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domingo, 22 de mayo de 2016

GUIDO Y CLAUDIA. por Leonardo Hekimián, de Buenos Aires, Argentina


Todo sucedió, o mejor dicho no sucedió, en el Wine Bar de Vía Firenze, a metros de Vía Nazionale, en pleno centro de Roma, a no más de 200 metros de Piazza Repubblica. 
No se trataba propiamente de un bar de vinos, ahora tan de moda en la capital italiana, que hasta “wine bar literarios” han instalado alternando estantes de botellas con bibliotecas, ambos bien surtidos. Era más bien lo que en Buenos Aires llamamos un barcito, ideal para tomar un espresso con un cornetto (el primo italiano del croissant francés) o una birra con un panino. Como buena estrategia de negocios, sus jóvenes dueños habían arreglado con pequeños hoteles vecinos servir el desayuno a sus pasajeros.




         Pero nuestro Wine Bar también tenía su elenco estable de parroquianos. Estabilidad de asistencia y de pedidos, de mesita y de horario. Entre dos de ellos, se daría esta historia de amor adolescente.

         Claudia tendría unos 65 años. El cabello entrecano, teñido de rubio, tirado hacia atrás y recogido en una coqueta colita. Delgada, bien vestida de elegante sport, erguía el cuerpo al andar para disimular cualquier añosa curvatura. Venía generalmente acompañada de Toby y Chicco, sus dos perritos medianos que se echaban contentos a sus pies cuando ella se sentaba en una de las mesitas de afuera, al menos en los meses de primavera y verano. Llegaba a eso de las 10 de la mañana y pedía, sin necesidad de pronunciar palabra, una copa de vino chianti. A veces tomaba dos, mientras fumaba, haciendo caso omiso de las recomendaciones médicas. Pero se sentía bien, quería estirar ese momento, que la alejaba de las penas pasadas y los vacíos actuales. La compañía de los canes y la amabilidad de la pareja que atendía el bar, mal disimulaban la soledad que rodeaba a esa mujer que se esforzaba por mantener un esplendor ya ido.
         Unos minutos antes o después que ella, Guido entraba en escena. Ya pisaba los 70, alto y delgado, peinando las pocas canas que una calvicie avanzada se había dignado respetar. Siempre de traje impecable, corbata, pañuelo y medias al tono, con zapatos acordonados de los que ya no se venden. También fumaba mientras sorbía uno o dos cafés, en esas mañanas en las que seguía planeando lo que nunca haría, como había hecho durante toda su vida.
        Claudia llamó la atención de Guido apenas la vio por primera vez, unos dos años atrás. No era como otras mujeres que se acercaban al bar, de poca clase y nada apetecibles. Tampoco se trataba de una ragazza a la que simplemente le hubiera dedicado mimosas miradas y algún piropo de los de antes, sabiendo que recibiría por respuesta una sonrisa cómplice y nada más. Le gustaba Claudia aunque no la conociera más que por esos momentos que compartían en el bar, ni nunca pasaran de un respetuoso saludo o un comentario al pasar, de mesa a mesa. Es que por esa atracción que sentía y crecía progresivamente, no quería decir o hacer algo que estropeara lo que ya imaginaba como la próxima (¿última? ¿Única?) gran historia de amor de su vida.
          Un día, cuando ella se iba caminando más lento que de costumbre, se decidió. La iba a encarar, pero tenía que pensarlo bien. Era un jueves, así que la abordaría al día siguiente, pensando en concretar una cita ese mismo fin de semana. ¡Sí, Signore! Ése era el momento.
         El viernes Guido llegó al bar más temprano que de costumbre. Había dormido poco y mal, repasando decenas de veces lo que le diría a Claudia. Pero un buen baño y la mejor pilcha que tenía a mano, le habían dado un buen semblante para acometer el desafío más importante de sus últimos años.
       Sin embargo, algo no sucedió. Los minutos pasaban, Guido ya había tomado su inusual tercer café y Claudia no aparecía. Era casi el mediodía cuando se resignó. Estaba claro que ella no vendría ese día. Se convenció pensando que no era la primera vez que faltaba, aunque no podía recordar cuándo había sido la última. No tenía mucho sentido seguir esperando. Se marchó, con la incierta esperanza de que el lunes la vería.
        El fin de semana fue eterno. El formal encuentro familiar con su hija y sus nietos le pareció más tedioso que de costumbre. Extrañamente, entró a la Iglesia de Santa María de los Ángeles en plena Misa dominical. Pensó en pedirle a Dios encontrar a Claudia la mañana siguiente. No se atrevió.
        Llegó el lunes. Como si nada hubiese pasado, nuevamente se afeitó y vistió para la ocasión. Llovía pero eso no lo amedrentó. Llegó puntual y pidió con la mirada su bendito café. Se sentó y aguardó. Pero otra vez, el tiempo se llenó de vacío. La figura de Claudia no emergía de la lluvia.
       ¡Claro!, pensó. Seguramente estaba resfriada o algo así, y no quiso salir por el mal tiempo. Seguramente…
        La rutina se repitió el martes, ya sin lluvia ni excusa a la vista. Sobre el mediodía, Gina, la dueña del bar, lo notó apesadumbrado y le preguntó qué le sucedía. Guido no se animó a confesar su angustia pero antes de irse, como al pasar, le comentó que le extrañaba no haber visto a Claudia desde hacía varios días.
Gina abrió grande los ojos. “Ma come, Lei non sa?”. Y sin dejarlo responder le contó que Claudia había sufrido un ataque cardíaco el viernes por la tarde y había fallecido el sábado. Guido enmudeció y palideció. Tras unos segundos de perplejidad, estúpidamente preguntó qué pasaría con los perritos. Gina no tenía idea y menos le importaba.
        Guido se despidió balbuceando y se retiró caminando por vía Firenze hacia Piazza Barberini, sin saber realmente adónde ir. Más que triste, estaba frustrado porque, una vez más, había perdido la oportunidad de decirle a una mujer lo que sentía por ella. Deambuló todo el día, bebió alguna copa de más y se fue olvidando de Claudia.
          El miércoles, a las diez en punto, entró al Wine Bar.

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