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martes, 22 de febrero de 2011

EL BURRO GRIS, por María Agustina Nahas, de Buenos Aires, Argentina


Facundo era adicto a los cigarrillos. Digo "era" porque nunca más lo vi desde que dejó mi consultorio en Santa Fé y Pueyrredón hace ya un año y medio. No contesta a la casa ni al celular. Si no ha muerto ya, se lo habrá tragado la tierra en el mejor de los casos, bien le hace su desaparición al mundo. Usted, lector entretenido (entretenido, o eso supongo), ¿Qué tenía de malo aquel tipo, Facundo? Pues yo le contestaré con la mayor objetividad posible: Aquel hombre era un mal a la humanidad. No era un criminal, sino que su ignorancia era un insulto a lo que suele ser una persona. Era un hombre cuya estupidez sobrepasaba los límites normales: hay gente que muestra su mediocridad viendo programas televisivos absurdos, o están aquellos cuyo fin existencial es el dinero. Este hombre harto supera estos parámetros; en todos mis años de psicoanalista, nunca me encontré con una muestra tan clara de la INvolución humana.
Facundo Rodríguez se presentó a mi consultorio una tarde de fines de mayo del 2008. Otro "paciente"(no me gusta llamarlos así, prefiero llamarlos "amigos" y que así piensen que somos iguales) me recomendó a este hombre, el cual confirmó una cita con mi secretaria. Aquel día apareció abatido en mi consultorio (con el tiempo me iría dando cuenta de que él ERA un hombre abatido); Debía tener unos cuarenta años, era algo gordo pero su apariencia distaba de ser intimidante. Era de aquellos hombres grandes y miedosos. Esto no tiene nada de malo, pero el especial interés por relatar la sucesión de problemas y desgracias de su vida me mostraba que su existencia se veía reducida a amargarse y esperar más desastres. Mientras él se retorcía en su asiento, hablé.
-Soy Joaquín Senatore, me alegra que haya venido.-dije, cordial. Cuando levantó la cabeza, su aspecto casi psicótico me perturbó.
-Sí, menos mal que me convencieron de venir.-dijo-Tengo un terrible problema, y necesito hablarlo con alguien.
-Lo escucho, Facundo.-dije intrigado.
-Todo comenzó cuando tenía cuatro años y mis padres peleaban.-empezó. Y así, me contó todas sus desgracias vividas. Desde la violencia que su padre ejercía sobre él, hasta el promiscuo trabajo de su madre, pasando por la separación de sus padres, la huida de su hermano de su hogar y su propio intento de suicidio a los 16 años. En resumidas cuentas, su vida hasta la facultad había sido un asco. Pero, así como al pasar y sin darle importancia, dijo que se recibió de arquitecto con buenas notas y no ganaba nada mal. Claro que, cuando se lo mencioné, él me ignoró por completo. Ya me había dado cuenta a esa altura del relato que la sal de su vida era contar sus desgracias, no sus suertes.
Al final de la larga hora que estuvo relatándome las vicisitudes que se le habían presentado, el reloj marcó las siete y me revolví en mi asiento esperando que él se diese cuenta de que debía terminar su relato. Dado que esto no ocurría, fue una suerte que apareciera el siguiente amigo tocando la puerta. Me paré y nos entrechamos las msnos.
-¡No le conté mi gran problema!-dijo él. Yo, sin animo de escuchar una sola palabra más de su boca, repuse:
-Quedará para la proxima, Facundo.
Se retiró con su aura lúgubre y deprimente, dejando que el siguiente pasara.
Era un hombre al cual uno no deseaba escuchar, de verdad. Cada una de sus anécdotas eran algo deprimente, tenían un tinte pesimista, a pesar de haber escuchado a decenas de personas, este hombre me superaba. A este hombre, a este espécimen, lo llamé El Burro Gris. Para que mis próximos pacientes no se espanten, éste fue uno de los dos amigos a los cuales les he puesto apodos (la anterior era llamada Psicótica Desconocisa, y así la anoté en la planilla, porque por 4 meses se negó a decirme su nombre).
Este sujeto, ya con un nombre más acorde a su descripción, no se merecía otro nombre que aquel: su ignorancia y su estupidez sólo me hacían pensar en un burro, mientras que su infernal aura depresiva se representaba con el gris. A veces, en aquellos momentos en los cuales casi le tomaba cariño, le decía en mi interior Platero, pero luego me daba cuenta cuan patético era y me arrepentía de haber usado el nombre Platero.
La siguiente vez que acudió fue exactamente una semana después, aunque mucho hubiese deseado que fuese después. El Burro llegó exhausto, aparentemente del trabajo. Sin esperar un segundo, habló.
-Mi problema, Joaquín, es que desde el año pasado que soy adicto a los cigarrillos.
-Facundo, ese problema lo tiene mucha gente. Ahora piense, ¿qué le causa el estrés suficiente como para consumir cigarrillos?-Él se quedó pensativo.
-Nada realmente, no hay nada que me estrese lo suficiente, sólo me da placer.
-¿No tiene usted la necesidad de consumir? ¿No ha desarrollado una dependencia a los cigarrillos?-pregunté, intrigado.
-No-contestó. Yo me quedé sorprendido, todas las personas que consideran los cigarrillos un grave problema personal siempre han desarrollado una dependencia hacia ellos, pero este hombre no. En realidad, me di cuenta que él consideraba TODO un grave problema.
-Es una noticia maravillosa aquella, Facundo.-le dije con una sonrisa.
-Pero sigo consumiendo, Joaquín, ¿qué le ve de maravilloso?.-preguntó él.
-Que si no ha desarrollado una dependencia, no le será difícil dejarlo.-le contesté con una sonrisa. Él, enojado, me cuestionó.
-¿Y cuándo he dicho yo que quiero dejarlo?
De repente, me sentí hablando con un japonés. ¿Es que nuestros cerebros estaban en frecuencias distintas, o era yo extraterrestre? O, más probablemente, ¿era él de otro planeta? ¿De cuál sería? Tal vez, en alguna galaxia lejana, existiese un planeta de burros grises, donde todos se limitasen a entristecerse los unos a los otros y a disfrutar sus desgracias y problemas como si fuesen los únicos placeres de la vida. ¿Es que yo no comprendía que él tenía un problema (fumar) y podía parar en cualquier momento, pero no quería hacerlo, y aún así seguía alardeando de su problema? Me cegó completamente la ausencia de lógica en su razonamiento.
-Entonces, ¿desea o no dejar su adicción a los cigarrillos?-dije, incrédulo.
-Sí, supongo, puesto que todos dicen que ser adicto al tabaco es malo...-dijo. Levanté una ceja sin dar crédito a lo que acababa de escuchar.
-Bueno, hay otras razones por las cuales es malo ser adicto a los cigarrillos... Cáncer, para empezar, dependencia a una sustancia, disminución de ingresos para solventar al vicio...
El Burro Gris no dijo nada más. Cambió de tema, y siguió contándome las desgracias de su vida. Como hace cualquier hombre con una mujer al hablar de ropa, o como hace cualquiera al escuchar a alguien tedioso, me desconecté: me limité a asentir con la cabeza o decir "Aham" cuando consideré necesario, pero mi mente estaba lejos de escucharlo, estaba pensando en aquel libro de Pescetti que había leído los últimos días, "Neuróticos On Line", y luego comencé a recitar para mis adentros los diálogos de El Padrino. Aquella sesión transcurrió pacífica y aburrida.
Con aquella técnica pasaron varias sesiones: El Burro hablando, y yo pensando cómo tocar Strawberry Fields Forever de Los Beatles en el piano. Ya no me interesaba en lo más mínimo escucharlo: la existencia de aquel hombre era miserable porque él así lo quería.
Luego de un año, capté una serie de frases que me llamaron la atención. Más bien, la ausencia de la palabra "fumar" en todas las oraciones describiendo su adicción me llamó la atención. Claro que no cabía duda de que a eso se refería, pero era raro que se viese intimidado por esa palabra.
No le dije nada, nunca le mencioné nada acerca de la ausencia de la palabra clave. Pero, en un ventoso día de fines de Agosto del 2009, se presentó en la puerta de mi consultorio y se negó a pasar.
-Joaquín, me han diagnosticado cáncer de garganta.-dijo, deprimido.
-Facundo, tú que tenías la capacidad de dejar el vicio... ¿Que harás?-pregunté.
-Nada, disfrutar lo que me queda.-dijo con tranquilidad. Se dio vuelta y echó a caminar. Yo cerré la puerta y lo seguí, al menos para acompañarlo un rato. Facundo, caminando lento, sacó un atado de cigarrillos. Lo vi con tristeza, como quien ve a alguien a punto de morir. Me arrepentí de haberlo llamado Burro Gris, y tuve pena por él. Lo vi sacar un cigarrillo, y mientras sentía una infinita pena por él, se puso el cigarrillo en la boca y le hundió los dientes a la altura del final del filtro. Yo me estaba preguntando que hacía, cuando agarró el resto del cigarrillo y lo separó con los dientes del filtro, el cual empezó a masticar. Yo ya había dejado de caminar y, atónito, ví cómo repetía ese acto a la altura de la mitad del cigarrillo, y luego con lo que le había quedado.
Fui caminando lentamente hacia atrás, el Burro no se dio cuenta. Sacó otro cigarrillo y repitió el acto anterior, mientras yo caminaba de vuelta a mi consultorio como si nada de eso hubiese ocurrido.
Está en ustedes juzgar el grado de estupidez de mi paciente, puesto que nunca llegó a ser mi amigo, y nunca lo sería. No lo volví a ver. Cuando me asaltó la culpa, lo llamé, pero nunca contestó. Tal vez yo sea cruel y malvado por ser tan indiferente a su muerte, pero, siendo sinceros: ¿A quién se le puede ocurrir comer cigarrillos?

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