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jueves, 10 de noviembre de 2011

LA DOCE QUE PALPITA ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina

Corría la década del 70 y mi viejo me llevó por primera vez a ver al Boca de los amores, a nuestro Boquita querido. Él es reo y aunque con los años me haya dado la mejor educación universitaria, no quiso ir a platea. Eran otros tiempos y la violencia aún no había asolado los estadios. Me llevó lisa y llanamente debajo de la “12”, donde la cancha, se siente, se mueve, late, palpita.
            Yo debía tener cerca de ocho años y todavía tengo grabado en la retina cuando salió Boca a la cancha. La lluvia de papelitos y los cantos que decían – como hoy – “y dale, y dale, y dale Bo’ dale”. El cemento textualmente vibraba a cada salto y la cancha – que no era como es ahora – alternaba entre los orines que caían de la tercera bandeja y las cintas de máquina que se enredaban en los pies. Boca-Talleres era el partido y al final del primer tiempo ganábamos 1 a 0.
            En el descanso y entre las preguntas pelotudas que yo hacía – tales como ¿”porqué el arquero tiene guantes”? – y mis reclamos de comestibles de toda laya, mi viejo estaba a las puteadas. Nunca supe si era porque la garrapiñada salía más que una gargantilla de brillantes o porque Ribolzi la revoleaba a las tribunas cada vez que podía y el equipo estaba jugando como el culo.
            Sobre los 10 del entretiempo lo escucho gritar “¡¡Me achacaron, me achacaron!!”. El viejo se tomaba el bolsillo trasero del pantalón y agitaba las manos como un molino, en la triste convicción de que tal vez eso le devolviera la billetera robada.
Sin embargo, había un vendedor de alfajores duros y secos como una piedra que se los tiraba a la cabeza de los plateístas y les gritaba “¡¡comprá miseria, comprale al pibe!!”, que se llamaba Busico y a la sazón era conocido de mi viejo. Cuando Busico vio la escena, dejó la caja de alfajores en el piso, se acercó al Turco (o sea mi viejo) y le hizo un par de preguntas al oído, que luego supe era del tenor de “¿Tenías guita y documentos o sólo guita?” Mi viejo le contestó y Busico le dijo, “no te hagás problemas que en el segundo tiempo la doce te la devuelve, eso sí, sin guita, ¿tamos?”.
            Sobre los 20 del segundo tiempo, y como por arte de magia, la billetera de mi viejo se materializó a sus pies. Con todos los documentos, no faltaba ni uno solo. Eso sí, como le había prometido su dudoso amigo, sin un centavo.
            No me acuerdo bien cómo terminó el partido, pero ambos salimos con bastante alegría. Sospecho que la misma estaba fundada en que mi viejo tenía la billetera de vuelta y que él había llevado por vez primera a su hijo a la cancha. Que para los bosteros de ley es y sigue siendo un rito iniciático. Es como decir “llevé a mi hijo al templo mayor del fútbol y salvo un par de preguntas pelotudas no se cagó encima ni se desmayó, todo un hombrecito”.
            Pasó el tiempo y me tocó a mí el sagrado rito. Mis contactos son tan zaparrastrosos como los de mi viejo, con la diferencia que a mí me tocó en suerte un compañero de la secundaria que está en la comisión directiva de Boca y un domingo, camino a Martínez, a lo de mi suegra, me llama al celular y me dice las palabras mágicas: “te conseguí dos plateas, Turco”. En esos momentos me agarró una especie de alegría desbordada, mezclada con desesperación. Juan Manuel - de tan sólo 8 años como tenía yo entonces - y un servidor, comenzamos a gritar desenfrenadamente en el auto que amenazaba peligrosamente con volcar.
            En Patricios y Aristóbulo del Valle me encontré con mi benefactor, Gustavo. Para mi sorpresa no me dio dos boletos, cartones, o lo que sea, sino dos finas tarjetas plastificadas y me dijo que con apoyarlas en el molinete bastaba. La Bombonera no era la que yo conocí de pibe, no. No tiene más esa aguja inmensa desde donde la propaladora cantaba “tiene de todo, todo, todo para el deporte, Proveeduría Deportiva…”, sino que ahora es lo más parecido a Puerto Madero que observé en mi vida. Por las plateas pululaban los acomodadores, y la ubicación era inmejorable. Los baños no eran esos pozos negros que había en mi infancia sino que eran casi más limpios que la cocina de mi casa, y la nueva confitería competía de igual a igual con los más finos bistró de París.
            Sin embargo, el equipo salió al campo de juego y juro que la cara que puso mi hijo fue la misma que yo había puesto hacía más de 30 años. La cancha, por más remodelaciones que tuviera, seguía temblando y los papelitos taparon toda visión. El partido lo ganamos 1 a 0 y Juan Manuel hacía las mismas preguntas pelotudas que yo hacía cuando tenía su edad y las garrapiñadas salían - como entonces - el costo de una computadora nueva. Eso sí, lo busqué infructuosamente a Busico por todos lados pero no lo encontré.
            Me acordé de la anécdota de mi viejo y llevé unos pocos pesos en el bolsillo delantero del pantalón. Y la cédula en el trasero. Por las dudas.
            Al salir me palpé el bolsillo trasero y la cédula estaba allí. Cuando busqué el dinero en el delantero, como por arte de magia había desaparecido. En esos momentos pensé que aunque ya no estuviera Busico, hay ciertos códigos que “la Doce” sigue respetando.
Y toqué con satisfacción la cédula.

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