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martes, 24 de marzo de 2015

EL GALLO BLANCO, por Elizabeth Óliver de Ábalos, de Montevideo, Uruguay

Era grande, fuerte, arrogante. Sumisas, las gallinas abrían paso ante su andar soberbio y ostentoso que imponía la autoridad del gallinero. Sólo mostraba su recelo ante la presencia humana cuando mi madre entraba a buscar huevos, con la cresta erguida y las alas entreabiertas, sin amedrentarse ni retroceder.

            Aunque percibía su mirada desafiante al acercarme al tejido de alambre, mantenía mi deseo de ocuparme de aquella tarea diaria. A veces mi madre accedía. Me entregaba la pequeña canasta, vigilando adentro, cerca de la puerta, mientras yo recogía la postura del día.
            A mis ocho años, ciertos permisos me hacían sentir importante y un día, creyéndome capaz de hacerlo sola, entré al gallinero sin compañía. A lo que me vio, el gallo corrió hacia mí desde el fondo y se me abalanzó, clavando sus afiladas púas en una de mis piernas.
            Mis gritos de dolor y el alboroto de las gallinas alertaron a mi madre, que tomándolo del cogote me lo sacó de encima y lo alejó de un puntapié. Acto seguido y de una oreja, mientras me rezongaba, me llevó adentro para curarme.
            Esa noche, al contar el suceso en la casa de enfrente, mi abuelo sentenció que iría en busca del gallo para meterlo en la olla. Le rogué llorando que le perdonara la vida, asumiendo mi culpa por lo ocurrido y prometiendo que nunca más desobedecería la orden de no entrar sola al gallinero. Así fue como se salvó.
            Poco tiempo después apareció un perrito deambulante. No digo callejero porque se veía bien alimentado; tal vez tuviera dueños que le ofrecían la libertad de andar rondando por ahí. Pequeño, pasando fácil por entre las rejas del portón del frente, recorría la parte exterior de la casa, husmeaba un poco y volvía a salir. Cuando me encontraba afuera, jugaba conmigo un buen rato antes de continuar su itinerario.
            En una de esas vueltas, el perrito descubrió el gallinero. Por la ventana, lo vimos junto al alambrado, como esperando al gallo que se le acercaba lentamente. Me asusté. Pensé que podía lastimarlo y salir ileso, picoteándolo desde adentro. Antes  de salir a alejar al perro del peligro, me di cuenta que no era necesario: El gallo se arrimó al alambre, y fue el perro el que metió el hocico, lamiéndole las plumas. Unos minutos después, el perrito peregrino volvió sobre sus pasos y salió de casa.
            Más o menos a la misma hora, aquel extraño encuentro se repetía todos los días. Ya el gallo se pegaba al alambrado no bien lo veía venir. Con una actitud insólita, dócil, casi rendida, acomodaba el buche para que el perro lo lamiera, siempre en el mismo lugar. Esa acción breve pero repetida, le fue haciendo perder las plumas, dejando a la vista su piel rojiza, irritada, casi sangrando. Estropeado, deslucido, reducido casi a piltrafa, en nada se parecía al ejemplar altanero y agresivo que había sido poco tiempo atrás.
            A esa altura, me preocupó la salud del gallo y así lo comenté. Las opiniones obtenidas fueron un poco morbosas. Su presencia en el gallinero cumplía una función que yo a esa edad ni entendía ni se me explicaba, y aun así no había intención alguna de protegerlo. Desde que me dejó unas cicatrices que conservé por varios años, a nadie le importaba lo que el bicho pudiera padecer.
            Entre frases incomprensibles para mí, como "El valentón resultó ser más masoquista que sádico", a otras más claras como "Bien hecho, gallo marica, quién te ha visto y quien te ve", apareció la puesta en práctica eficaz de mi abuelo, que sin mediar palabra alguna cumplió la decisión que un tiempo antes detuviera a mi pedido. Aplicando la necesaria eutanasia provocada por las circunstancias, sin más trámite, se lo comieron en la casa de enfrente.

            En sus próximas visitas, el perrito no dio señal alguna de extrañeza ni pesar por la falta del gallo, y se entretuvo jugando conmigo como si lo otro... nunca hubiera pasado.

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