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viernes, 13 de abril de 2012

EL DOCTOR HARDAC, por Ramón Elías Pérez, de Maracaibo, Venezuela

A Hilda Beatriz Cepeda

“Aquí pongo mi cama y me acuesto
y me doy un baño de flores…”

(Ramón Palomares: Paisano)

No lo sé, un día me dijeron que era por la tristeza, pero no lo creí. De verdad no lo he pensado, podría ser. Lo de la infección en la garganta comenzó con el ingreso a la escuela, tal vez antes. Tendría unos seis años cuando me llevaron al dispensario. Me sentía mal, tenía fiebre, dolor en la garganta y de paso me quedaban apretados los zapatos. La enfermera, una vez que llegó mi turno, me dijo: acuéstese allí. Supongo que María la ayudó. Pude percibir desde aquella posición horizontal la ventana por donde entraba la luz de la mañana. El olor aséptico, mezcla de alcohol y antibióticos, me provocó una especie de entumecimiento. Cuando la señora de blanco depositó el agua destilada en el frasco y comenzó el proceso, primero batiendo y luego con la jeringa de vidrio, las nalgas se me volvieron  de piedra.
-          ¡Afloje, afloje! –Decía con su voz chillona.
-          ¡María, dile que me la ponga con una aguja chiquita! –Siempre le decía.
Esa escena se repitió tantas veces que me acostumbré a vivir enfermo, con tal de no ir al dispensario. Me embargaba un terror infinito cuando la asistente decía que pasara el otro. El otro siempre era yo que estaba inmóvil, frío, mirando las paredes, el techo, todo cuanto me rodeaba. Creo que antes de entrar a la medicatura rural ya sentía  un peso en el estómago y esa miserable sensación de vértigo, como si estuviera a punto de caerme. Recuerdo las sillas metálicas, grises, y los carteles impresos a colores opacos que hablaban del Ascaris Lumbricoides y de aquel parásito aplastado, blancuzco, la asquerosa Taenia Solium.   Mi padre y su solitaria,  enquistada por más de treinta años en sus intestinos, midió algo más de siete metros. El día de la expulsión, después de un tratamiento en extremo fatigoso, la casa se convirtió en un jolgorio mayúsculo. Desde el comedor hasta el inodoro del patio, allí la estiraron tomándola por las puntas, parecía una cinta métrica dividida en segmentos. También había un anuncio acerca de un verme amorfo y hermafrodita que producía la bilharzia, una enfermedad espantosa que ataca al hígado y provoca una coloración amarilla en la piel. Esa cosa y los temores infundados me amargarían por años la existencia.
María me tomaba de la mano y me decía: no te asustes. Era inútil, siempre me aterraba. Veía su rostro, sus ojos verdes, un espejo donde se reflejaban todas las emociones. Ella tan joven y ya había parido cinco veces. El niño enfermizo era el penúltimo.  Cada cierto tiempo, como esas lluvias cíclicas que suelen caer por las tardes, me enfermaba de las amígdalas y entonces me llevaba, religiosamente, al dispensario.  Una vez se me clavó una espina del limonero por andar descalzo en el solar, creo que fue la primera vez que visitaba aquel centro. El pie se me puso rojo, tenía una ligera inflamación, pero el dolor me llegaba hasta la ingle. Me inyectaron y sacaron la espinita con la punta de una tijera. ¡Ay, señor!, los gritos llegaban al cielo.  Desde ese día cuando escuchaba la palabra dispensario caía en un estado de pánico. Me sentía como un condenado cuando lo conducen al patíbulo, caminaba con pasos lentos y mi cuerpo pesaba una enormidad. Ahora pienso que me enfermaba más la medicina curativa. De nada servía el llanto, inventar una excusa de niño bueno, fingir un espontáneo desmayo, inexorablemente tenía que soportar aquel martirio.
-          ¡Afloje, afloje que los hombres no lloran! –Decía con su voz aguda la enfermera.
Un día no lloré, decidí no hacerlo. Había una niña que me miraba con ojos de pena y conmiseración.  Esa mañana, de regreso, cuando entramos a la casa me sentí aliviado, una sensación de bienestar se había apoderado de mi cuerpo.  Esa mirada tan humana, de apoyo, era un mar sereno que había provocado en mí una nueva y extraña sensación. Aquello duró muy poco, cuando mi padre llegó de su jornada y sacudió el sombrero polvoriento en el pilar del comedor, se enteró que estaba de nuevo con fiebre. Le dijo a María en forma tajante.
-          ¡A ese niño hay que sacarle las agallas!  –y se dirigió a su cuarto a descansar.
Una operación de este tipo consiste en sujetar las protuberancias con pinzas y cortarlas con un bisturí, luego coser con hilo especial y dejar al paciente anestesiado.  ¡Nunca!.  Las palabras de mi padre, dichas de esa forma,  me aterraron. Sonaban como una maldición en mi cabeza. Me golpeaban día y noche, así que opté por esconderme, no decir nada.  Desde ese día pasé desapercibido, en casa nadie se enteraba de lo que hacía, dónde estaba. Parecía un fantasma, caminaba sin hacer ruido y hablaba solo. Si alguien me requería me refugiaba en los estudios. Encontré en los libros una razón para no hacer oficios ni mandados, no ser tomado en cuenta. Inventé una filosofía de la vida y de la muerte para cuando fuese necesario. Desnudos venimos y así abandonamos este mundo; órganos, apéndices, extremidades  fueron creados por un Dios sabio. Nada sobra, todo encaja en un lugar,  parece perfecto.  Cinco dedos en cada mano, ojos, orejas, nariz… para percibir la naturaleza. ¿Será que somos superiores? Fíjese usted,  poseemos una lengua para saborear y degustar los alimentos, si son amargos los rechazamos y cuando son dulces los ingerimos. Preferimos los términos medios para evitar aquello que nos empalaga o nos produce amargura. Igual ocurre con la temperatura, el sonido, la luz y otros factores externos.  ¿Por qué quitar algo que está allí para cumplir una función?.  Mi discurso era coherente y lo había preparado para la ocasión. No quería vivir la misma desagradable experiencia que mi prima Celia, le habían quitado las amígdalas y pasó ese carnaval en una cama, gimiendo, sin poder tragar.   Hemos evolucionado, continué desarrollando mi teoría, hasta llegar a ser lo que somos,  seres inteligentes que hablamos y hacemos cosas... aquí la filosofía comenzó a flaquearme. Reflexioné en lo que realmente éramos, nada superiores.  Cuando pensé en los enfermos y en las vainas que somos capaces de hacer me asusté, había visto millares de personas por años de fiestas patronales y no me quedaba ninguna duda. Dios se había equivocado con los hombres. Abyectos, crapulosos, miserables, traidores, enclenques, cobardes, ladrones, asesinos, rufianes de todas las edades y condiciones.  Así que me olvidé de tanta estupidez y dediqué energías a pensar en la salud, saldría de ese marasmo y me aliviaría de una vez por todas.
A los pocos días, guiado por una natural intuición, comencé a hacer gargarismos. Lo hacía de agua tibia con sal, luego por consejos oportunos tomé infusiones de plantas medicinales. Estuve varias semanas haciéndolo y notando la mejoría hasta que la inflamación desapareció y no hubo más dolor, ni fiebre.  La agrimonia y la cáscara de granada habían logrado lo que no pudieron los hongos del doctor Fleming. La maravillosa penicilina me ayudó bastante pero el cuerpo creó resistencia.  Llegué a la conclusión del siglo: lo mejor era lo natural con sus propiedades curativas infinitas y sin esos desagradables efectos secundarios.  Con el tiempo, después de esa experiencia liberadora, me dio por estudiar las yerbas y profundicé tanto en las plantas que comencé a recetar a los vecinos. Sin darme cuenta en dos años tenía una clientela y andaba por esos montes buscando cualquier tipo de hoja para bebedizos,  lociones y cataplasmas. Venían desde las orillas del  lago con sus viandas, atados los zapatos a la cintura para no llenarlos de barro,  a curarse cualquier dolencia: eczemas, catarros, reumatismos, almorranas y hasta problemas del alma. Lo hacía con flores, raíces, cortezas y preparaba purgantes, expectorantes, diuréticos, estimulantes, vermicidas, laxantes, astringentes y cuando de un mal puesto se trataba acudía a los tabacos y a las solemnes invocaciones de los espíritus. ¿Qué le parece?.
Así fue como después de tantas fórmulas y récipes me dediqué en serio al naturismo. De modo que al ingresar a la Escuela de Medicina ya era un curandero reconocido en la región sur del Lago de Los Tacariguas. Venían, como ya le dije, de todas partes. De La Encantada  me trajeron  un hombre picado por una mapanare, no pude hacer nada por él, le di y le puse cualquier cosa: resinas, emolientes, bálsamos y al final le recé el padrenuestro en arameo: Abuna di bishemaya, itqaddash shemak… El pobre se murió.  Cuando me lo entregaron era muy tarde, no podía respirar y la pierna parecía una mortadela,  la hinchazón lo había transformado.  No siempre se puede tener éxito y el que tiene la hora señalada, a ese no lo salva nadie.
Me decepcioné y estuve como dos semanas sin atender enfermos. Me sentía culpable por no haber podido salvarlo. Como ironía del destino me llegó una muchacha de Güigüe que había atentado contra su vida. Por una decepción amorosa tomó kerosén y la muy idiota le echó azúcar para poder pasarlo. Luego dijo, cuando la interrogamos, que le sabía muy maluco. ¿Puede usted creer eso?  Lo que me provocó fue darle una paliza.
Así como le dije,  comencé con mis estudios. La anatomía me gustaba, ¡hay que ver la cantidad de nombres! De todos me gustaban aquellos que eran en latín, dígame ese Séptum Lúcidum, ubicado entre el cuerpo calloso y el trígono en el cerebro. Pero lo más extraño de la ciencia que estudia al hombre es que no nos conocemos todavía, somos incapaces de saber para qué sirve la glándula pineal. ¿Por qué soñamos?  Era muy aventajado y creo que me tenían envidia, yo le preguntaba a los profesores, todos doctores, si existía el tercer ojo, entonces los compañeros me miraban como diciendo: éste es un loco. Sabía más que ellos, ese era el caso. Lo que me pasó fue una mala jugada, un naipe contrario sacado del mazo.  Estaba en la mitad de la carrera haciendo unas prácticas en el Hospital Central, me asignaron la emergencia y una mañana trajeron a un señor que se estaba asfixiando, se había tragado un pedazo de arepa vieja, completamente cianótico. El médico de guardia no aparecía, no se encontraba a ningún carajo que autorizara el procedimiento. Viendo que aquel cristiano se estaba muriendo, cogí un bisturí y le abrí el gañote. Se salvó, pero a mí me sancionaron y después vino un paro de actividades en la universidad y luego otra vaina. Yo no le iba a suplicar a nadie y menos a unos matasanos que viven del dolor ajeno. Me salí, no volví más y me dediqué a mi oficio de yerbatero. Total, lo que tenía que aprender lo aprendí y muchas cosas que necesitaba saber ya las sabía. Yo era bueno curando, lo malo fue que me dio por usar ese monte prohibido, esa yerba maldita. ¡Bueno, no tanto!.  Y mire usted, me trajeron aquí y aquí estoy, en esta casa de enfermos.
Afuera, en la Colonia Psiquiátrica y Antituberculosa de Bárbula, el clima era fresco, había una temperatura de veinte grados. Ideal para echarse en la grama y ponerse a mirar el cielo, los árboles, las montañas.  A cierta distancia teníamos el cerro “El Café” con sus torres de hierro y aquella bandada de zamuros esperando las vísceras de los muertos.
-          ¡Hardac, me tengo que ir!.
-          Doctor, no se vaya, que todavía no le he contado lo que me pasó con la bilharzia.
-          ¡Hardac, me voy!.
-          Doctor, cuando regrese tráigame algo,  cáñamo indio, para la fatiga.
-          ¡Bueno, Hardac, pórtate bien… hasta la próxima!.
-          Sí, doctor, lo haré, no olvide cerrar la puerta. ¡Se escapan! ¿Qué vamos hacer después con tanto loco suelto?

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