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miércoles, 6 de agosto de 2014

MANÍAS, por Miguel Ábalos, de Montevideo, Uruguay


Creo que todos los seres humanos tenemos nuestras manías  –por llamarlas de alguna forma–  que en el correr de los años van en aumento hasta que se convierten en algo casi patológico. Por ejemplo cuando después de cerrar la puerta  –desde afuera cuando se sale o desde adentro para irse a dormir–  se verifica en más de una oportunidad si quedó bien cerrada, tratando de disipar la duda de haberla dejado abierta.

            Fue el caso de Andrés Peralta, que ese verano se iba de vacaciones con su mujer. Ya llevaba recorridos ochenta kilómetros rumbo al Este  –concentrado en el tránsito de la ruta y con la mirada atenta a la raya blanca que divide la carretera en dos–  cuando empezó a repasar mentalmente si había dejado las cosas en orden en la casa vacía. Cada vez que se iban por muchos días, la preocupación por dejar todo en condiciones lo ponía muy nervioso.
            Pensó en la llave general del agua; una avería en la cañería de entrada podía provocar una inundación, ¿la había cerrado?  "¡Claro que sí!  –le dijo su otro yo–  te arañaste  la mano derecha con las espinas del rosal que cubre el contador". Andrés se miró el rasguño complacido, le comprobaba el cierre de la llave.
            ¿Había bajado las persianas? Sí. Una de ellas se le trabó y tuvo que hacer fuerza, apretándose un dedo que todavía estaba hinchado. ¡No había duda! Ahora su mente fue al contador de la luz, que estaba en una parte alta. Usó la escalera chica, estiró el brazo para apagar la llave y se golpeó el hombro contra la pared. Aún le dolía… eso también estaba bien.
            Ahora trataba de recordar el momento en que había cerrado la llave del gas. Febrilmente, buscaba un indicio que lo llevara a la total seguridad de haberlo hecho. No iba a suceder nada pero, un pequeño escape podía convertirse en un peligro… imaginó la casa explotando en mil pedazos.
            Estaba en plena ruta, en medio de un tránsito intenso y rápido. Trató de serenarse… sin lograrlo. Dos minutos después, dándose cuenta que su inquietud iba en aumento, detuvo el auto en uno de los descansos de la carretera.
–¿Qué pasa?  –preguntó su mujer–.
–Creo escuchar un ruido en la parte de atrás  –mintió–.
            Miró las ruedas y abrió la valija del coche. Respiró profundo tratando de calmarse y poder continuar el viaje en paz consigo mismo. Su otro yo  –que a esa altura se había convertido en un irónico indeseable–,  le decía: "Sos un idiota, tanto cuidado y no cerraste la llave del gas, ¡es para no creer!, justo vos que sos tan cuidadoso".
            Volvió al volante y le dijo a su mujer que el ruido era un bolso que estaba mal puesto. No lograba equilibrarse. Tomó la decisión que le revoloteaba la mente y preguntó:
–¿Vos cerraste la llave del gas? 
–No. Nunca lo hago, siempre te ocupás vos. ¿Te olvidaste?
–No, no. Todo está bien.
            Un momento después  –a cien kilómetros por hora–  se incrustaba en la parte trasera de un semirremolque.

            Cuando despertó ya no estaba en este mundo. Observando "desde fuera", se tocó la frente y se encontró un pequeño chichón… ¡El golpe contra la pileta cuando cerró la llave del gas…! ¡Ah! ¡En la casa todo quedó en perfectas condiciones como para estar tranquilo! Ahora lo único que lamentaba era el accidente.

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