Decir a estas alturas que, en un artículo, incluso en un libro o en varios, se puede alcanzar a decir todo sobre cualquier
tema, es, cuanto menos, una simpleza. Es imposible en una película, por
ejemplo, que dura un par de horas, más duración no la soporta el espectador,
contar toda la vida de un personaje: siempre habrá algo que se quedará en el
tintero o en la cámara. Ahora bien, el artista tiene que dar la sensación de
plenitud, de obra acabada, de que allí no hace falta añadir nada más. ¿Cabe más
ternura, acaso, en cualquier cuadro de Velázquez dedicado a los bufones? ¿O en
el de su mujer Juana Pacheco como la Sibila de Cumas? Y, sin embargo, cuelgan
de una pared; se abarcan de un vistazo. Cosa distinta es cuánto tiempo somos
capaces de estar delante de ellos con los ojos bien abiertos.
Estas reflexiones vienen a cuento de algunos
comentarios, nada maliciosos, hechos por una feliz amiga a raíz de las
limitaciones de los artículos, las novelas y de todo en general. Es algo con lo
que se cuenta, y que tampoco debe preocuparnos mucho. Ninguna obra humana es
perfecta y acabada, aunque muchas lo parezcan, pues como críticos estamos, tal
vez, mucho más limitados que el artista que creó su obra. Es él, el artista,
quien por regla general nunca queda plenamente satisfecho con el resultado.
“Intuyo -me escribía esta amiga- que no has
pretendido ser exhaustivo en tu último artículo; y quizás la brevedad sea una
virtud. Pero no deja de sorprenderme que hablando de la guerra y del hambre, en
el citado artículo tuyo, ni siquiera nombres al mejor texto que se ha escrito
nunca sobre el hambre.”
Tal vez sea yo un poco temeroso, o una persona un
tanto insegura; pero siempre he creído que hay que ser moderadamente prudente a
la hora de utilizar los adjetivos. Ignoro, desde luego, cuál es el mejor texto
que habla sobre este o aquel tema. Hay textos muy buenos, y que han hecho
fortuna; otros malos, exaltados por diversos intereses; y muchos, seguramente,
desconocidos y dignos de elogio.
“No me atrevería a decirte -le repliqué a mi
crítica amiga- si el mejor fragmento sobre el hambre lo escribió Pérez Galdós,
o Manuel Chaves, o cualquier otro que he olvidado o desconozco. Sí que te digo,
sin ningún temor a equivocarme, que Galdós es un excelente novelista, el mejor
después de Cervantes, -y soy muy injusto con Leopoldo Alas-, y que los libros
de Manuel Chaves no tienen desperdicio. Como comprenderás, por otra parte, ni
me lo he leído todo, ni podría hacerlo; sobra decir que es imposible.”
Quizás también esté de más decir que me quedé con
ganas de conocer el texto, sobre el hambre, que según mi amiga era lo mejor que
se había escrito nunca. Le pedí, pues, la información a través de otra carta,
breve. Y a los pocos días, cosa que me encanta, recibí un paquete: era un
regalo, el libro que tanto adoraba mi amiga.
No conocía ni al autor ni a su obra. El libro se
lee fácilmente. Lo terminé en un par de tardes. Está muy bien escrito. Es un
clásico. Y se entiende, perfectamente, dado el tema que trata, que se haya
hecho lo posible y lo imposible porque pasara desapercibido, sin pena ni
gloria, o que fuera alimento solo de tres o cuatro conocidos y amigos. Uno de
los tantos autores “olvidados”. Se trata de Manuel de la Escalera, y de su
obra, Muerte después de Reyes. Es el diario escrito en la cárcel, nada
escabroso, de un condenado a muerte tras la guerra civil española. Es un
testimonio impresionante. Y sí, efectivamente, las páginas que tiene sobre el
hambre son magníficas, escritas con una prosa que ya quisieran para sí muchos
de los premiados y galardonados en este país. Baste con citar unas líneas. Habla
del hambre:
“La conocí en París, en los años de bohemia.
Tenía el aspecto de una adolescente demacrada, el semblante pálido comido por
unos grandes ojos negros donde luchaban, como en todas las muchachas de su
edad, la sensualidad con la inocencia. Vivimos nuestro idilio, primero en un
hotel de la Rue Saint Sulpice, luego en una calleja tras la Sorbona.”[1]
Pasea con ella por París, y en un rasgo de humor,
se encaminan al mercado de Les Halles, el vientre de la gran ciudad, el
recuerdo de Zola, y todos aquellas montañas de alimentos a los que jamás
tendrán acceso. Pero el hambre es algo más, mucho más:
“La clarividencia de aquella mujer acabó
asustándome. Comprendí que no debía dejar mi juventud en sus brazos y decidí
abandonarla, huir de ella. No fue fácil. Para lograrlo tuve que dejar París,
renunciar a lo que más quería.”[2] Creo que no
hace falta añadir nada más. O hambre o realidades más o menos llevaderas. Y la
caridad, después, a los que halla en similar situación. Unas breves reflexiones
del autor sobre esta le hacen comprender lo absurdo de la misma, pues no
soluciona nada: “Entonces comprendí que, sólo poniéndose en pie, podría aquella
legión famélica salvarse. Y que la salvación tenía que ser obra de ellos
mismos.
Perdido el resplandor que mi ilusión juvenil le
había otorgado, la vi fea, horrenda, como era: una Gorgona que asolaba el
mundo, y aprendí que era imposible huir de ella, porque estaba en todas
partes.”[3]
Y vuelve a estar en muchos lugares, podríamos
añadir, de los que ya la creíamos erradicada. Y muchos se siguen jugando la
vida por huir de ella. El Mediterráneo, mar de culturas.
Le volví a escribir a mi amiga dándole las
gracias por el libro, y diciéndole cuánto me había gustado el mismo. Y
efectivamente, son bellísimas las páginas dedicadas al hambre. Aunque lo mismo,
pese al tema, se puede decir de todo el libro. Y a partir de ese momento, la
reflexión que hicimos ya no tuvo nada que ver con el hambre, sino con la
cultura y su difusión, las censuras y los encumbramientos. ¿Cómo un libro de
estas características, tan magnífico, ha podido estar oculto durante tantos
años? La respuesta es muy sencilla: por ser el autor quien era, un combatiente
de la guerra civil, del bando perdedor, por contar lo que cuenta en el libro, y
por estar en el poder el bando ganador o sus representantes. La historia,
sabido es, la escribieron los vaqueros.
Es posible que, en algún momento determinado, hace
siglos, un premio literario, o artístico, o cinematográfico, se otorgara a la
obra que se merecía el premio y el galardón; pero demasiado a menudo, y
últimamente siempre, se ha visto lo contrario: predominar el sentido
crematístico, o el amiguismo, o la politiquería, sobre la calidad de la obra en
sí. Creo recordar, le escribí a mi amiga, que cuando a García Márquez, premio
Nobel de literatura del año 1982, le mostraron la galería donde están los
cuadros de aquellos que ganaron el mismo premio que él, el hombre confesó que
apenas si conocía a unos cuantos. ¿Se otorga el premio Nobel por calidad
literaria o por otras causas que nada, es un decir, tienen que ver con la
literatura? Si tenemos en cuenta que se lo negaron a Pérez Galdós para dárselo
a Echegaray, está todo dicho. Y sabido es lo que sucede con los premios
literarios en este corralón lleno de sol.
Un cierto amigo, librero él, me decía hace años
que el rugby es un deporte de bestias practicado por caballeros, y que la
industria del libro es una industria de caballeros llevada por bestias.
Seguramente será así, y mi amigo tendrá razón. Una editorial, al fin y al cabo,
es un negocio; y no se abre un negocio para perder dinero. No obstante, siempre
me ha extrañado, cada vez que entro en una librería, ver tales montones de
novedades, de libros acabados de publicar, cada vez más gruesos, y con más
páginas, más desustanciados y deslavazados. Montañas y montañas de novedades
que se renuevan con una facilidad sorprendente. Y siempre me pregunto lo mismo:
¿Alguien compra esos mamotretos? ¿Los lee alguien? Tampoco deja de asombrarme
que todos los inicios de curso, todos los estantes y expositores de las
librerías se llenen, hasta rebosar, de las mismas obras: hay cien mil ediciones
del Lazarillo, doscientas mil de selecciones de rimas y leyendas de Bécquer,
varios cientos de Celestinas, innumerables Quijotes, hasta traducidos al
español actual que, por lo visto, no era el de Cervantes, y así hasta agotar la
paciencia del transeúnte de librerías. Estas se parecen a las grandes ciudades:
las calles llamadas turísticas están abarrotadas de personas, cámara y botella
de agua en ristre; la calle vecina, que sólo tiene el encanto de un rincón, de
su soledad, de una silenciosa estatua de un personaje no muy conocido, está
horra de personal. Los libros de poesía, en cualquier librería, no ocupan ni
dos palmos de una mesa camilla.
¿Quién decide los libros que se han de publicar y
quién no? ¿Se ha de basar siempre todo en la cuestión crematística? ¿Y si se
crea una editora nacional ha de estar siempre al servicio de la voz de su amo?
Recuerdo una vez que en cierta clase de lengua, cuando yo era joven, un alumno,
en la universidad, harto de estas cosas, dijo, a voz en grito que “¡la
literatura española es una mierda ya que no es otra cosa que alabanza del poder
o cobarde y cómplice silencio!” Ni qué decir tiene que nos escandalizó a los
bien pensantes, que al pobre profesor le dio un sofoco, y que algo de razón no
le faltaba al enfadado compañero.
Pero ya hace años se dijo aquí que escribir es
llorar. Y, una de dos, o los poderes, o el poder, no se han leído, y es lo más
posible, a Mariano José de Larra, o los editores, ¿dónde están aquellos que
editaban, por ejemplo la Guía espiritual, de Miguel de Molinos? ¡Qué
prosa, Dios, qué prosa!, los editores, repito, saben de qué campos no van a
ganar ni para cubrir gastos: “El genio ha menester del eco, y no se produce eco
entre las tumbas”[4],
máxime si los editores, los jugadores de rugby con balón de papel, trabajan
para las tumbas, estas dirigen el cotarro, y los muertos, que son muy vivos,
eliminan a todo aquel que les puede hacer sombra. Dios sabe la cantidad de
obras que habrá por ahí pendientes de una mano de nieve. Manuel de la Escalera
nombra a uno, Francisco Burgos Lecea sobre el que ya anda mi amiga buscando
obras. Hay más, unos cuantos más. No le faltaba razón a Azorín cuando decía lo que
decía, aunque él lo hacía por otros motivos, que, tal vez, vienen a ser los
mismos: la pereza y la inercia de críticos y profesionales de las letras. La
pereza, la inercia unido al miedo a atreverse a publicar aquello que no es
camino conocido y transitado. Por no hablar de los diversos tipos de censura. Y
de intereses nada confesables.
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