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viernes, 20 de marzo de 2015

EL AUTOPEINADO, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España

 No sé si existe la palabra que encabeza este artículo, seguro que no; ni sé si la Real Academia de la Lengua, caso de que no exista, la aceptará alguna vez; es posible que sí; depende de muchas cosas, tanto políticas como lingüísticas y religiosas. Habrá que esperar, desde luego, pues un diccionario no se imprime todos los días. Aunque sí cada cierto tiempo, cada vez más breve, signo de estos aciagos tiempos en los que la paciencia ha dejado de ser una virtud, señal inequívoca de que todo es mudable y efímero. Y así han entrado en esta última edición del diccionario algunas voces que no sabemos, y el tiempo lo dirá, si van a perdurar o van a desaparecer, como tantas y tantas otras de vida muy provisional. Y muy absurdas algunas de ellas. Pero que, aun así, han gozado de un cierto favor o predicamento. Se incorporaron tal vez para demostrar que los académicos están al día y con los ojos bien abiertos en todos los ámbitos de la sociedad.

En un diccionario no caben todas las palabras. Un diccionario, como otro libro cualquiera, es selección, aunque la selección sea abrumadora. Quizás debido a la aparición del libro electrónico, ya no existe la tiranía de la extensión, impuesta por el coste del papel y la tinta. Y pese a ello, rara es la novedad en las librerías que no alcanza las 500 ó 600 páginas. Parece que los autores no se sienten escritores si no son capaces de pergeñar gruesos volúmenes. Algo similar sucede con el cine. Cualquier película, que ya no se ruedan con celuloide, ni se revelan, abaratando costes así, tiene una duración media de un par de horas. Lo malo de esta extensión, de intentar demostrar que se es artista despreciando el tiempo del lector o del espectador, es que la trama de la obra termina por complicarse de tal forma que acaba por darle la razón al viejo refrán: tanto me lo peino, que al final me lo enredo. La mesura siempre ha estado bien en todo tiempo y lugar. Y la carencia de ella suele terminar en la inverosimilitud; y, muy a menudo, en la mera necedad.
Recuerdo una charla, conferencia o mesa redonda, en la que se vino a decir que la juventud, de todos los tiempos, siempre es creadora de nuevas y expresivas palabras. La explicación estaba, según el conferenciante, en que los jóvenes necesitan comunicarse entre ellos sin que sus padres, la autoridad, sepan de lo que están hablando. De ser esto cierto, ningún lugar más adecuado para la creación de nuevos vocablos que la cárcel, donde el preso A se tiene que comunicar con el preso B sin que el policía o guardián se entere de cuanto se dicen o planean. Ahora bien: las palabras se desgastan; no hace falta ser muy inteligente para comprender las nuevas acepciones, el contexto las explica en múltiples ocasiones. En otros casos las explicaciones vienen dadas por viejas lecturas. No hay más que volver a don Miguel de Cervantes, al patio de Monipodio. Monipodio y sus protegidos son tan actuales como la lengua que utilizan. Se les puede reprochar, eso sí, que no metan en su jerga ningún anglicismo. Cosas de la época. Padres y guardianes, pues, se hacen con el secreto; y obligan a hijos y a presos a una creatividad sin descanso. Creatividad que consiste, a menudo, en volver a poner en circulación monedas caídas en desuso.
Contaba alguien, no recuerdo si en una charla o mesa redonda, que la primera vez que oyó la palabra pipa en una película de policías, o gánsters, no entendió lo que significaba. O, dicho de otro modo, la imagen mental que a él se le creó, una pipa de fumar, no se adaptaba a la realidad de lo que estaba viendo en la pantalla. No tenía sentido que un gánster le dijera al dueño de un bar que la guardara la pipa ya que la policía le iba pisando los talones. Que él supiera no estaba prohibido fumar en aquella época. Todo le quedó claro, no obstante, cuando el policía se presenta en dicho bar buscando al asesino y a la pistola con la que se acaba de cometer un crimen. Así que la pipa dejó de ser una pipa para convertirse en una pistola de la que no se especificaba el calibre.
Me decía otra persona que, a veces, los errores pueden ser hasta divertidos. Me refirió que leyendo una novela de Bioy Casares, contaba este, o el narrador, que el protagonista de dicha novela llega a casa, se desviste, y se mete en la pileta. Como para él, el lector español, pileta es diminutivo de pila, creyó que el protagonista de la novela era pobre, y se bañaba en algo parecido a una pila bautismal. Sitió un poco de lástima por aquel hombre que no tenía ni una bañera. No obstante, a continuación era la mujer de dicho señor quien también llegaba a casa, y también se metía en la pileta, tras desvestirse, claro. Le entró la risa, pues pensó que era ya demasiada gente para una pila bautismal en la que, como mucho, cabe un bebé. Así que recurrió al diccionario, donde se le aclaró que pileta en Argentina significa piscina. Bioy Casares era argentino y amigo de Jorge Luis Borges. La lástima se transformó en envidia. Algo similar le sucedió cuando por otro relato supo que en México los estudiantes iban a la universidad con carro. Aquello le pareció la mejor exaltación que se había hecho nunca de la vida rural, ni fray Luis con el Beatus ille... Lo malo de aquellos carros, como no tardó en saber, es que funcionan con gasolina y que rugen; y que dos de sus cuatro ruedas siempre llegan al mismo tiempo a la meta.
Supongo que los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito o poco menos. Y como dijo alguien, a veces da la impresión de que las lenguas están hechas para que medio mundo se ría del otro medio. Y desde luego vale más que nos riamos que lloremos. Ahora bien, hay palabras que son tan efímeras como la juventud que las inventó. Y tal vez sería conveniente dejar pasar un tiempo antes de incorporarlas a ningún diccionario. Al fin y al cabo los humanos estamos muy limitados, y manejamos muy pocas palabras. No sé cuántas, pero desde luego no todas las que caben en un diccionario. No quiero decir con esto que los diccionarios no sean útiles, o que tengan que limitarse. Creo haber demostrado, con las anécdotas contadas más arriba, que sí son útiles y necesarios. No obstante, en el término medio está la virtud.
Sí, desde luego: siempre es muy dificultoso definir dónde se halla ese buscado punto medio. Y más en estos tiempos en los que todo el mundo entiende de todo y sabe de todo y opina de todo. Quizás por este temor, por el ruido que se puede generar por aquí y por allá, cuando se dice o se olvida algo que le puede molestar a algún príncipe de alguna taifa y a la gente que arrastra, se tiende a admitirlo todo y a aceptarlo todo, pues de lo contrario alguien se puede sentir discriminado, la palabra mágica de estos tiempos que corren, y se monta un zafarrancho de mírame y no te menees. Y no es que predique el puritanismo ni mucho menos. Se trata, sencillamente, de recordar que si cada uno habla como quiere, sin respetar normas ni gramáticas, dentro de poco nos entenderemos con el vecino, pero con nadie más. Y desde luego ningún español está autorizado a decirle a otro hablante del español que no diga mouse, cuando quiere decir ratón cuando tiene él, en las señales de tráfico, la palabra stop por la de alto, por ejemplo, y por no ir a más.
Pero la historia es tan vieja como el hombre. Cicerón, hace ya algunos cuantos años que se quejaba, con cierta amargura, porque en Roma se oía hablar más el griego que el latín. O, como sucede ahora, cualquier pisaverde tenía que soltar palabrejas en griego para demostrar que sabía mucho y estudiaba más. Quizás por eso, por ese hartazgo de falso helenismo, es por lo que trató de “adaptar” la filosofía griega al latín. Fue una ingente tarea, digna de los doce trabajos de Hércules. No por eso los jóvenes pisaverdes dejaron de soltar palabritas en griego; como no por escribir otras obras, Cuento de cuentos o El dardo en la palabra, los jóvenes y los periodistas de hoy dejan de utilizar palabras, tomadas del inglés o del idioma que sea, cuando tienen en castellano una que es igual o mejor. Pero claro, queda más elegante decir que se ha matado haciendo balconing que decir que se ha descalabrado haciendo el imbécil; es decir comportándose como aquel que quiere caminar sin báculo, bastón o andadores, cuando le falta una pierna y parte de la otra. Y para qué hablar del look: si uno se autopeina un día de forma distinta a otro, ya ha cambiado de look. Y no se enriquece el idioma con ello. Las nuevas palabras pasan a ser un latiguillo que anulan a otras. Hoy, por ejemplo, es raro que algún periodista utilice la palabra contratar. Todo se ficha, desde el ladrón hasta el jugador de fútbol e incluso a un auxiliar administrativo. Y la expresión “al día siguiente” ha desaparecido. Es “el día después”. Se nota mucho que en los institutos y universidades ya no se leen los clásicos, ni se estudia el latín. Ya vendrán tiempos mejores.
Nunca llueve a gusto de todos. Pero la lluvia es necesaria. Por lo tanto, bienvenido sea el nuevo diccionario, ya que puede evitar errores como el de carro y pileta, entre otros. Y aunque tenga grandes olvidos, como dicen las abuelitas del chiste de Forges, pues el nuevo diccionario admite hacker, wifi, y quad y olvida zorromacho y amoto. También en mi juventud nos quejábamos algunos estudiantes porque los diccionarios de latín no tenían ni un solo taco.


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