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martes, 31 de diciembre de 2013

LA PARTE SECRETA ® NOVELA, por H.R. Malkiel, de Buenos Aires, Argentina. Capítulo doce: Revelaciones

“Entonces, ¿qué hemos de elegir? ¿El peso o la levedad?”
Milan Kundera. La insoportable levedad del ser.

Me desperté mientras apenas comenzaba a amanecer. Andrea dormía dándome la espalda. La fina sábana marcaba a la perfección la silueta de su cuerpo. Me acerqué a ella silenciosamente, para escuchar el sonido de su respiración. Afuera los zorzales comenzaban con ese canto que parece mecerse en el aire, como una pluma yendo de un lado hacia el otro mientras cae, describiendo formas que, secretamente, trazan un significado que desconocemos, pero que intuimos, tienen un sentido.
Puse mi mano en su cintura, por sobre las sábanas. Pensé en lo que vendría a continuación, no sólo con respecto a lo que sucedía en la casa de mi padre, sino también en cuanto a ella y a mí. Le había sido infiel a Mariel, pero eso no me dolía, en cierto modo era como si hubiese hecho lo correcto, aunque no lo aprobaba del todo.

El hombre es un ser decididamente egoísta y yo no era ni mejor ni peor que nadie. Del mismo modo, Andrea sabía que tenía una novia esperando en casa, y eso tampoco le había importado.


Mientras amanecía traté de ocupar mi cabeza con los datos a los que ya había accedido. Teniendo en cuenta que Silvina había sido una persona de carne y hueso debía asumir que Ariel también lo había sido y que también había estado en Córber, más precisamente, en la casa de mi padre. Entre las cosas que desconocía estaba la fecha y las circunstancias en que se había producido la muerte de la joven. La de Ariel aún era incierta.
La aparición podía darme algunos datos, tal vez, de hecho ese haya sido su propósito.

Durante los años setenta los vuelos de la muerte fueron algo tristemente trivial. Luego de las torturas a las que eran sometidos los detenidos había algunos posibles finales, uno de ellos era que se cargara a los moribundos en aviones, para recorrer el Río de la Plata con el fin de arrojar los cuerpos desde el aire. En ocasiones se ataban a los cuerpos objetos pesados, con el fin de que no volvieran a la superficie. Tampoco era extraño que los envolvieran en grandes bolsas de diversos materiales como lona, nylon, etc. Por supuesto tampoco era del todo extraño que los arrojaran sin más. Dolorosamente, así se había producido el final de Silvina. Algunos datos me eran todavía desconocidos, por ejemplo, qué sucedió con su cuerpo. Sé que en ocasiones los muertos regresaban a la superficie o que aparecían en las playas, trasladados por las corrientes incluso hasta la costa de Uruguay. No hay agua suficiente bajo la cual esconder ciertas cosas.
Tal vez el cuerpo de Silvina nunca había sido encontrado ni reconocido.
Una de las posibilidades más atroces y aterradoras que se me ocurrieron esa madrugada (aunque preferiría nunca haberla pensado) fue la de que quizás, la memoria de los desaparecidos no descansaría hasta que las circunstancias de su muerte no fueran aclaradas.
Esto no tiene nada que ver con ideologías, o no tendría que ver en lo inmediato. Las historias de fantasmas abundan en millares de lugares alrededor del mundo, sin que haya necesidad de dictaduras genocidas. Sin embargo, créanlo o no, hay precedentes. Es más, son perfectamente comprobables por cualquiera.
Los más jóvenes tal vez se vean en la necesidad de recurrir a viejos archivos, pero aquellos interesados en la historia lo recordamos perfectamente. Hace mucho tiempo, en el partido de Morón, funcionaba una gran fábrica textil. Dicha fábrica dejó de trabajar en la década del setenta. Luego de que cerrara, el edificio permaneció en total abandono algunos años. Durante ese tiempo, se extendió por los alrededores la noticia de que se producían en aquel lugar apariciones sobrenaturales. Hubo muchos accidentes automovilísticos que se atribuían a la culpa de gente que intentaba cruzar la calle de forma imprudente, la cual, después del accidente, era imposible encontrar. Secretamente, los vecinos sabían que algo fuera de lo común acontecía. Un tiempo después, una gran cadena de supermercados decidió ocupar ese lugar y comenzó con la demolición. Lo que no esperaban era que, en los grandes piletones que se usaban para teñir las telas, ya medio sepultados para esconder lo que había en su interior, se encontrarían restos humanos. Muchos.
La construcción debió detenerse durante varios meses para dar paso a los trabajos forenses. La fábrica había sido usada como lugar para desaparecer personas durante la dictadura.
Ahora bien. No hay muchas conclusiones a las que se pueda llegar. Podemos aceptar lo que muchos creen, que los fantasmas de las personas que encontraron su fin allí no podían descansar hasta no ser hallados. La otra, es que los vecinos siempre supieron lo que había ocurrido allí y que aquello que los influenciaba no eran los fantasmas, sino la propia culpa. Guardaban un secreto demasiado grande. Reconocer que siempre supieron en qué se había convertido la vieja fábrica textil los hacía cómplices, así que surgieron los fantasmas de la nada, para que la presión dentro de ellos aminorara. Es como decirle a alguien: “La verdad, no sé qué pasó, pero hay algo sospechoso”. Cuando los cuerpos fueron descubiertos, ellos quedaron como los que habían tenido sospechas, no como los que sabían y callaron.

Morón no es diferente de Córber, imagino. La Argentina no es diferente de Córber.

Siguiendo este razonamiento era fácil intuir que alguien en el pueblo debía saber algo. Ya no podía desconfiar de Andrea, y estaba claro que no se desarrollaba ningún plan en mi contra. Además, ella era demasiado joven como para saber algo. Lo que fuera que pasó, se habían encargado de esconderlo para cualquiera que hubiese nacido después de lo ocurrido.
La imagen que tenía del pueblo en mi cabeza, esa imagen de la infancia, fue sustituida por la de un lugar sombrío, en la que el silencio con respecto a lo sucedido era un acuerdo tácito.

No podía asegurar que todos en el pueblo hubiesen estado al tanto de esos hechos, pero me molestaba no saber si mis abuelos lo habían estado. Hasta el momento eran lo único que me resultaba inmaculado en mis recuerdos. Las personas son personas. Yo acababa de engañar a Mariel, ellos bien podrían haber vivido guardando ese secreto y no habrían sido peores que yo. Todos, a nuestro modo, arrastramos alguna culpa.         
    
Andrea despertó con el sol. Su primer reacción fue la de darme un abrazo; le correspondí lo mejor que pude. Yo también guardaba el secreto ahora, lo que no había decidido aún era si debía excavar más, ver hasta dónde me llevaba esa horrible certeza a la que había accedido, o si la guardaría en lo más profundo de mí, como si jamás se me hubiese revelado.
Desayunamos con bastante silencio, tal vez los dos estábamos evitando hablar de asuntos incómodos; como qué iba a pasar ahora entre ella y yo, cómo iba a seguir ese asunto.
Había tenido tiempo de poner algunas cosas en su lugar, no con respecto a mí, sino con lo que sucedía en la casa de mi padre.
Luego de pensarlo mucho le pregunté a Andrea si era posible acceder a la información que se guardaba en la comisaría del pueblo, más precisamente, a situaciones fuera de lo común que hubiesen acontecido en el setenta y seis. Me miró dejando su taza de café sobre la mesa. La casa de Andrea era bastante pequeña, al menos comparándola con las demás construcciones de Córber. Ella vivía sola y era evidente que no necesitaba más espacio que ese.
Recordé la noche anterior, cómo habíamos caminado hacia allí deteniéndonos en cada esquina para volver a besarnos. Recordé cómo ella había metido las llaves de forma apresurada en la cerradura y cómo nos fuimos inmediatamente hacia la cama, como si eso fuera lo último que pudiéramos hacer en nuestras vidas. La belleza de su cuerpo se me reveló mientras le quitaba la ropa, de un modo menos delicado del que había imaginado. Hacía tiempo que con Mariel no me pasaban esas cosas. Ya saben cómo es. Después de unos años de dormir con alguna persona la pasión tiende a desaparecer. Entonces el sexo ocurre cuando uno de los dos acaricia al otro bajo las sábanas, mientras ves alguna película en la televisión. Comienzan los besos y luego se llega naturalmente al acto amoroso, pero salvo en alguna que otra ocasión, nunca ocurre de esa manera intempestiva, al menos no con la que es tu pareja desde hace cuatro años.

Me dijo que si tenía alguna buena razón para hacer semejante cosa estaba dispuesta a ayudarme, pero que tenía que ser sincero y claro con respecto a lo que estaba buscando. Dudé, no sabía qué podía decirle y qué no. De haberle contado lo que me había ocurrido en la casa de mi padre, la caída, la visión de Silvina que había tenido, me hubiese tomado por un loco. Traté de dejar en claro lo que estaba buscando sin dar todos los detalles. Quizás, en caso de estar en lo cierto en cuanto a mi búsqueda, se los revelaría finalmente, porque no era una de esas cosas que uno se pueda guardar para sí y esperar llevar una vida normal.
Le dije algo que, debido a la seriedad que revestía, no podría ignorar, aun cuando no fuera más que una simple sospecha mía. Le dije que creía que durante la dictadura habían secuestrado y desaparecido a algunas personas del pueblo.
El efecto fue inmediato; la seriedad que asomó a través de sus ojos fue ejemplar. Permaneció pensativa unos segundos, luego me preguntó cómo había llegado a semejante conclusión. Que ella supiera, nada parecido había sucedido en Córber. Contesté que sólo algunas personas lo sabían y que jamás lo habían dicho, pero yo creía que hacia allí me dirigían las pistas que obtuve de mi padre póstumamente.
No sin acierto agregó que en caso de producirse algo así, lo más probable es que no hubiese quedado nada registrado en la comisaría, o que de haber quedado, hacía tiempo se habrían encargado de destruir lo que fuera que sirviese de prueba, papeles, elementos, lo que fuera. En eso debía estar de acuerdo con ella. Lo que no le dije era que, en mi cabeza, la mejor prueba y la que jamás habían podido destruir había sido la casa de mi padre.
Insistí, le di la razón en cuanto a que lo más probable fuera que no encontrásemos nada, pero tampoco perdíamos nada con intentarlo.
Finalmente accedió. Cuando terminamos el desayuno y nos dimos un baño salimos a la calle. Me dio las llaves de su estudio, aún era temprano para que la secretaria estuviera presente; yo debía esperarla allí y ella se encargaría de buscar lo que hiciera falta y llevarlo para que lo examináramos juntos. No sería buena idea que pensaran que ella revolvía viejos archivos por pedido de alguien más. Mejor era hacerlo pasar, en la medida de lo posible, como algo extrañamente conectado a su trabajo. No sabía qué excusas dar, pero ya se le ocurriría algo.

Dentro del estudio había un vago aroma a incienso. Me senté a esperar la llegada de Andrea, impaciente. Sentía que estaba más cerca que nunca de dar otro paso esclarecedor. Ella tenía razón en cuanto a que era poco probable que encontrásemos algo directamente relacionado, pero yo sabía que lo que necesitábamos era cualquier cosa que tuviera que ver con la casa de mi padre o con Erminia, quizás así entendiera finalmente qué lugar ocupaba ella, si es que ocupaba alguno.
Pasó cerca de media hora hasta que Andrea llegó, cargada con varias carpetas. Me levanté de un salto para ayudarla, me di cuenta de que me había sentido preocupado por ella, aunque de un modo ridículo, ya que no creía que hubiese corrido ningún riesgo.
No fue tan difícil que le dieran aquellos viejos documentos, el que estaba a cargo en ese momento era un agente joven y cuando ella le pidió los archivos no supo si se trataba de un pedido excepcional o de algo rutinario en lo que él aún no se había visto envuelto por falta de experiencia. Lo más difícil fue dar con la ubicación de esas carpetas. El joven se había ofrecido a cargarlas por ella hasta el estudio, pero Andrea se había negado cortésmente, para que no me encontrara esperándola.
Nos introdujimos en su oficina y dejamos todo sobre el escritorio. Los archivos eran los correspondientes al año setenta y seis, todos los que había logrado encontrar. Me miró con una leve sonrisa, como si me preguntara “¿Y ahora?”.

Tomé la primera carpeta, la más próxima a mis manos y me senté para comenzar a buscar. La mayor parte de los documentos eran sobre trámites de vecinos, algunos se referían a la sospechosa desaparición de ganado. No había denuncias por robos ni crímenes.
A la media hora de revisar ya me había aburrido. Andrea también experimentaba lo mismo, me di cuenta por la forma en que tomaba las carpetas, sin el menor entusiasmo, hasta que dio con algo totalmente inusual; un asesinato. Mi corazón se aceleró en cuanto me pasó ese papel para que lo comprobara. El año en que se había producido esa muerte no era lo único que coincidía con lo que yo estaba buscando, había algo más, el fallecido había trabajado en el cementerio de Córber. Lo habían encontrado muerto, justamente, al costado de la calle del cementerio, tirado junto a su bicicleta, con una herida de arma blanca en el cuello. La falta de otra hipótesis aceptable había llevado a la policía a creer que se había tratado de un robo, pero… ¿un robo violento en Córber? Eso tenía todavía menos sentido.

El recuerdo de la carta nunca enviada volvió a mí, lo único escrito en su interior había sido la palabra “cementerio”. ¿Entonces esa carta estaba relacionada con aquella muerte? Y si era así ¿cómo se relacionaban?
Andrea misma tuvo que reconocer que ese hallazgo la había dejado sorprendida. Hasta donde ella recordaba, no podía encontrar otro caso de asesinato en el pueblo, eso sin mencionar que el año coincidía con lo que hubiese acontecido en la casa.
Cuando llegó la secretaria se sonrío al encontrarnos en el estudio, de seguro imaginó que habíamos pasado la noche juntos.
Me pareció que era el momento oportuno para despedirme, el resto de las carpetas evidenciaban no contener nada de valor.
El cielo se presentaba menos límpido que unas horas antes. Algunas nubes aquí o allá aparecían manchando el azul.
Me dirigí hacia la plaza, en el centro del pueblo y me senté en uno de sus bancos, los cuales, por suerte, aún eran de madera.
Ya sabía lo que significaba la segunda parte del sueño; lo que sentía era nada más y nada menos que lo que había experimentado Silvina al momento de morir. Todo el asunto me incomodaba sobremanera; una cosa es, supuse, encontrar fantasmas, otra es encontrar una historia sobre la dictadura. Pero encontrar ambas cosas reunidas… Eso era algo que yo nunca hubiese elegido como argumento para ninguno de mis libros. Podía imaginar a la crítica dividiéndose en dos, aquellos que dirían que utilizaba un tema doloroso para todos con la finalidad de vender un libro, creando así una polémica que ayudaría con las ventas. Y los otros, que juzgarían la historia demasiado incómoda, tal vez, pero no por eso menos valedera. ¿Qué hubiese hecho yo?

Me recosté en el banco y respiré profundamente, para serenarme. Lo que todavía me faltaba esclarecer era la primer parte del sueño. Todo estaba ahí, sólo debía pensar. Eran puntos que crecían, puntos color sangre, así que no podían ser otra cosa que sangre.
¿Sangre de quién?
Los puntos probablemente significaban disparos. No podían ser sobre Silvina, porque lo que yo creía, era que aún estaba viva cuando arrojaron su cuerpo a las asquerosas aguas de Río de la Plata. Tampoco podían ser sobre mi padre, de haber recibido todos esos impactos, dudo mucho que hubiese sobrevivido. Lo más lógico era que fuesen sobre Ariel.
Los sueños habían comenzado en cuanto me acerqué a la casa de mi padre. La visión me había demostrado que Silvina todavía permanecía allí, o al menos parte de ella, pero no había muerto en esa casa. No alcanzaba a comprender por qué entonces ella estaba allí, ¿no se supone que los fantasmas se quedan donde murieron?
La imagen del Río de la Plata, lleno de fantasmas submarinos, me causó tristeza.

Volví a respirar profundamente. No me sentía del todo yo.

Pasé mis manos por mi rostro y luego por mi cabello. Podía presentir que estaba a un tiro de piedra de la resolución de todo ese misterio; debía pensar claramente.
Si soñaba con los disparos y los disparos habían sido sobre el cuerpo de Ariel, entonces Ariel también estaba en la casa. Silvina estaba con él, pero no había muerto allí, entonces estaba porque el que había muerto allí era Ariel…

Lo comprendí.

Era tan simple… tan horriblemente doloroso. Lo que querían era permanecer juntos.

Silvina se había negado a dejar a Ariel en vida, se quedó con él a pesar de que el joven había intentado persuadirla para que saliera del país. Ambos habían muerto y aún entonces ella se negaba a dejarlo atrás. Tenía que ser eso. No era Ariel el que había ido en busca de Silvina, era Silvina la que fue en busca de Ariel. Era él quien no podía salir de donde estaba.

Me levanté lentamente, abrumado por las certezas, con el corazón lleno de miedo por lo que sabía que iba a encontrar. Caminé como un sonámbulo hacia la casa de mi padre, con el pulso tan acelerado que dolía. Caminé como en un sueño, queriendo llegar, pero a la vez temeroso por lo que me esperaba. Caminé hacia la vieja casa sin mirar a los costados, sin prestarle atención a nadie; sólo atento a los latidos de mi propio corazón, tan poderosos y sonoros que creí que en cualquier momento me reventarían los tímpanos.
Pasé por el estudio de Andrea sin molestarme en mirar hacia adentro. Sabía perfectamente lo que debería hacer en cuanto llegara. Mis brazos temblaban a los lados de mi cuerpo. A pesar de que tardé diez minutos en llegar, era como si en mi interior hubiesen transcurrido diez años. Estaba fuera del mundo, mirándolo y mirándome a mí mismo desde otro lugar, como un borracho que se ve a sí mismo intentando disimular su borrachera.
Saqué las llaves que ya había añadido a mi llavero, junto con las de mi departamento en el barrio de Caballito y las de la casa de mis abuelos. El candado estaba abierto, tal como lo había dejado la última vez. Avancé por el camino de irreconocibles piedras hasta la entrada misma a la casa. Ni siquiera dudé un instante, estaba más allá de cualquier apreciación sobre lo que fuera. Algo empujaba desde dentro mío hacia fuera, algo me movía, me mantenía en una pieza a pesar del miedo.
Entré a la sala, abrí las ventanas para que entrara la luz del día, ese día con el cielo cada vez más cubierto por las nubes. Me detuve un segundo para observar las paredes, me dirigí hacia la que tenía directamente frente a mí. Busqué los bordes del empapelado y comencé a tirar de él hasta que lo arranqué por completo. Algunas partes eran fáciles de sacar y ciertos tramos salían casi completos, otros se despedazaban en mis dedos y debía comenzar otra vez. Cuando terminé esa pared pasé a la que continuaba a su lado. Arrojé los muebles que me obstaculizaban al centro de la habitación, haciendo pedazos a algunos y haciendo pedazos su contenido. Lo disfruté, el ruido de la madera quebrándose me pareció hermoso. Pasé a la tercera pared, tomé los cuadros y los lancé contra el suelo, como un chico enojado que arroja sus juguetes. Arranqué otro tramo del empapelado y por fin encontré lo que buscaba. Allí estaban, esos puntos que crecían en mis sueños, torpemente alineados en la pared. Los habían remendado con yeso, pero eran perfectamente distinguibles. Eran los agujeros de las balas que habían atravesado el cuerpo de Ariel

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