El gallo, de carúnculas muy rojas y
espolones curtidos, se largo a cantar a
las cuatro y media de la madrugada.
Negras hormigas laboriosas cargaban sobre sus lomos las pequeñas mudanzas de
los árboles que empezaban a corromperse en el cementerio levantado en el siglo
pasado con ambición de necrópolis.
Don Manuel ordenó su
cabeza frente al espejo y se largó a caminar, buscando el pueblo.
Sentado sobre un
tronco, en la vereda de polvo
amarillento, don Francisco, hombre pequeño,
jorobado, de rostro jamás rozado por la rudeza de la tierra curtida, tocaba el violín; y era el sonido el silbido anunciando la hora
triste, el sueño, la iluminación de una
música que parecía llegar llorando de un pueblo muy lejano.
Con los ojos cerrados
el artista ejecutaba el instrumento
musical mientras una claridad rojiza, la primera claridad de la mañana,
caminaba por las calles de polvo, como otra gente mas, parlanchina y ansiosa por saber qué ocurría, quién se había
muerto, quién se había casado, quién se había ido de su casa a la medianoche
sin que los perros dieran aviso.
Don Manuel depositó
dos metales lamidos por el óxido en el platillo de lata del artista y caminó
tres cuadras hasta llegar a la casa número veinte, frente a la que estaba sentado
en su banquillo don José. Y le dijo don José, lo que se dice en un pueblo
tranquilo, bien dormido, de digestión sana, siempre soleado, acarreando a su
gente ya por la pastura o por los caminos polvorientos: ¿Qué hay de nuevo? Nada,
se escuchó una llamarada de arena gris en el aire.
Doña Dolores apareció
en la esquina cuando don Manuel entró al almacén; entonces se
acordó de los cinco mandamientos: la cajetilla de fósforos, la bolsa de
legumbres, el frasco de azul de metileno, el kilo y medio de maíz para las
gallinas, las velas para sacarse de
encima los sustos desde que la luz se apagó y se fue de la casa.
Una
vez hechas las compras y salido a la vereda, miró hacia el río. El olor del
pueblo era igual. Eso quería decir que el planeta seguía su curso natural y que
no había descompostura de los astros y los demás cuerpos celestes.
Doña Delmira, la
mujer mas vieja del sitio, había amanecido nuevamente, y con ella habían
amanecido las mujeres que le limpiaban las escaras del cuerpo con caléndulas
silvestres y que hablaban en voz alta sobre el sentido de sus desvaríos, total
la enferma ya no escuchaba nada.
Don Manuel quería
saber no si qué cosa, y vino para su casa. Su mujer, Rosa, se hallaba hablando
para sí. Como no sabía qui cosa quería saber se sintió indefenso frente a ella,
quien lo confundía, lo alarmaba,
hablando tan larga y rápidamente
como hablaba.
- ¿No te estarás volviendo loca? -
preguntó.
- No estoy para bromas; el carbón esta
húmedo y ya son las diez.
Y el día dio vueltas
en torno a el que quería saber no si qué cosa. A veces eso le pasaba y el mal
humor le cortaba la mirada en el instante. Entonces no solía
prestar atención a nadie, ni a doña
Magdalena que pasaba, caída ya la tarde, con su hato de marranos, cantando la
canción que los domingueros entonaban en
la iglesia; ni a doña Justa, que se iba caminando con el adiós muy grande en la
mano y se entreveraba con el camino por donde regresaban las vacas después de
ser ordeñadas.
Tres días pasaron y el
seguía queriendo saber no si qué cosa. La costumbre es la costumbre. Cuando el
gallo se largaba a cantar a las cuatro y media de la madrugada, ya estaba
ordenando su cara, su cuello, sus bigotes
frente al espejo. Y bajaba al pueblo.
Y al encontrarse con
Francisco, el violinista, escuchaba la música venida como un aliento de un pueblo muy
lejano. Y respondía a don José, cuando le preguntaba qui había de nuevo,
que no ocurría nada, con lo que ambos pensaban que era otro miércoles mas marchando
bien.
Y así seguía el
calendario, sin novedad que viniera a dar de que hablar a nadie.
Al día siguiente, el
gallo no cantó. ¡No cantó el gallo, por San Jorge!
El eje del pueblo se
había quebrado. Sintió que el corazón le salía en forma de vómito de sangre por
la boca mientras un relámpago estallaba en su pecho.
A las ocho de la mañana
se supo en el pueblo que don Manuel murió.
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