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jueves, 16 de agosto de 2012

UNA CARTA URGENTE, por Ramón Cabrera Naveiras, de España

Segundo premio Concurso relatos El molino de la Bella Quiteria (Munera, Albacete) 2006
Premio Álvaro Paradela de narraciones cortas 2007 (El Ferrol, A Coruña)

En el 201 aniversario del nacimiento de HC. Andersen

Esa tarde Hans consideró más oportuno no acudir al club. Afortunadamente no tenía concertada allí ninguna cita y, con el frío que hacía, lo probable era que todos los socios hubiesen optado por resguardarse en sus casas. Con seguridad su fiel sirviente, siempre tan previsor, habría encendido la chimenea con unos buenos troncos que durarían hasta muy avanzada la noche. Le apetecía sentarse en el sillón, junto al fuego, y leer un buen libro o repasar sus apuntes con la buena compañía de una copa de brandy. Con esta agradable perspectiva aceleró el paso, sobre todo porque no llevaba paraguas, los carruajes de alquiler parecían haber desaparecido y los primeros copos de nieve comenzaban a blanquear las hombreras de su abrigo. Atravesó a grandes zancadas el parque y en el estanque se detuvo unos breves segundos, maravillado de la indiferencia de los patos a las bajas temperaturas. Chapoteaban en el agua, en la que hundían sus cuellos en busca de alimento, o se perseguían los unos a los otros levantando el vuelo unos pocos metros entre estridentes parpidos y alborotado batir de alas. También había algunos cisnes deslizándose en silencio y luciendo orgullosos sus plumajes blancos y la curva de su silueta. Con su porte aristocrático parecían despreciar a sus humildes congéneres, ruidosos y nada distinguidos. Hans no pudo menos que pensar que a los seres humanos igualmente les separaban idénticas diferencias de clase y de belleza. Suspiró y de nuevo emprendió la marcha. La nevada era ya muy intensa.
Al entrar en su casa agradeció la calidez del ambiente. Al fondo, en la biblioteca, las llamas crepitaban vivas y rojizas en el hogar. Se auguró una velada tranquila y agradable. Felicitó a Björn por tenerlo todo tan bien dispuesto mientras era ayudado a quitarse el abrigo y la chistera y preguntó, como de costumbre, si en su ausencia se había producido alguna novedad.
-Hay una carta urgente para el señor en el despacho. Por lo demás, nada digno de mención.
-¿Una carta urgente? ¡Hum! ¿Sabes de quien es?
-La trajo una doncella, de parte de su señora, hará un par de horas. Pero no dijo su nombre y yo consideré que no era de mi incumbencia preguntárselo.
 ¡Una carta urgente de una dama! Normalmente las urgencias venían de su editor, pero de una mujer...
Sorprendido intentó imaginar de quien podía ser. Sus relaciones femeninas eran escasas y sólo con dos o tres mantenía un trato esporádico. Frunció los labios, picado por la curiosidad.
-Sírveme un brandy –ordenó a Björn.
Sobre la mesa, en efecto, encima de unos libros, vio un sobre de color rosa pálido. Al cogerlo, un delicado perfume a violetas lo envolvió. No necesito más para adivinar quien era la remitente. La alegría hizo que el corazón le saltara de gozo en el pecho. Sí, sus iniciales, H.C.A, estaban escritas en grandes trazos limpios y seguros en el anverso. En el reverso, con caligrafía menuda, el nombre de ella: Jenny Lind. La suponía en Viena, cantando el Don Giovanni. ¡Ah, de nuevo estaba en Copenhague! Ninguna noticia podía satisfacerle más que saberla tan cerca de él. ¡Querídisima amiga! Se hizo con el abrecartas y comenzó a rasgar el sobre con cuidado. Dentro, una cartulina impresa mostró su borde marfileño. Despacio comenzó a extraerla con los dedos índice y pulgar. Pero Hans no tuvo necesidad de leer todo su contenido. Las cuatro primeras líneas bastaron para que, como la hoja muerta desprendida de un árbol, el sobre le resbalara de la mano y cayera sobre la alfombra. Aturdido buscó su sillón, en el que se dejó caer pesadamente, casi sin fuerzas. Las sienes le retumbaban. Sus pensamientos eran ahora tristes y confusos y retrocedían hacia un pasado lejano en el que por vez primera, emocionado, escuchó en Estocolmo la voz de Jenny alcanzando los más altos registros en el “Exsultate, jubilate” del Réquiem de Mozart. Fueron presentados y desde entonces entre ambos se fraguó una hermosa amistad que Hans cultivó con la esperanza de que llegase a ser íntima y duradera. Los recuerdos, atropellándose, acudieron a Hans durante largo rato, hundiéndole progresivamente en la desilusión y el pesimismo. Sumido en ellos tardó en darse cuenta de que Björn había depositado la bandeja con el brandy a su lado y que, servicial, le tendía el sobre que había recogido del suelo.
-Posiblemente al señor se le haya caído –le oyó decir.
Hans, con un gesto, lo rechazó y comunicó a su sirviente que deseaba estar solo. Cuando Björn se hubo ido dejó que su vista vagara perdida por la habitación, intentando concentrarse en algo que alejara de su mente la terrible noticia que anunciaba, de forma inesperada, la boda de Jenny Lind. Fue durante ese recorrido visual que vio reflejada su imagen en un gran espejo colgado de una pared. En él pudo contemplar su cuerpo huesudo y largirucho, de piernas desproporcionadas; su rostro macilento que terminaba en un mentón afilado hacia el que descendían desde las comisuras de los labios dos profundas arrugas; la prominente nariz, los ojos pequeños, la boca poco atractiva, la anchísima frente por culpa de unos cabellos sin brillo que nacían en su cabeza demasiado hacia atrás y, sobre todo, la expresión patética de niño desamparado que a menudo hacía reir por lo bajo, a veces dar pena. Conteniendo las lágrimas cerró los ojos para no seguir viendo aquel hombre de aspecto mal parecido y ridículo que tuvo la osadía de aspirar al amor de una mujer.  Ansió dormir, morir incluso para olvidar. Pero no pudo. Porque esa misma noche, en un arrebato de dolor, Hans Christian Andersen estuvo escribiendo, hasta altas horas de la madrugada, las primeras páginas de su célebre cuento “El patito feo”.

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