repiten con una
monotonía apabullante. Y con idéntica monotonía llueven los mismos garrotazos
de siempre, hasta romperle la crisma al adversario, que nunca deja de crecer,
como la hidra y como nosotros mismos.
¿Cómo salirse del cuadro? ¿Siguiendo los consejos
de Séneca? Pero, claro, esa no deja de ser una solución personal, una salida
que, alguno, puede acusar de carente de solidaridad, de egoísta. No le faltaría
razón. Y como el inventor del esperpento fue Goya, según Valle-Inclán, no hay
más que ver el susodicho cuadro, o los de la finca del Sordo, podemos proponer
la solución de Max Estrella, el continuador del esperpento: comprar tres perras
de carbón y hacer el viaje eterno todos juntos. Tal vez así pudiéramos salir
por la puerta que hay al fondo de Las meninas, y llegáramos a otras
voces y a otros ámbitos. Cierto es que de nada iba a servir si nos llevábamos
con nosotros las semillas de este jardín. Ya de antiguo se sabe que tonto en su
villa tonto en Castilla, aunque hoy en día deberíamos buscar algo que rimara
con Marte. Marte ocuparía el lugar de Castilla.
La ficción, sin embargo, es tan poderosa como la
misma realidad. Y cuando se confunden las dos es cuando surge la verdadera
pesadilla. No se sabe bien si se vive en un mundo de locos. Locos muy
interesados, por supuesto. Locos faltos de la grandeza y de la generosidad de
Tomás Rodaja, por ejemplo.
No hace falta hablar de grandes situaciones o
problemas, corrupción, guerras nacionalismos, intereses bastardos, etc., para
entender cuanto nos está sucediendo. Creo que es mejor utilizar aquella famosa
ironía de Ambrose Bierce: empieza uno por matar a su propia madre y termina por
no ir los domingos a misa. Así es. Recuerdo que siendo párvulo un pequeño libro
de lecturas en el que se contaba que por culpa de un clavo se perdió una
herradura, por culpa de la herradura se perdió el caballo, por culpa del
caballo se perdió el caballero, y por culpa del caballero se perdió la guerra.
Me llamó la atención que en este apólogo no se culpara al herrero del pueblo,
quien habría herrado al caballo. Y había errado.
No hay nada mejor, desde luego, que echar la
culpa a alguien y sentirse tan inocente
como superior. La culpa siempre es del otro. Y la solución, el garrotazo. ¿Se
debe la pérdida del latín en la Iglesia a la entrada de los sirios en Europa?
¿No está escrita en latín la mayor parte de la literatura eclesiástica? ¿No era
san Agustín africano, como Terencio? ¿Cuántos obispos son capaces de leer a sus
santos, Agustín entre ellos, en el original? Pocos, y sin duda por culpa de los
moros de la morería.
Sí, terminaremos por no ir los domingos a misa
tras haber matado a nuestra madre. Sea ficción o realidad, parece que esta
semana pasada se ha perdido otro clavo y otra herradura. Pero ahora han clamado
las furias, ha tronado Zeus haciendo real el ficticio poder olímpico: un alumno
ha descubierto que su profesora se ha equivocado al corregir su examen. El papá
de la criatura, visto el error, ha puesto el grito en el cielo, y el cielo le
ha respondido, y lo ha hecho con el lenguaje propio del siglo XXI: con insultos
y desprecios a quien se ha equivocado. Tengamos en cuenta que en una obra de
ficción jamás se contextualiza cuanto sucede: el sueño es así. Si contextualizamos
los hechos tal vez esa profesora, cuando llegó al examen de ese chico, llevara
unos cuantos corregidos, pongamos veinte o treinta. Y ya no supiera por donde
iba, o, sencillamente se equivocara, cosa muy lógica para unos, para los que no
viven del sistemático error. Dijo Séneca
que errare humanum est. Pero claro, el mundo de la ficción está lleno de
dioses olímpicos que jamás se han equivocado, que representan las esencias de
esa cultura que unos y otros nos quieren arrebatar. Y ante el error, el
insulto. ¿No hubiera sido más humano ir a hablar con la profesora y no recurrir
al voceras de turno que necesita estar en el candelabro para vender sus telas?
¿No hubiera debido pasar eso en la realidad? ¿O es que estamos ya todos en un
mundo de ficción donde abundan las transformaciones de Gregorio Samsa? Parece
que así es. Un mundo de insectos en el que vertimos sobre los demás el asco que
sentimos hacia nosotros. O la vida es sueño, o debe haber alguna forma de
despertar.
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