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miércoles, 23 de noviembre de 2011

POLVO GARRAPIÑADO, por Salvador Alario Bataller, de Valencia, España

Este cuento fue publicado en el libro “El Disfraz de Dios”, de Salvador Alario Bataller, 2011. Lulu Enterprises, USA

Carolina fue la primera novia formal que tuve, la primera chica importante en mi vida y he de confesar que estaba muy enamorado. Su familia, compuesta por un padre violento, una madre inhibida y un hermano menor neurasténico, me caía mal, pero soporté este contexto patogénico por el deseo de fomentar nuestra relación y llegar algún día a vivir con ella.
            Hermosa, pelirroja, de seno amplio y turgente, posaderas generosas, guapa de cara en fin, hermoso todo lo demás, su comportamiento en al intimidad desmentía su aparente potencial amatorio. Cuatro cosas, clásicas y poco más: esto no, aquello tampoco, por detrás ni pensarlo que me romperás, no me chupes abajo, me da asco besarte ahí, etc., etc., etc. De manera que, aunque la quería, fui sintiéndome cada vez más frustrado, se me fue apagando el deseo y al final le planteé que debíamos dejarlo. Se quedó cariacontecida, con los morrines apretados y los ojos de fuego, pero no me dijo nada cuando me marché e incluso no supe de su persona durante el próximo mes. Yo sentía que aún la quería, me empujaba el deseo, y echaba de menos su cuerpo, sus carnes espléndidas, que nunca me ofrecieron otra cosa que desahogos rutinarios y toneladas de frustración. Yo soy un tipo imaginativo, bastante vicioso si quieren, pero con ella llegué a sentirme un cero a la izquierda, un tipo de mierda, sin el menor atractivo, que se hundía poco a poco en el rencor primero y el un aparente desamor después. En el tiempo que estuve sin verla ni hablarle, mantuve varias relaciones temporales y más de un rollo saturnino, y eso me revalidó; las mujeres gozaban conmigo, algunas repetían, una se me enamoró, por lo cual me reafirmé en seguir experimentando y persistir alejado de aquella Carol que tanto dolor me había provocado.
            Un día, inesperadamente, comenzaron sus llamadas telefónicas. Yo no cogía el teléfono, pero indefectiblemente dejaba mensajes del tipo de no podrás vivir sin mí, soy la mejor chica que tendrás en la vida, con otra no encontrarás el amor verdadero, te arrepentirás toda la vida, para acabar con eres una hez, te odio, no vales nada, eres un don nadie y un hijo de puta. Así durante un mes y medio. Los timbrazos del aparato eran una auténtica tortura. Al final, hastiado y muy alterado, decidí cambiar el número de teléfono. Aún con esta medida precautoria, cuando estaba en casa, desconectaba la clavija y permanecía siempre en una angustia sorda temiendo que ella apareciese. Pero no lo hizo, por lo que me sentí aliviado, aunque no me la quitaba de la cabeza, exclusivamente en el plano sexual, y en mis fantasías recurrentes y desbordadas realizaba sin cortapisas todo aquello que nunca había tenido.
            Una tarde, mientras tomaba un café en el  bar de abajo, entró y se me sentó al lado, después de haberme dado dos besos en la mejilla y de manifestar melindrosa sentirse encantada por haberse tropezado conmigo en aquel lugar inesperado, un sitio en el que habíamos estado decenas de veces. Comencé a sentirme incómodo, pero también muy caliente. Se la veía feliz, altiva, me hablaba de lo bien que le iba todo, que había aprobado cuarto curso, que salía con muchos chicos y que ahora se sentía explosiva y realizada. Yo sabía que todo era mentira, pero me dolía profundamente su actitud fementida y prepotente. Se marchó media hora después, con otros dos besos amplios y sonoros, dejándome hundido en aquella mesa solitaria, ante un café que se me había enfriado. Durante la semana siguiente, ardía en deseos de llamarla, pero no lo hice y cuando ya la zozobra iba desapareciendo de mi atribulado corazón, alguien llamó a la puerta. Al abrir, Carolina estaba ante mí, radiante, con todas sus carnes apetecibles.
-Pasa –le dije, intentando esbozar una sonrisa, aunque amedrentado por lo que pudiera pasar.
            Ella se sentó en el sofá y encendió un pitillo. Sus altaneros ojos almendrados miraron con indiferencia en derredor y después comentó:
            -Está todo igual.
            -Sí -le contesté – Bueno, a qué se debe el honor.
            -Nada, que pasaba por aquí y me pregunté cómo estarías.
            -Bien, como puedes ver.
            -Yo estoy maravillosamente bien y muy feliz además –repuso con un hondo suspiro.
            Después me contó que había pasado unas estupendas vacaciones en Ibiza y que le gustaba un chico de nuestro grupo, Nacho, un joven de tan bueno tonto, que no sabía donde se metía. Aquello fue una puñalada y no pude controlarme. Me lancé sobre ella y ella hizo lo mismo, y nos besamos como dos bestias. Le rompí el vestido, le bajé las bragas y le propiné unos fuertes azotes en los glúteos orondos y rosados, que sonaron en el aire del apartamento como petardos de Fallas.
            -¡Más, pégame más! ¡Más fuerte! -gritó, con los pelos alborotados cubriéndole la cara, fuera de sí, excitada como una perra.
            Le di unos buenos azotes más, hasta que tuvo el culo rojo como un tomate e inmediatamente, directo, ni saliva ni vaselina, la sodomicé brutalmente y, contra toda expectativa, ella se volvía más violenta, más apasionada, más descontrolada.
            -¡Soy tu puta, soy tu zorra! ¡Llámame guarra!
            Yo la penetraba fuerte, hasta la raíz, le propinaba enloquecido cachetadas estridentes en la carne ya férvida y amoratada.
            -¡Puta, guarra, cabrona, mamona, cerda!
            -¡Eres mi amo, soy tu puta, haré todo lo que quieras!
            Aquello fue una locura, nunca antes hubiera imaginado ese desafuero en una persona como Carol, tan modosita, tan estrecha, tan conservadora. De golpe y vuelta, tenía ante mí la Reina Roja de Babilonia.
            La había arrastrado a la alcoba sin encender la luz y allí mismo estuve dándole por el culo durante un tiempo largo y paroxístico, y me corrí dos veces con un estallido de placer cenital, bárbaro, incomparable a cualquiera otro que anteriormente hubiese tenido. Encendí la luz. Ella yacía desmadejada con la cabeza y el pecho pegados a la sábana, el cabello rojo como llamas de fuego esparcidas por la almohada, jadeando violentamente, temblándole las nalgas y el introito tras las sacudidas del orgasmo.
            Entonces vi que la excreta me había enfangado vientre y nabo y que un zurullo de medio kilo desparramaba su repelente masa entre mis rodillas, pero me sorprendí enormemente porque, contra todo pronóstico, aquella hez olía a chocolate. No me lo creía, y acabé riéndome con desenfreno y pensando que me había vuelto loco, y en lo alucinante de la situación. Después de una relación de pareja patética y amarga, ella me regalaba aquella dádiva escatológica edulcorada. Lástima que lo mío no fuera además la coprofagía.
            Esa tarde me dijo que pensaba formalizar la relación con Nacho, pero que no quería dejar de verme, para disfrutar al máximo de aquella pasión que había experimentado por primera vez conmigo.

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