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jueves, 30 de agosto de 2012

FUGITIVO, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Si de algo podía enorgullecerse era de su buena educación. Héctor se consideraba un caballero. Eso se lo había inculcado su madre cuando era niño y jamás lo había olvidado. En su fructífera vida delictiva jamás había levantado la voz. Ni hablar de tocar a una mujer o lastimar a un anciano. Ya fuera en un banco, una financiera o un local con buena facturación, él entraba con la frente bien altas, sin gritos destemplados. Se limitaba a hacerles entender al gerente y a los empleados que esa vez habían perdido y que él se iba a llevar lo que había en la bóveda.
            Cierto que siempre portaba un arma bien cargada a la vista, pero le servía para evitar problemas y allanarse el camino a la caja. Llegó a los 65 sin haberla usado jamás. Bastaba con el poder persuasivo de su voz que pedía colaboración, dinero y algunos productos novedosos si se trataba de un negocio de electrodomésticos. ¡Cómo disfrutaban sus hijos de los juguetes de última tecnología!
            Para sí mismo Héctor había resuelto hacía años que él no perjudicaba a nadie. Jamás elegía una mercería o un almacén de barrio para que los dueños tuviesen que correr con las pérdidas. Prefería bancos, casas de cambio o locales de las grandes cadenas que contaban con un cuantioso seguro. Quién sabe, a lo mejor hasta les hacía un favor.
            A lo largo de los años y merced a su carrera delictiva Héctor logró darle un buen pasar a su familia. Vivían en el bajo de Martínez, a pocas cuadras de Libertador. Disfrutaban de los electrodomésticos más novedosos; Margarita, su mujer, llevaba ropa, relojes y carteras de marca y no les hacía faltar nada a sus hijos. Wii o Play, mp3 o netbook, tenían las últimas novedades. El se contentaba con algún traje de buen corte y el mejor champagne para celebrar cada golpe.
            Además de buen padre y esposo llegó a ser un buen vecino. Se anotó en el gimnasio, se hizo socio de la biblioteca de la calle Aristóbulo del Valle y empezó a colaborar con la unión de padres del colegio de monjas al que iban sus hijos.  Incluso disfrutaba las charlas en un local al que ya se había hecho habitué: una casa de transformadores de la calle Hipólito Yrigoyen adonde iba cada vez que conseguía  un electrodoméstico.
            Los nenes no sabían nada sobre las actividades del padre. Prefirió preservarlos. Para no avergonzarlos con Margarita alternaban entre dos expresiones tan ambiguas como respetables: "gestor de negocios" y "representante comercial". Una explicación similar recibieron los familiares , amigos y vecinos. Al fin y al cabo, él no le hacía mal a nadie y elegía blancos en Morón, Lomas de Zamora, Quilmes o Avellaneda. No quería complicaciones en la zona norte.
            Cerca de los 60 notó que el negocio empezaba a decaer. Los centros comerciales habían contratado seguridad privada. Empezó a visitar los barrios menos acomodados pero volvió con unos pocos pesos y la sensación de que el asalto mandaba a la quiebra a los dueños del local.
            Y llegó una propuesta que no pudo rechazar. Fue una noche de copas en un bar de Boulogne donde solía escaparse para estar entre desconocidos si acaso el alcohol le soltaba la lengua. Allí se encontró con otros como él charlando a viva voz sobre un negocio que tenían entre manos. Aunque estaban en mesas diferentes podía escuchar sus planes para robar un banco. Terminó acercándose para hacerles dos sugerencias. La primera fue que bajasen el volumen de sus voces y la segunda, que lo sumasen al grupo para planificar mejor el evento. Su principal capital y el que lo convirtió en un pilar de la banda fue su imagen respetable.
            Así fue como pasó el siguiente mes visitando un banco de Acassuso donde sacó una caja de seguridad para guardar lo que dijo, eran joyas de su abuelita fallecida. Aprovechó las gestiones para tomar nota de las instalaciones del banco y la ubicación de la bóveda de cajas de seguridad donde los vecinos guardaban sus tesoros más preciados. El resto fue hacer un túnel desde una propiedad cercana y alzarse con joyas, dinero y alguna que otra chuchería.
            Se reencontraron en el bar de Boulogne y acordaron repartir la ganancia y separarse para que nadie pudiese vincularlos con el robo. Los diarios y los noticieros se habían hecho un festín con aquel golpe que desposeyó a ricos y famosos de la zona, y daban cuenta de los escasos progresos de la policía y la justicia para encontrar a los culpables. Por eso los integrantes de la banda se despidieron con pasajes en el bolsillo para distintos destinos. Uno viajaba a Europa; otro, al Uruguay y un tercero quería perderse en el sur.
            Héctor prefirió no apurarse. Distribuyó dinero en distintos escondrijos de su casa para que Margarita tuviese a mano mientras él faltase y se despidió de ella y de sus hijos por un tiempo, con la promesa de comunicarse y volver a buscarlos cuando la investigación del robo terminase.
            Pero no se animó a irse del país. Pudo más su necesidad de estar cerca de su familia. Pudo más su barrio, Martínez, del que le costaba despegarse incluso por un tiempo. No quiso alejarse de las barrancas y las casas bajas, de los naranjos en las veredas y las vecinas que hacen las compras en bicicleta.
            Le regaló un pasaje con destino exótico a un amigo con la condición de que saliese del país usando su DNI. Después podía disfrutar a sus anchas y volver a entrar con sus propios datos. La idea es que si la investigación lograba relacionarlo con el robo, siguiese su pista hasta el exterior.
            Se alquiló un PH en la Diagonal Salta, a pocas cuadras de la plaza 9 de Julio y a unas cuantas de su propia casa. Se juró no pisar el colegio de los chicos, ni la biblioteca ni acercarse a su familia. Y más cuando empezó a enterarse por los diarios y la televisión de que las pericias avanzaban y los vecinos del banco habían identificado a los inquilinos de la casa desde donde se hizo el túnel. A los pocos días un mozo de un cafetín de Boulogne ganó espacio en los noticieros y los programas de entrevistas contando que les sirvió café y ginebra a los ladrones mientras planificaban el golpe.
            Las fotos de los cómplices empezaron a ocupar la sección de policiales de los diarios y la televisión. También mostraban la suya  pero eso no le preocupaba porque se había cambiado el color del pelo, llevaba barba tupida y el ocio le había dejado una prominente barriga ajena a su estado atlético de otras épocas. Además, los medios contaban que los investigadores seguían la pista de la banda en el exterior, ya que la mayoría de los integrantes habían salido del país.
            Pasaron varios meses en los cuales el único contatco con su familia fue ver las fotos que los hijos publicaban en las redes sociales. No se animaba a escribirles por temor a ser rastreado, así que se contentaba con ver sus imágenes en cumpleaños y actos escolares.
            Hasta que pensó que el peligro había pasado. Los diarios sólo hablaban del caso de cuando en cuando, pero estaban concentrados en los juicios que los disgustados clientes le estaban haciendo a la entidad bancaria. Ninguna noticia sobre la búsqueda de los culpables, así que ya era tiempo de festejar y reunirse con su familia.
            Planeó un asado en el PH de Martínez y una mudanza a algún otro lugar del barrio. Tenía que recorrer Olivos, quizás encontraría por ahí alguna zona parecida a su barrio. Los chicos podían cambiar de colegio. ¡Había tantos en la zona! Compró regalos para ellos y algo especial para Margarita pero no se olvidó del champagne. Era la cábala y a la vez el ritual cada vez que un golpe salía bien.
            Después creó una casilla de mails con un nombre que había acordado previamente con su mujer. Era el de una amiga de la infancia de ella, que se alegraba de haberla reencontrado y la invitaba a almorzar con sus hijos, para recordar los tiempos idos.
            El timbre sonó unos minutos antes de la hora acordada, cuando las achuras empezaban a crepitar en la parrillita del fondo. Abrió entusiasmado dispuesto a  a encontrarse con los rostros de sus hijos, pero se topó con un grupo de policías de la DDI armados hasta los dientes.
            Mientras esperaba para declarar y calculaba que no le darían menos de 10 años, un oficial le dio una pista sobre el dato que los llevó hasta él: "Una verdadera casualidad. Fuimos a comprar cargadores para los GPS y mencionamos que estábamos buscándolo porque había sido vecino de Martínez. Entonces el dueño de una casa de transformadores de acá cerca, recordó que lo conocía y que esa misma semana otro cliente le mencionó la misma marca de champagne que a usted le gustaba. Le pareció extraño, porque poca gente la conoce. Aquel bobinador fue tan gentil que hasta nos aportó su dirección ya que se había hecho traer una fuente para un juego de Playstation. Qué quiere que le diga. A usted lo perdió Martínez. ¡Y el champagne, claro!

3 comentarios:

  1. Esta bueno!Lastima que en muchas ocaciones deja Hector como un heroe!Asi estan quedando nuetros paises al querer dejar a delicuentes como "Robin Hoods".

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  2. Anónimo querido. Se trata de una ficción sin ningún sustento real. Héctor tiene su castigo en el texto con lo cual no queda como un héroe pero es cierto que la sociedad endiosa a los delincuentes. Será porque no encuentra referentes en otros ámbitos? un abrazo, Eva

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    1. Pobre Héctor! Le pasó como al ahogado, después de tanto nadar, ir a morir a la orilla... En la ficción y en la vida, un chorro siempre cae por obra y gracia de algún bocón que quiere micrófono. Pena que los otros delincuentes no caen nunca, por más escrache mediático que les hagan... y así estamos quedando. Arriba los Héctor, abajo los otros!
      Estimadísima Eva, tu cuento está impecable! Jory

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