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miércoles, 23 de mayo de 2012

EL GENERAL Y SU LABERINTO ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina


Debía orillar los 65 pero no lo parecía. Corpulento, hecho a base de suculentas comilonas y exigentes ejercicios. Ojos negros penetrantes, medio achinados, pelo aún tupido y peinado a la gomina. Lento y marcial en el caminar. Todo en él trasuntaba poder y gloria. Siempre atildado, siempre bien vestido, siempre de traje impecable, ora con corbata, otrora con algún pañuelo a lo viejo terrateniente. Su mirada dejaba ver un halo de tristeza mezclado con sed de venganza. Era un argentino más exiliado en tierras centroamericanas en la década de los 60’. Y su pinta denotaba que había ejercido un tremendo liderazgo en sus tierras.
Se levantaba a la mañana y luego de una breve ducha, elegía algún ambo de fina seda italiana. Colonia espartana sobre su cara esmeradamente afeitada a la navaja, y a las 7 y media en punto estaba desayunando, mirando por esas ventanas que le mostraban un mar lejano y extraño. Dos tostadas con manteca, café fuerte y salía a caminar por la concisa ciudad. No llevaba guardaespaldas pero sabía que cada uno de sus movimientos era milimétricamente registrado. Estaba en ese país, a miles de kilómetros de sus pampas natales, gracias a los buenos oficios de gente que ejercía el poder como lo había hecho él: Con mano dura, rectitud y sin flaquezas.
Sobre la tarde gustaba sentarse junto al malecón, en un desvencijado bar antiguo Y se daba el único lujo del día: pedía un mojito. Y mientras lo paladeaba abría su correspondencia que por aquellos días no le llegaba a raudales, pero anticipaba lo que se vendría: la contraofensiva, las matanzas, la lucha fraticida. Se tomaba el trabajo de sacar de su ambo una Montblanc de tinta negra, y ocasionalmente garrapateaba alguna que otra respuesta a los fieles que habían quedado detrás de las trincheras, solos y desamparados. Luego caminaba las seis cuadras que lo separaban del correo y enviaba las misivas en la certeza que serían abiertas a vapor, como antaño, que se buscarían mensajes ocultos, claves secretas, criptogramas indescifrables, y luego los mastines de la oscuridad, con desesperanza volverían a dejar todo como estaba y las esquelas volarían a su sur del Plata, a su tierra querida.
La noche lo encontraba escuchando el piano, en el lobby del hotel. Alguna que otra vez Johny – tal el nombre del pianista – masacraba algún tango imaginándose que ello haría las delicias del otrora hombre fuerte de Argentina. Él se levantaba cansinamente y le dejaba una suculenta propina, no tanto en agradecimiento sino para acallar un ritmo que debía ser de 2 x 4 e indefectiblemente Johny convertía en rumba o en zambón, casi sin percatarse de ello.
Sus ansiados bifes de chorizo eran reemplazados por los buenos mariscos de esas playas y las 10 de la noche lo descubrían – como en sus años de cadete – fatigado, cansado, exhausto. Sin embargo este no era el cansancio de los ejercicios, los saltos de rana y los combates cuerpo a cuerpo, sino que era la fatiga de quien lo ha visto todo, de quien lo ha tenido todo, de quien lo ha perdido todo, de quien no sabe como recomenzar una nueva vida.

Un día, un viejo conocido de la Embajada Argentina lo pasó a buscar por el hotel y le dijo:
- “General, usted no puede estar así, se me está muriendo en vida, tiene que salir, distraerse, conocer gente. Esta misma noche lo paso a buscar y vamos a un night club de acá cerca. No se va a arrepentir”, a lo que el viejo estadista sólo atinó a asentir con la cabeza, sin decir palabra.
La noche siguiente era fresca, por lo que el viejo anacoreta eligió ponerse un traje de fina franela inglesa, con camisa de seda y pañuelo cubriendo su cuello de tortuga. Caminaron tan sólo tres cuadras y al doblar la esquina allí estaba: “Tabarís”, se llamaba, como otros miles de Tabarís que poblaban las noches del mundo entero.
Se sentaron en una mesa, pidieron dos medidas de whisky importado y se pusieron a conversar animadamente, el cónsul y él. Cuando se quisieron acordar habían pasado dos horas y el General se sintió con un vigor que no había reconocido al menos en los últimos tres meses. De golpe, se hizo la oscuridad total y apareció la estrella del burdel. Rubia, cuerpo perfecto, ojos lánguidos como los de él, fue practicando un remedo de strip tease que hoy haría reír a más de uno. Quedó obviamente en ropa interior, inclinándose hacia delante y mostrando sus turgencias. El hombre poderoso llamó a mozo y le dijo discretamente algo al oído. A la media hora compareció la estrellita en ascenso, portando un gigantesco ramo de rosas. Ya vestida se sentó en la mesa de los caballeros argentinos y le agradeció el gesto a su benefactor.
A él, ella le parecía una cara conocida, un rostro familiar, lomadas ya cruzadas, horizontes atravesados. Hasta que la rubia le dijo que también era argentina, lo que disparó entre ambos una electricidad y un espacio de complicidad que no había conocido el hombre desde el día en que había arribado a ese itsmo. Comenzaron a hablar y el militar demostró que no era solamente un hombre de armas. Miles de temas, cientos de libros, decenas de anécdotas iluminaban a la estrellita y dejaban ver que era un hombre de una vasta cultura, de una gran sapiencia, de un fino gusto.
Ella, reservada, disimulaba su ignorancia en unos dientes blanquísimos, y cada tanto y ante la ausencia de una respuesta coherente se saltaba algún botón de su blusa, como al pasar, con displicencia inteligentemente calculada.
Pasaron varios días de almuerzos y cenas, de caminatas juntos tomados del brazo y con disimulo, mientras las lentes de los servicios se hacían las delicias.
Finalmente, al séptimo, el General la invitó a subir a su alcoba.

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            A la mañana siguiente, exánimes de placer y mientras clareaba el alba sobre el Pacífico, él le preguntó su nombre – no el artístico - y ella a su vez le preguntó el suyo – no su seudónimo clave.

 “Juan Domingo, chinita”, respondió él. Y ella, se acurrucó en su pecho y le susurró “María Estela”, aunque como sabés, me gusta que me llamen “Isabelita”.

2 comentarios:

  1. Todo el relato es muy atractivo y escrito con gran oficio. Debo destacar el desenlace( desde el momento, que ella le dice su procedencia hasta el los nombres) es realmente acertado y brillante. Posee una cualidad de las más difíciles de conseguir en un relato, simpleza que lo revela todo.
    Extraigo partes que me parecieron destacadísimas del texto: "Colonia espartana sobre su cara esmeradamente afeitada a la navaja, y a las 7 y media en punto estaba desayunando, mirando por esas ventanas que le mostraban un mar lejano y extraño.", "enviaba las misivas en la certeza que serían abiertas a vapor, como antaño, que se buscarían mensajes ocultos, claves secretas, criptogramas indescifrables, y luego los mastines de la oscuridad, con desesperanza volverían a dejar todo como estaba y las esquelas volarían a su sur del Plata, a su tierra querida."
    No quiero transcribir mucho; pero la referencia al tango y el frustrante esmero del músico, así como el cambio de las comidas (bifes de chorizo por mariscos) también son imágenes muy destacadas.

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  2. Muchas gracias Luis por tu profundo análisis del cuento y los elogios. Quise indagar sobre un hecho en particular de la historia argentina sobre el cual jamás lei nada. Y se me ocurrió un desenlace posible que con su aparción hizo añicos los sueños de varias generaciones de argentinos. Un abrazo fraternal desde la otra orilla. Carlos Nahas

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