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miércoles, 1 de febrero de 2012

UN REGALO DE CUMPLEAÑOS, por Andrés Berger Kiss, de Medellín, Colombia

Pensé en sorprender a mi madre¾la que llamaban ‘La Húngara’ en el vecindario¾el día de su cumpleaños con algún regalo inusitado, algo que la entusiasmara, cuando uno de los indios que bajaba de la cordillera pasando por la Avenida Echeverry donde vivíamos, trajo un loro grande, sentado en su hombro.
«Conversa mucho y sólo cuesta cincuenta centavos", el indio me dijo.
«¿Y usté cree que este loro podría aprender a decir unas palabras en húngaro?» le pregunté, medio apenado.
«¿Húngaro?  Eso debe ser como guajiro.  Un pájaro que conversa en guajiro y en español aprende cualquier cosa; hasta húngaro aprende», comentó el indio.  «Es tuyo por cuarenta y cinco centavos y podés comenzarle sus lecciones ahorita mismo».
«Es un regalo de cumpleaños pa mi mamá».
«Ya verás que muy pronto tu mamá y el loro estarán conversando en húngaro».  El indio cerró los ojos y frunció sus labios tratando de aparecer bien informado.
Mi nuevo amigo, Hernán, que hacía poco se había mudado con toda su familia de Santa Bárbara a Medellín, vecino mío, oyendo el intercambio, me jaló hacia detrás de un árbol y susurró:  «No le digás a un indio que necesitás lo que está tratando de venderte». Teníamos Hernán y yo por aquel entonces ocho años de edad¾cada uno, sobra decir.
El indio nos siguió.  «Este pájaro ya tiene treinta y tres años y medio y a esa edad es cuando los coge la habladera.  Vale más de los cincuenta».
«Hernán, yo sé que a mi madre le encantaría tener un pájaro colombiano que le hable en húngaro.  ¡Estaría feliz!  Vos sabés que Trípode le entiende todo», le comuniqué a mi amigo. Trípode era el perrito que mi madre había adoptado, uno que había perdido una de sus patas en un accidente automovilístico.
«Yo no me engüesaría con ese loro».  Hernán miró el loro de lado y desde varios ángulos como un verdadero perito.  El loro parecía estar enojado.
«¿Estás seguro de que ese es un loro legítimo?», le pregunté.  «En Holanda decían que los loros tienen narices como personas y éste no es así».
Hernán sonrió.  «Es que en Holanda no entienden de loros.  Seguro que es un loro, pero la mayoría están acostumbrados a vivir en la selva y madrugan bien temprano berriando como heridos¾sobre todo cuando no están emparejados.  A tu mamá no le va a gustar el escándalo que armará.  Tampoco lo has oído decir una sola palabra todavía».
«Habla mucho el loro», se apresuró a decir el indio.  Jaló una de las patas del pájaro, casi precipitando su caída de la varita sobre la cual lo había instalado.  El pájaro dio un chillido aturdidor.  «¿Sí oyó lo que dijo?  Eso quiere decir 'buenos días' en guajiro.  ¿No le dije que conversaba?»  El indio no se dirigía más que a mí, pretendiendo que Hernán no estaba presente.
«Haga que diga algo en castellano», insistí. El indio levantó el pájaro y lo urgió en tono apremiante: «Lorito, ¿quiere cacao?  ¿Quiere cacao?  ¿No quiere cacao?»  El loro permaneció impasible, pestañeando sus ojos inconmovibles de una palidez amarillenta.
«Tiene sueño por andar trasnochao y está en ayunas todavía».  El indio se acercó al pájaro y le sopló aire en la cara, provocando una sarta de protestas ininteligibles.  «¿Oye éso?  En guajiro quiere decir que le gusta el clima aquí en Medellín».
Luego, de repente, el loro gritó en un español muy claro:  «¡A nadie le gusta que lo jodan!  ¡A nadie le gusta que lo jodan!»  Hernán y yo nos agarramos para no caernos de la risa.
Cuando el pájaro agregó una algarabía de sonidos misteriosos a lo que había declarado, el indio clarificó:  «Siempre mezcla alguito de guajiro con todo el resto de lo mucho que dice».
Hernán, viendo por dónde iban las cosas, asumió cargo del regateo: «Bueno, te damos diez centavos por el loro, ni un centavo más.  Ya está muy viejo.  Hasta será un anciano el pobre».
El indio resintió la intrusión de Hernán.  Quería negociar con el extranjero: «A los treinta y tres es un pájaro joven.  Vea sus ojos¾no tiene círculos bajo los ojos.  Yo dije que a lo menos cuarenta y cinco centavos y ya estoy arrepentido de haber rebajao el precio pero mi palabra es mi palabra. Bueno, por cuarenta, se lo puede llevar».
«Quince es lo más que recibirás.  ¡Quince y se acabó, ni un chivo más!»  Hernán le dio la espalda al indio y comenzó a alejarse, arrastrándome consigo. 
El indio inclinó la varita que sostenía en una mano, forzando el loro a caminar hacia arriba hasta llegar a su hombro.  Recogió unas cobijas que llevaba al mercado y caminó calle abajo.  Estuve a punto de incrementar la oferta pero Hernán me detuvo:  «Dejá que se vaya, hombe Andrés, él ya comenzó a bajar su precio.  Si regresa pronto, venderá barato.  Mientras más se demore en regresar, menos rebajará.  Pero no debés pagarle más de treinta, aunque se demore un año entero pa regresar».
El indio desapareció detrás de la esquina de la Avenida con la carrera Sucre, cuesta abajo, como si estuviera arrancando hacia el centro de la ciudad.  Transcurrieron un par de minutos cuando el indio reapareció, caminando despacio hacia nosotros. 
«¡Mirá quién viene allá!», se regocijó Hernán, pretendiendo no estar interesado en el indio.  «¡Garantizo que te consigo ese bicho por veinte centavos!»
Regatearon a lo ancho y a lo largo por media hora, Hernán subiendo su precio un centavo cada vez que el guajiro rebajaba el suyo, ambos pretendiendo abandonar el trato varias veces hasta que Hernán puso el loro sobre mi hombro por diez y nueve centavos, incluyendo la varita. 
Pero mirando el indio que se marchaba después de terminar el trato, Hernán todavía pensando que había posibilidades de mejorar el trato, lo llamó:  «¡Oye, guajiro!  Encimanos ese alpiste que te sobró, pa que se desayune el loro que seguro tiene hambre». 
El indio medio se volteó, inseguro.  Hernán trató por última vez:  «Vos con toda seguridad no comés alpiste; dáselo a Andrés que al fin y al cabo es tu cliente». 
Cuando el indio se fue, después de deshacerse del alpiste, Hernán se volvió hacia su nuevo amigo con una sonrisa triunfante de oreja a oreja y dijo:  «¡Así es como se negocia aquí en Antioquia!  ¡Así me lo enseñó mi abuelo, don Alejandro!»
Al atardecer, mi madre recibió su regalo de cumpleaños con un poco de recelo, y le dio albergue al loro en una jaula demasiado pequeña, donde pasó una noche muy incómoda con su cabeza y su cola extendidas afuera del enrejado.  Con cada vistazo de la luna entre las nubes, el pájaro desencadenó una serie abrumadora de gritos penetrantes, seguramente insultos apasionantes.  Esa algarabía no dejó dormir a nadie en la casa, ni a los vecinos. 
Apenas vislumbró el nuevo día, desvelado y rendido, mi padre se llevó con mucho cuidado el loro y lo puso sobre la rama más baja que encontró en la Avenida entre los árboles de mionas.  Se alegró al ver que escalaba el árbol hasta la cima donde desapareció entre las hojas verdes. 
El loro siguió manteniendo en vela a la vecindad por varios días antes de la aurora con sus gritos salvajes e inmoderados:  ¡"A nadie le gusta que lo jodan"!--y a la larga, se fue volando para
jamás volver.
Pirulín pirulao, este cuento ha terminao.

2 comentarios:

  1. Andres - como siempre, me alegraste el dia!

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  2. Muchas gracias, tanto a Andrés Berger Kiss por su generosidad de cumpartir su prestigiosa pluma en este espacio, como a Alejandro Mejía por seguirnos
    Saludos fraternos a ambos
    Eva y Carlos
    Editores de "Todas las Artes"

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